En busca de Klingsor (40 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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—Es un placer —respondió Erwin con una voz un poco apagada—. Hacía mucho que no nos veíamos, Links. ¿Sigue obsesionado por Cantor y el infinito?

—Un poco, sí.

Ésa fue toda la atención que el viejo Erwin tuvo a bien prestarme, ya que de inmediato se concentró en las piernas de nuestra acompañante…

—¿Cuál es su nombre, señorita?

—Irene —dijo, sabiamente, Irene.

—Una buena elección, querido muchacho. El universo sería demasiado aburrido sin una mujer con la cual compartirlo, ¿no cree?

Frank se sonrojó, pero el mayor efecto del comentario de nuestro don Juan fue hacer que la vanidad de Irene se volviese intolerable.

—Como le dije en mi carta, profesor —tartamudeó Bacon—, estoy preparando un trabajo sobre la ciencia en Alemania durante el Tercer Reich… Usted es una de las figuras más prominentes de esa época…

—¿Por qué no nos habla un poco sobre los comienzos de la mecánica ondulatoria, Erwin? —añadí yo, tratando de parecer menos formal—. ¿Empezamos en ese
annus mirabilis
que fue 1925?

—Un año de verdad maravilloso —asintió Erwin con nostalgia—. Hasta ese momento, el mundo de la ciencia (y el mundo en general, debo añadir) estaba sumido en un caos interminable. Todos sabíamos que las viejas normas de la física clásica estaban vencidas, pero nadie lograba encontrar las nuevas. Había decenas de intentos, aquí y allá, pequeños avances y grandes retrocesos, pero nada que sustituyese a la claridad y la eficacia de los principios de Newton —Erwin concentraba su conferencia en Irene, la cual no debía comprender más de tres palabras—. Cada cual tenía su opinión y había muy pocos puntos sólidos. Los cuantos de Planck, la relatividad de Einstein, el modelo atómico de Bohr, el efecto Zeeman y el problema de las líneas espectrales… Todo revuelto. Sólo se uniría el rompecabezas cuando alguien consiguiese terminar de esbozar una teoría cuántica capaz de describir completamente el comportamiento del átomo…

—¿Qué quiere decir con eso, profesor?

¿Estaba soñando o en verdad se trataba de la voz de Irene?

—Tecnicismos —interrumpí yo—, resultaría muy complicado…

—No, Gustav, creo que la señorita tiene derecho a comprender nuestra charla —acotó Erwin.

—No quiero interrumpirlos —dijo ella ante el silencio cómplice de Bacon.

—Trataré de explicarlo del modo más claro.

¿Cuántas horas íbamos a perder sólo porque Erwin tenía ganas de galantear? ¿Es que Bacon no pensaba terminar de una vez con aquella inútil pérdida de tiempo?

—Como sus amigos recordarán —comenzó Erwin recobrando su voz de conferenciante—, el primero en hallar una luz fue el príncipe Louis de Broglie. A él se debía la genial ocurrencia de que la materia podía ser estudiada como si se tratase de un rayo de luz, es decir, por medio de un sistema parecido al de la óptica ondulatoria empleada por los optimetristas para tallar sus lentes.

—Hasta entonces —interrumpí yo para no quedarme atrás—, el desplazamiento de los cuerpos se analizaba mediante las leyes de la mecánica clásica de Newton.

—Esta simple propuesta bastó para revolucionar la ciencia de los siguientes veinte años —Erwin volvía a tener el control de la situación—. Se preguntará el motivo, señorita. Se lo diré: porque, acaso sin haberlo planeado así, ¡De Broglie había encontrado la herramienta que hacía falta para estudiar los átomos! Imagine por un momento, querida Irene, el escenario: por todas partes hay físicos quebrándose la cabeza para encontrar un método capaz de enfrentarse a la nueva física y de pronto aparece De Broglie, este aristócrata francés, diciendo que la pieza que buscábamos siempre había estado frente a nosotros, sólo que no lo habíamos visto porque empleábamos un método equivocado.

—Es entonces cuando aparecen, casi al mismo tiempo, tanto la teoría de Heisenberg como la suya, profesor —apuntó Bacon.

—Así es.

—¿Podría hablarnos de las ideas de Heisenberg?

—El mayor problema de la mecánica de Heisenberg era que las matemáticas que utilizaba resultaban incomprensibles incluso para la mayor parte de los físicos. Werner era un niño prodigio, mimado por todos los grandes como Bohr, Sommerfeld y Born, pero en realidad se encargó de sembrar más confusión de la que pudo disipar —Schrödinger permaneció en silencio unos minutos después de esta poco sutil descalificación de su adversario, y luego continuó—: No me malinterpreten, por favor. El descubrimiento de Heisenberg era genial: en vez de estudiar directamente las diversas posiciones que pueden tener los electrones, halló un método que permitía predecir razonablemente (es decir, de modo probabilístico) los lugares en los que podría terminar cada uno de ellos… La idea, debo repetirlo, era extraordinaria. El quid del asunto era la forma de ponerla en práctica. Para llevarla a cabo, Heisenberg tuvo que recurrir a un complicadísimo sistema matemático, descubierto por Kronecker a fines del siglo XIX…

—El gran enemigo de Cantor —dije yo, sin poder contenerme.

