Erwin se levantó de su sillón y le tendió una mano a Irene.
—Síganme, por favor, caballeros —terminó aferrándose a ella del brazo—. El Instituto ha preparado una pequeña comida para ustedes… Por aquí…
Después de otra noche atroz en la que hube de soportar los gemidos, los arrumacos y los grititos de Bacon e Irene, nos presentamos de nuevo por la mañana en el despacho de Schrödinger, en el Instituto de Estudios Avanzados, para proseguir con nuestra charla del día anterior. Quizá porque ya nos conocíamos, el ambiente se hallaba más relajado. Ella fue menos impertinente que la otra vez y yo me preocupé menos por sus ademanes impostados y su pretendida simpleza. Erwin, por su parte, había terminado por darse cuenta de que ella no iba a convertirse en otra de sus conquistas —Frank se había encargado de dejar bien clara su posición—, de modo que estuvo menos chispeante.
—Según sus palabras de ayer, parece que su relación con Heisenberg siempre fue tirante…
—Éramos rivales compitiendo por un mismo premio, profesor Bacon —asintió Erwin, sin darle demasiada importancia—. Hasta cierto punto su actitud me parece normal. Como usted debe saber, un físico puede dedicarse durante años (durante sus años más productivos) a una sola tarea, con la esperanza de lograrla, sin que nadie le garantice ningún tipo de éxito. Heisenberg llevaba años enfrentándose a los mismos problemas y creía haberlos solucionado. ¿Cómo de pronto alguien se atrevía a decirle que se había equivocado o, peor aún, que existía otro camino mejor que el suyo? Asumo que no era nada personal contra mí, sino una reacción lógica debida a su frustración…
—Los dos recibieron el Premio Nobel el mismo año…
—No exactamente. En 1932, el premio no había sido concedido, de modo que en 1933 se asignaron tanto el correspondiente a ese año como el del año anterior. Por algún motivo, la Academia Sueca consideró que Heisenberg debía recibir el premio de 1932, mientras que a mí, en compañía de Paúl Dirac, nos concedieron el de 1933… Creo que se trató de una solución salomónica…
—Podría decirnos cuál es ahora su imagen del profesor Heisenberg…
—¡Vaya pregunta! Se trata, sin duda, de una de las grandes mentes físicas del siglo… Un hombre brillante, astuto, severo…
—Ambicioso… —añadí yo.
—¿Y quién no lo es en nuestro medio, Links?
—Pero —terció Bacon— ¿hasta dónde podría llegar para conseguir sus fines?
Erwin permaneció en silencio con una sonrisa entre dientes.
—Me gustaría decirles que era una especie de Fausto, capaz de vender su alma con tal de conseguir…
—¿La gloria, la inmortalidad?
—No. El conocimiento. Heisenberg nunca me pareció mezquino, no perseguía fines deleznables… Todo lo contrario: su vanidad se debía a que, desde el inicio de su carrera, a muy temprana edad,
sabía
que era uno de los elegidos, uno de los pocos seres humanos marcados por el dedo del Buen Señor con la capacidad necesaria para desvelar sus misterios… Sí, supongo que hubiese hecho cualquier cosa con tal de acercarse, más que el resto del mundo, a la
verdad
.
—¿
Cualquier
cosa? —remarqué. Schrödinger evadió la pregunta.
—Heisenberg estaba obsesionado por la incertidumbre… Era perfectamente consciente de sus habilidades especiales, quizás
demasiado
consciente, y por ello experimentaba una dolorosa angustia por el futuro… Su deseo de desarrollar la mecánica cuántica y de tener el monopolio de la verdad, frente a teorías como la mía, me parece el intento de un hombre desesperado por hallarle sentido al mundo. Sé que suena paradójico, pero él, que analizó con tanta meticulosidad la incertidumbre, la imposibilidad física de tener toda la información sobre un sistema determinado, estaba más necesitado de certezas que nadie…
—¿Piensa usted, profesor, que para Heisenberg la
indeterminación
establecida por la mecánica cuántica era una especie de exaltación del libre albedrío? —Bacon se ponía filosófico.
