Authors: Ken Follett
—No puedo enviar a un grupo de hombres desarmados en busca de una cuadrilla armada. Tendremos que reunir a unos cuantos agentes entrenados en el uso de armas de fuego, llevarlos al arsenal y equiparlos con chalecos antibalas, armas y munición. Eso nos llevará un par de horas.
—¡Mientras tanto, los ladrones se escapan con un virus que podría matar a miles de personas!
—Daré la alerta sobre la furgoneta.
—Puede que cambien de coche. Quizá tengan un todoterreno aparcado en algún sitio.
—Aun así no llegarán lejos.
—¿Y si tienen un helicóptero?
—Toni, te estás dejando llevar por la imaginación. En Escocia los ladrones no tienen helicópteros.
No estaban ante un grupo de delincuentes comunes que intentaban huir con un puñado de joyas o un saco de billetes, pero Frank nunca había acabado de entender la gravedad del peligro biológico.
—Frank, déjate llevar por la imaginación un momento. ¡Esa gente pretende desatar una epidemia!
—No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo. Ya no eres policía.
—Frank... —No pudo acabar la frase. Él había colgado—. Frank, eres un capullo y un imbécil —dijo, aunque no había nadie al otro lado del teléfono, y luego colgó.
¿Siempre había sido así? Toni tenía la sensación de que, cuando vivían juntos, era más razonable. Quizá ella ejerciera una buena influencia sobre él. Por lo menos entonces no la desdeñaba como ahora. Le vino a la memoria el caso de Dick Buchan, un violador múltiple que se había negado a decirle a Frank dónde había ocultado los cadáveres tras horas de intimidaciones, gritos y amenazas. Toni se había sentado a charlar con él acerca de su madre y le había arrancado una confesión en veinte minutos. Después de aquello, Frank siempre le pedía consejo antes de empezar un interrogatorio importante. Pero desde que habían roto parecía haber sufrido una regresión.
Toni miró el teléfono con el ceño fruncido, estrujándose la sesera. ¿Cómo iba a hacerle entrar en razón? Estaba lo del caso de Johnny Kirk. En el peor de los casos, siempre podría utilizarlo para chantajear a Frank. Pero antes quería hacer una última llamada. Rastreó la agenda de su móvil hasta dar con el número personal de Odette Cressy, su amiga de Scotland Yard.
Al cabo de una eternidad, esta cogió el teléfono.
—Soy Toni —dijo—. Perdona que te despierte.
—Tranquilo, cariño —dijo Odette, dirigiéndose a una tercera persona—. Es del trabajo.
Toni se sorprendió.
—No esperaba que estuvieras con alguien.
—Solo es Santa Claus. ¿Qué pasa?
Toni se lo explicó.
—Mierda, eso es justo lo que nos temíamos —comentó Odette.
—No puedo creer que haya dejado ocurrir algo así.
—¿Hay alguna pista sobre cuándo y cómo piensan usar el virus?
—En realidad hay dos pistas —contestó Toni—. En primer lugar, no se han limitado a robar el virus, sino que lo han vertido en un frasco de perfume. Está listo para usar. Podrían liberarlo en cualquier lugar atestado de gente: un cine, un avión, los almacenes Harrods... nadie se daría cuenta.
—¿Un frasco de perfume, dices?
—De la marca Diablerie.
—Eso está bien. Por lo menos sabemos lo que estamos buscando. ¿Qué más tienes?
—Uno de los guardias les ha oído decir que han quedado con el cliente a las diez.
—A las diez. No pierden el tiempo.
—Exacto. Si entregan el virus a su cliente a las diez de la mañana, esta misma noche podría estar en Londres, y mañana podrían soltarlo en el Albert Hall.
—Buen trabajo, Toni. Dios, ojalá nunca te hubieras ido de la policía.
Toni empezaba a sentirse un poco más animada.
—Gracias.
—¿Algo más?
—Han seguido hacia el norte al salir de aquí. Yo vi la furgoneta. Pero hay una tormenta de nieve y las carreteras están poco menos que intransitables, así que segurarnente no se han alejado mucho de donde estoy.
—Eso significa que podemos cogerlos antes de que entreguen la mercancía.
—Sí, pero no he podido convencer a la policía local de lo urgente que es ir tras ellos.
—Eso déjamelo a mí. Me encargaré de que se pongan las pilas. El terrorismo es asunto de Estado. Tus chicos están a punto de recibir una llamada del número diez de Downing Street ¿Qué necesitas, helicópteros? Hay un portaaviones de la armada, el Gannet, a tan solo una hora de ahí.
—Ponlos en alerta. No creo que los helicópteros puedan volar con la que está cayendo, y aunque pudieran hacerlo no verían lo que pasa a ras de suelo. Lo que necesito de verdad es una máquina quitanieves. Habría que despejar la carretera desde Inverburn, y la policía tendría que establecer su base de operaciones aquí para empezar a buscar a los sospechosos.
—Me aseguraré de que así sea. Mantenme al corriente, ¿vale?
—Gracias, Odette.
Toni colgó.