—En resumen: Heisenberg había logrado un gran avance, pero muy pocos estaban capacitados para comprenderlo —Erwin se llevó las manos a la cabeza al darse cuenta de que, por más que lo intentase, siempre iba a toparse con términos que nuestra dulce Irene no había escuchado en su vida—. Y aun después, cuando el flemático Paul Dirac revisó sus conclusiones, no hubo mejores resultados…

—Y entonces apareció usted.

—No quiero parecer veleidoso, pero sí, logré darle un poco de claridad al asunto.

—Sin saber lo que hacían Heisenberg y Dirac al mismo tiempo…

—No, no podía tener idea. Es una historia que he contado mil veces… Todos ellos trabajaban en equipo, en Gotinga, en Cambridge, en Copenhague, intercambiando ideas y escribiéndose largas cartas… Yo, en cambio, estaba prácticamente aislado en Zúrich —Erwin hizo una pausa, feliz al poder narrar, por enésima ocasión, el descubrimiento que lo había hecho famoso—. En la Navidad de 1925 decidí tomarme unas vacaciones, solo, en un balneario en la pequeña localidad de Arosa. Un lugar bellísimo, Irene. Debe pedirle a su amigo que la lleve… Ahí, en medio de la nieve y de la soledad, todos mis pensamientos se volvieron más nítidos… Yo había leído los trabajos de Louis de Broglie y la favorable acogida que habían recibido de parte de Einstein y pensé que serían un buen punto de partida… Mi idea era sencilla: aplicar un punto de vista cuántico a la mecánica ondulatoria formulada por el francés. Preguntará usted, señorita, cuál fue mi mérito. Ya se lo he dicho: simplemente unir el rompecabezas.

—Y puso a trabajar a todo el mundo… —apuntó Irene.

—Una amiga mía de entonces, una jovencita a la que daba clases de matemáticas, me dijo algo parecido: «Al empezar nunca se te ocurrió que tantas cosas sensatas fuesen a salir de esto». Sí, fue como una explosión. Pero el proceso fue bastante arduo. A lo largo de 1926 publiqué seis artículos relacionados con el tema, hasta que al fin llamé la atención de los mandarines: Planck, Einstein y compañía… Todos comenzaron a llamarme para invitarme a impartir conferencias y explicar mi descubrimiento…

—Un éxito mucho más rápido que el de Heisenberg —apunté yo.

—Ya se lo he dicho: las matemáticas de Heisenberg eran demasiado complejas.

—Pero él sentía que era el verdadero descubridor de la mecánica cuántica…

—Cuestión de matices —se defendió Erwin—. Lo verdaderamente importante era que por fin los físicos disponíamos de un método apropiado para el estudio del átomo y, por su simpleza matemática, ése era el mío. En cuanto se hizo obvio que mi sistema era mucho más sencillo que el de Heisenberg, todos los físicos comenzaron a utilizarlo. Incluso Pauli, que era amigo de Heisenberg, se mostró admirado por la simpleza de mi fórmula… Por desgracia, no todos reaccionaron con la misma honestidad intelectual —añadió Erwin—. No podía ser tan fácil. Pronto, animados por Bohr y Heisenberg, todos comenzaron a poner en duda que un vienes recién llegado hubiese hecho fracasar sus expectativas…

—¿Cuál fue exactamente la opinión de Heisenberg, profesor?

—Me trató con frialdad. Escribió que la mecánica ondulatoria era «increíblemente interesante» pero que, en el fondo, no aportaba nada nuevo a lo que él ya había hecho…

—¿Los argumentos de Heisenberg eran correctos o se trataba de una forma de envidia? —me aventuré a decir.

—No me gusta hablar mal de nadie. Considero, sin embargo, que el espíritu de competencia tenía mucho que ver con sus opiniones… Recuerden que, hasta ese momento, él creía ser el poseedor de las verdaderas claves de la física moderna.

—¿Pero en realidad sus puntos de vista eran tan opuestos?

—Entonces, sí. Mientras Heisenberg y Born insistían, con una óptica positivista, en la imposibilidad de visualizar los movimientos atómicos, yo pensaba lo contrario: que mi teoría prácticamente permitía ver lo que ocurría en el interior del átomo…

—Toda una paradoja —intervino Bacon—. Durante años los físicos se habían quejado de que no poseían una mecánica capaz de describir el comportamiento de los átomos y, de pronto, no tenían una sino dos teorías aparentemente opuestas…

—Usted lo ha dicho:
aparentemente
—exclamó Erwin, divertido con su larguísima exposición—. En mayo de 1926 publiqué otro articulito en el cual demostraba que, a pesar de que formalmente se trataba de dos mecánicas distintas, ¡en el fondo eran equivalentes! Los defensores de Heisenberg tomaron este punto de vista como una afrenta; se pusieron frenéticos, como si los hubiese insultado… Yo no sólo había tenido el atrevimiento de hallar una solución independiente de la suya, sino que ahora demostraba que con mi sistema podía hacer exactamente lo mismo que ellos, pero sin complicarme tanto la vida… Si ambas teorías servían para lo mismo, y una de ellas era mejor, ¿para qué conservar la otra?