—Ésa era la idea de uno de sus colegas, Pascual Jordán, quien por cierto durante muchos años fue un celoso admirador de los nazis… Jordán pensaba que, como la naturaleza es indeterminada, el hombre tiene el deber de llenar los huecos que deja vacíos. ¿Cómo? Por medio de la voluntad. Es una idea muy antigua y, me temo, un poco tiránica: como el universo no es claro, la verdad está del lado del más fuerte… Es el poderoso (el hombre con voluntad de hierro) quien debe encargarse de fijar lo bueno y lo malo, lo cierto y lo falso…
—Déjeme ver si le he entendido, profesor —suspiró Bacon—. Según esta idea, el libre albedrío tiene su origen en el azar del universo cuántico y relativista…
—Así pensaban ellos. El cosmos se completa gracias a nuestros actos de voluntad.
—Veo que usted no está de acuerdo…
—¡Desde luego que no! —exclamó Erwin, convencido—. Esta opinión me parece de una irresponsabilidad moral intolerable. Yo no soy bueno o perverso porque los hechos sucedan al azar: por el contrario, mis decisiones dependen de una gran variedad de motivaciones, desde las más mezquinas hasta las más sublimes, lo cual poco tiene que ver con decisiones tomadas en un marco aleatorio. Si bien es cierto que la mecánica cuántica considera que ciertos aspectos del universo permanecen indeterminados, al mismo tiempo realiza predicciones estadísticas que, en cualquier caso, no están basadas en el azar.
—¿Cuál es su conclusión, entonces?
—En mi opinión, el resultado más valioso de la controversia está en la reconciliación del libre albedrío con el determinismo físico. Después de muchos pasos en falso, al fin nos hemos dado cuenta de lo inadecuado que resulta el azar físico como base de la ética —Erwin pontificaba como un pope, ratificando su dogma neodeterminista—. En resumen, la física cuántica no tiene nada que ver con el libre albedrío.
—La física, entonces, tampoco tiene que ver con la moralidad de nuestros actos.
—La visión científica del mundo no dice una sola palabra sobre nuestro destino final ni quiere saber nada (¡sólo eso faltaría!) de Dios. ¿De dónde vengo y adonde voy? ¡La ciencia es incapaz de responderlo! En cambio, hombres como Jordán (y quizás Heisenberg) pensaban que la física cuántica demostraba nuestra imposibilidad para conocer la realidad… A partir de ahí, la voluntad era la única que podía establecer todos los parámetros de conducta. Esta idea me parece aberrante y creo que conduce a conductas aberrantes…
—En un mundo indeterminado, donde no existe el bien ni el mal por sí mismos, los campos de concentración o la bomba atómica podían llegar a ser considerados normales —se atrevió a decir Irene.
—Si seguimos su punto de vista hasta las últimas consecuencias, así es, en efecto, querida…
—Usted fue uno de los pocos físicos importantes que no participó, ni siquiera remotamente, en los proyectos para construir bombas atómicas en ninguno de los bandos —dijo Bacon.
—No fui invitado y, de haberlo sido, habría declinado.
—¿Y por qué tantos científicos participaron voluntariamente, en Estados Unidos o en Alemania, en trabajos de esta naturaleza?
—El desafío era enorme —contestó Erwin.
—¿Está usted diciendo que se trataba de un acto de vanidad?
—Definitivamente. Cualquier físico habría estado encantado de demostrar que sus teorías podían tener consecuencias prácticas. Los científicos, y en especial los físicos teóricos, queridos amigos, somos perversos por naturaleza: nos pasamos toda la vida meditando y haciendo cálculos, de modo que una aplicación directa de nuestras teorías nos fascina.
—¿Y las consideraciones éticas y religiosas…?