Se dio la vuelta. Carl Osborne estaba justo detrás de ella, tomando notas.
Elton conducía el Opel Astra despacio, abriéndose camino con dificultad sobre una capa de nieve fresca de más de treinta centímetros de espesor. Nigel iba a su lado, aferrándose al maletín de piel granate y su mortal contenido. Kit iba en la parte de atrás con Daisy y no le quitaba ojo al maletín, imaginando un accidente de tráfico en el que este resultara aplastado, la botella hecha añicos y el líquido esparcido en el aire como una botella de champán envenenado que acabaría con la vida de todos ellos.
Su impaciencia se convirtió en desesperación cuando Elton redujo todavía más la marcha. Hasta una bicicleta los habría adelantado. Kit solo pensaba en llegar cuanto antes al aeródromo y dejar el maletín en un lugar seguro. Cada minuto que pasaran en la carretera estarían poniendo sus vidas en peligro.
Pero no estaba seguro de que pudieran llegar a su destino. Desde que habían salido del aparcamiento del Dew Drop no habían visto ningún otro vehículo en marcha. Cada kilómetro, aproximadamente, pasaban por delante de un coche o camión abandonado, algunos en el arcén y otros directamente en medio de la calzada, incluido un Range Rover de la policía que había volcado.
De pronto, los faros del Astra iluminaron a un hombre que agitaba los brazos frenéticamente. Vestía traje y corbata, y no llevaba abrigo ni sombrero. Elton miró de reojo a Nigel, que murmuró:
—Ni se te ocurra parar.
Elton avanzó decididamente hacia el hombre, que se apartó de la carretera en el último momento. Mientras pasaban de largo, Kit divisó a una mujer con vestido de fiesta y un delgado chal arrebujado alrededor de los hombros, de pie junto a un gran Bentley. Parecía desesperada.
Dejaron atrás el desvío que llevaba a Steepfall, y Kit deseó volver a ser un niño que dormía en la casa de su padre, ajeno a todo lo que tuviera que ver con virus, ordenadores y las reglas del blackjack.
La tormenta había arreciado hasta el punto de que casi no se veía nada al otro lado del parabrisas, a no ser una blancura infinita. Elton apenas tenía visibilidad. Conducía guiado por la intuición, el optimismo y los vistazos que iba echando a uno y otro lado por las ventanillas. El vehículo aminoró de nuevo la marcha, primero al ritmo de una carrera, luego de una caminata enérgica. Kit hubiera dado cualquier cosa por disponer de un coche más apropiado. Con el Toyota Land Cruiser Amazon de su padre, aparcado a tan solo un par de kilómetros de allí, lo habrían tenido mucho más fácil.
Al remontar una colina, los neumáticos empezaron a resbalar sobre la nieve. El coche fue perdiendo impulso poco a poco, luego se detuvo por completo y, ante la mirada horrorizada de Kit, empezó a deslizarse hacia atrás. Elton intentó frenarlo, pero solo logró acelerar la caída. Dio un volantazo y la parte trasera del vehículo se desvió hacia la izquierda. Entonces giró el volante en la dirección contraria y el coche se detuvo, quedando atravesado en medio de la calzada. Nigel soltó una maldición.
Daisy se inclinó hacia delante y le espetó a Elton: —¿Por qué has hecho eso, gilipollas?
—Sal y empuja, Daisy —replicó este.
—Que te den por el culo.
—Lo digo en serio —insistió Elton—. La cima de la colina está a tan solo unos metros. Podría llegar hasta allí si alguien me diera un empujón.
—Saldremos todos a empujar —sentenció Nigel. Nigel, Daisy y Kit se apearon del coche. Hacía un frío glacial, y los copos de nieve se metían en los ojos de Kit. Se colocaron detrás del coche y se apoyaron en él. Solo Daisy llevaba guantes. El metal del chasis cortaba las manos desnudas de Kit. Elton quitó el freno de mano poco a poco, descargando el peso del coche sobre ellos. En pocos segundos, los pies de Kit estaban empapados, pero los neumáticos se agarraron a la carretera. Elton se alejó de ellos y avanzó hasta la cima de la colina.
Remontaron la cuesta con dificultad, resbalando en la nieve, jadeando a causa del esfuerzo y temblando de frío. ¿Iba a repetirse aquella escena cada vez que se encontraran con una cuesta a lo largo de los siguientes quince kilómetros?
Nigel había pensado lo mismo. Cuando volvieron al coche le preguntó a Elton:
—¿De veras crees que llegaremos en este coche?
—En esta carretera quizá no haya mayor problema —contestó Elton—, pero hay cuatro o cinco kilómetros de camino rural para llegar al aeródromo.
Al oírlo, Kit se acabó de decidir.
—Sé dónde hay un todoterreno con tracción a las cuatro ruedas, un Toyota Land Cruiser —anunció.
—Nadie nos asegura que no vaya a quedarse atrapado en la nieve. ¿Recuerdas el todoterreno de la policía que hemos dejado atrás? —observó Daisy.
—Tiene que ser mejor que un Opel Astra —repuso Nigel—. ¿Dónde está el coche?