—Dado que el universo es relativista (no en el sentido de Einstein sino en el de Protágoras) e indeterminado, un físico debe mantenerse alejado de él. Uno se limita a llevar a cabo su trabajo, lejos de cualquier consideración extracientífica, y con eso basta para tener la conciencia tranquila… Para alguien que piensa así, el hongo radioactivo de una explosión atómica no es más que una prueba de que se ha tenido razón.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso. ¿Por qué piensa que tantos hombres participaron, gustosos, en proyectos atómicos? ¿Por nacionalismo? Eso era lo de menos, aunque tampoco hay que restarle importancia. ¡Lo hacían por orgullo!
Vanitas vanitatem
, profesor Bacon. Los físicos tenían su guerra particular, ajena a la de los ejércitos. Cada cual quería ser el primero en producir una bomba atómica: lograrlo implicaba la inmediata derrota del otro bando. Las consecuencias de la explosión eran lo de menos: lo importante era dejar a los otros en ridículo. Y así fue. Sólo que, por fortuna, y con el perdón de profesor Links, el equipo de Heisenberg fue el perdedor…
—No puedo creerlo —era Irene, la señorita moralidad—. No les importaban las vidas que iban a perderse con tal de ganar su carrera científica, con tal de demostrar que eran mejores que sus rivales… Me parece una actitud más repugnante que la de Hitler…
—Los científicos nunca hemos sido blancas palomas —dijo Erwin con cierto cinismo—. Temo decepcionarla. No convive usted con las mejores criaturas del mundo.
—Millones de personas muertas sólo para comprobar una teoría. Yo cada vez me sentía más incómodo, pero no podía hacer nada al respecto. Schrödinger me provocaba…
—Para ellos era como un juego —insistió Erwin—, no muy distinto del ajedrez o del poker. Matemáticamente, al menos, no era más relevante que esto, como usted sabe muy bien, Línks. El objetivo era vencer a los contrarios: era lo único que importaba.
—Por eso, al final de la guerra, Heisenberg se mostró tan abatido… —Bacon pensaba en voz alta—. No por la derrota alemana, que ya había aceptado desde hacía varios meses, sino al comprobar que los físicos aliados habían logrado lo que él sólo había barajado como una posibilidad remota… Por eso lloró Gerlach, el director del proyecto, al enterarse de Hiroshima…
—Es asqueroso —se indignó Irene con una voz chillona similar a la de un cuervo—. Lloraba por orgullo, indiferente a las víctimas…
—Pero le recuerdo que nada de eso hubiese sido posible sin la intervención de los militares y del Estado, señorita. Por más malvado que sea un físico, no desarrollará armas a menos que éstos lo obliguen a hacerlo. El enemigo peligroso es el Estado, cualquier Estado. El absceso del fascismo ha sido extirpado, pero la idea sigue viva, hoy día, en sus implacables enemigos… Tiemblo ante la idea de que podamos ir tan lejos. De hecho, ya hemos llegado
demasiado
lejos…
Un escuálido avión militar nos depositó de nuevo en Hamburgo después de un espantoso trayecto lleno de sobresaltos y bolsas de aire, convertidos en una morosa y pesada mercancía. Desde ahí, tomamos el tren rumbo a Gotinga, cuyos calientes pasillos habrían de convertirse en el escenario de una incómoda discusión entre esa mujer y yo mismo.
—¿No opinan que es brillante? —dije, refiriéndome a Erwin.
—Agudo, sin duda —respondió Bacon.
—Pues yo creo que es patético —interrumpió Irene, enfadada, sólo por llevarme la contraria.
—Siento contradecirla, Irene —dije—. Pienso que se equivoca. No, no quiero ofenderla, sólo darle mi punto de vista. Sinceramente, yo pienso que el profesor Schrödinger se limita a llevar a la práctica sus teorías…
—Explíquese, Gustav —me provocó Bacon.
—Es muy simple —comencé—. De seguro recordarán ustedes el famoso ejemplo científico que se conoce con el nombre de
Gato de Schrödinger
…
—¿Gato de Schrödinger?
—El profesor nos contó esa historia durante la comida —le recordé a Irene, la cual seguramente no había comprendido nada.
—En resumidas cuentas, Erwin dice que cada vez que se realiza la medición de un fenómeno cuántico, el universo se bifurca en el número de elecciones posibles…
—¿Y eso qué tiene que ver con la vida sentimental del
profesor
Schrödinger? —me interrumpió Irene, agresiva.
—Es obvio. A nivel cuántico, cada una de nuestras decisiones nos hace elegir un camino, aunque en el fondo podemos saber que una parte de nosotros (o que «otro nosotros», por decirlo de algún modo) se lanza, en su propio universo, en una dirección distinta… ¿Y qué es el amor sino la mayor de las elecciones? Cada vez que uno
decide
amar a una mujer, en el fondo está optando sólo por una posibilidad, eliminando, de tajo, todas las demás… ¿No les parece una perspectiva aterradora? Con cada una de nuestras elecciones perdemos cientos de vidas diferentes… Amar a una persona significa no amar a muchas otras…
—Creo que nuestra idea del amor no es siquiera parecida —me cortó Irene.
—Claro que sí, señorita. No estoy diciendo nada nuevo. Usted ha elegido a este buen muchacho —señalé a Bacon— y, al hacerlo, ha eliminado la posibilidad de amar a otros, al profesor Schrödinger, por ejemplo, o a mí…
—Por fortuna…
—¡Ahí está! —fui indiferente a su ironía—. Me está dando la razón… Escoger significa perder cientos de mundos posibles… Si nos toca encontrar al gato muerto, ya no hay modo de volver atrás el tiempo, nuestra observación nos condena a permanecer en
este
mundo. Y con el amor sucede lo mismo. ¿Y si hubiera…? Es frustrante.
—Yo creo que uno debe hacerse responsable de sus decisiones.
—Querida Irene, admiro su abnegación, pero no todos pensamos igual —reí—. Los seres humanos solemos ser falibles… Quizás usted no, pero la mayoría nos equivocamos, al menos una vez en la vida, y nos arrepentimos de nuestros actos. Es entonces cuando aparecen las palabras mágicas:
¿y si hubiera
…? Creo que el profesor Schrödinger es uno de estos hombres miserables que hubiesen querido vivir mil existencias distintas. Erwin ha querido conjugar, en una sola vida, muchas vidas: por ello al mismo tiempo puede tener una esposa y una amante y vivir con ambas, por ello puede amar a muchas mujeres al mismo tiempo, por ello considera que la felicidad absoluta sólo puede hallarse en la diversidad de experiencias…
—Yo no creo que las ame a todas, como dice… —arremetió Irene.
—Con su perdón, yo sí. O al menos cree amarlas, que ya es bastante.
—O se ama o no se ama, Gustav…
—Se equivoca, Irene. Otra vez: en un mundo sin certezas absolutas, ni siquiera el amor se salva de la duda. Digamos que considera altamente probable que su amor sea cierto… Es a lo único que podemos aspirar. Así que para mí Erwin ama (o cree amar, me da igual) a muchas mujeres al mismo tiempo, tratando de escapar de la esclavitud de las elecciones… ¿Por qué limitarse a un solo universo cuando hay tantos? ¿Por qué limitarse a una mujer cuando son legión? Convencido de ello, se lanza a varias vidas simultáneas… Erwin no es un don Juan ni un Casanova: no persigue doncellas por deporte, para engrosar su lista o para engañarlas… ¡No! Al contrario, trata de no limitar su amor, de no limitar sus posibilidades… ¿Convivir con una esposa, una amante y una hija al mismo tiempo? No es algo simple ni, creo yo, muy divertido. Erwin no lo hace para pasárselo bien, ya se lo he dicho, sino para no arrepentirse de haber escogido sólo a Anny, o sólo a Hilde, o sólo a la muchachita de la radio… ¡Así las conserva a todas!