—En casa de mi padre. Para ser exactos, está en el garaje, que apenas se ve desde la casa.
—¿A qué distancia?
—Tendríamos que retroceder poco más de un kilómetro y luego tomar un desvío. De allí al garaje debe de haber otro kilómetro.
—¿Cuál es tu plan?
—Dejamos el Astra en el bosque, cerca de la casa, cogemos el Land Cruiser y nos vamos al aeródromo. Después, Elton lleva el todoterreno de vuelta y coge el Astra.
—Para entonces será de día. ¿Y si alguien lo ve dejando el todoterreno en el garaje de tu padre?
—No lo sé, ya nos inventaremos algo, pero pase lo que pase no puede ser peor que quedarnos atrapados en la nieve.
—¿Alguien tiene una idea mejor? —inquirió Nigel.
No hubo respuesta.
Elton dio media vuelta y bajó la pendiente con una marcha corta. Al cabo de unos minutos, Kit dijo:
—Coge ese desvío.
Elton detuvo el coche.
—Ni hablar —replicó—. ¿Tú has visto la cantidad de nieve que hay en esa carretera? Tiene por lo menos medio metro de grosor, y por ahí no pasa un coche desde hace horas. No avanzaríamos ni cincuenta metros antes de quedarnos atrapados.
Al igual que cuando iba perdiendo al blackjack, Kit tuvo la terrible sensación de que alguna fuerza superior se complacía en darle malas cartas.
—¿Queda muy lejos la casa de tu padre? —preguntó Nigel.
—Un poquito. —Kit tragó en seco—. Poco más de un kilómetro.
—Con este puto tiempo, eso es muchísimo —retrucó Daisy.
—La alternativa —señaló Nigel— es quedarnos aquí esperando hasta que pase algún coche y secuestrarlo.
—Pues ya podemos esperar sentados —observó Elton — No he visto un coche en marcha desde que hemos salido del laboratorio.
—Vosotros tres podríais esperar aquí mientras yo voy a por el todoterreno —sugirió Kit.
Nigel negó con la cabeza.
—Podría pasarte algo, quedarte atrapado en la nieve o algo así, y no tendríamos manera de encontrarte. Es mejor que sigamos juntos.
Había otra razón, supuso Kit: Nigel no se fiaba de él. Seguramente temía que se echara atrás y decidiera llamar a la policía. Nada más lejos de la intención de Kit, pero Nigel no tenía por qué saberlo.
Hubo un largo silencio. Permanecían inmóviles, reacios a abandonar el ambiente cálido del coche. Entonces Elton apagó el motor y todos se apearon del vehículo.
Nigel se aferraba al maletín como si le fuera la vida en ello. Al fin y al cabo, era el motivo por el que todos estaban allí. Kit se llevó su portátil consigo. Quizá necesitara interceptar alguna comunicación del Kremlin con el exterior. Elton encontró una linterna en la guantera y se la dio a Kit.
—Tú irás delante —dijo.
Kit echó a andar sin más preámbulos, abriéndose paso como podía entre la nieve, que le llegaba a las rodillas. Oía los gruñidos y maldiciones de los otros, pero no volvió la vista atrás. O seguían su ritmo o se quedaban por el camino.
Hacía un frío implacable. Ninguno de ellos iba vestido para algo así. No habían contado con la posibilidad de tener que estar a la intemperie. Nigel llevaba una americana, Elton una gabardina y Daisy una chaqueta de piel. De todos ellos, Kit era el que iba más abrigado con su chaqueta acolchada. Se había puesto botas de montaña, y Daisy llevaba botas de motorista, pero Nigel y Elton llevaban zapatos normales y corrientes, y Daisy era la única que tenía guantes.
Kit no tardó en empezar a temblar. Le dolían las manos, aunque procuraba mantenerlas hundidas en los bolsillos de su chaquetón. La nieve le había empapado los vaqueros hasta las rodillas y el agua se le había colado dentro de las botas. Tenía las orejas y la nariz insensibilizadas por el frío.
La familiar carretera que tantas veces había recorrido a pie o en bicicleta de pequeño estaba sepultada bajo la nieve, y Kit se preguntó si no habría perdido el norte. Estaban en pleno páramo escocés, y a diferencia de lo que ocurría en otras zonas de Gran Bretaña, no había ningún seto o muro que bordeara la carretera. A uno y otro lado de esta se extendían terrenos sin cultivar, y a nadie se le había ocurrido nunca vallarlos.
Kit tenía la impresión de que se habían desviado de la carretera. Se detuvo y, con las manos desnudas, empezó a escarbar en la nieve.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Nigel con cara de pocos amigos.
—Un segundo. —Kit encontró hierba escarchada, lo que significaba que se habían alejado de la carretera asfaltada. Pero ¿en qué dirección? Pegó los labios a sus manos heladas y sopló para tratar de calentarlas con su propio aliento. A la derecha, el terreno parecía describir una pendiente. Supuso que la carretera tenía que estar en esa dirección. Se encamino hacia allí con dificultad, y a los pocos metros volvió a escarbar en la nieve. Esta vez encontró asfalto.