Bacon volvió a sus notas y leyó:

—Heisenberg le dijo entonces a Pauli: «Cuanto más pienso en los aspectos físicos de la teoría de Schrödinger, más repelentes los encuentro», y, en otra ocasión (usted me perdonará): «Me parece una mierda».

Erwin soltó una carcajada intempestiva.

—Era una guerra: de un lado Heisenberg, Bohr y Jordán con su mecánica matricial, y del otro yo con mi mecánica ondulatoria… Aunque en el fondo fuesen idénticas, ninguno iba a dar su brazo a torcer. Lo que se arriesgaba no era una cuestión menor, sino la dignidad de cada uno. Todo el mundillo científico tenía la mirada puesta en nuestra pelea porque de ella dependía quién iba a dominar la física cuántica en los años subsecuentes…

—¿Se trataba de una disputa por el poder? —preguntó Irene.

—Si quiere usted llamarla así, señorita, no pienso contradecirla.

—Algunos han dicho que todo el problema se debía, simplemente, a la envidia, la ambición y el esnobismo de Heisenberg —añadí yo.

—Sí, lo he oído.

—¿Y qué ocurrió entonces? —insistió Irene—. ¿Quién ganó?

—Lo natural: poco a poco las cosas tomaron su rumbo. Pronto, todos los físicos se valían de mi sistema para realizar sus estudios a pesar de que de puertas para afuera dijesen estar de acuerdo con Heisenberg —Erwin volvió a esbozar una sonrisa.

—Y entonces vino el enfrentamiento directo con él…

—En julio de 1926 Sommerfeld me invitó a exponer mis ideas en su
Kolloquium
de la Universidad de Munich. Acepté encantado. Al término de mi charla, un joven alto y rubio se levantó de su asiento y me increpó en voz alta. Me preguntó si pensaba que el resto de los grandes problemas físicos podrían derivarse de mis teorías. Desde luego, se trataba de Heisenberg, quien
por casualidad
estaba de visita en la ciudad. Ni siquiera tuve tiempo de responderle. Willy Wien, que moderaba la mesa, le dijo con una voz atronadora que todavía recuerdo: «Mire, joven, el profesor Schrödinger seguramente atenderá estas cuestiones en su momento. Debe usted comprender que ya estamos hartos de esa tontería de los saltos cuánticos». Furioso, Heisenberg abandonó la sala y, como un niño regañado que busca la protección de su hermano mayor, se apresuró a escribir a Bohr para contarle lo sucedido.

—¿Y cómo reaccionó éste?

—Como solía hacerlo —Erwin hizo un ademán incomprensible—. Me escribió para invitarme (casi diría que para obligarme) a visitarlo en Copenhague.

—¿Y usted accedió?

—¿Qué otra cosa podía hacer, querida Irene? —se lamentó Erwin—. Fue una de las experiencias más agotadoras de mi vida. Bohr es encantador, pero no cuando uno lo tiene cerca todo el día. Si se obsesiona por algo es imposible detenerlo. Me alojó en su casa y me trató como a un prisionero, racionado a pan y agua hasta que terminase de responder a su interminable interrogatorio. Se convirtió en una fiera implacable; no estaba dispuesto a concederme ni el menor respiro si no me mostraba de acuerdo con él.

—¿De verdad fue tan terrible? —era la voz de Irene.

—Puedo jurarle, señorita, que no le desearía ese mal rato ni a mi peor enemigo. Yo le dije a Bohr lo que pensaba. Bohr objetó mi punto de vista una y otra vez. Por fin logró exasperarme y no dudé en exclamar que lamentaba haber tenido cualquier cosa que ver con la mecánica cuántica… Sólo entonces se tranquilizó un poco y añadió, conciliador: «Nosotros, en cambio, estamos muy agradecidos por ello; la mecánica ondulatoria, con su claridad y simpleza matemáticas, es un progreso gigantesco…», y así por el estilo…

—¿Llegaron a alguna conclusión?

—Seguimos discutiendo día y noche sin avanzar un ápice —contestó Erwin, exhausto—. Al cabo, Bohr consiguió volverme loco. Caí brutalmente enfermo y, de no ser por los cuidados de la gentil Margrethe, hubiera deseado morir allí mismo. Tenía una fiebre altísima y apenas podía mantenerme consciente, pero ello no impidió que Bohr se sentase al pie de mi cama para seguir martirizándome: «Pero, Schrödinger, tiene que comprender…». Estas palabras aún me producen escalofríos… Una verdadera tortura. Al final, yo ya no estaba seguro de si compartía su punto de vista o si, por el contrario, seguía conservando el mío… Al hablar con él todo se volvía tan nebuloso, tan
filosófico
, que no había forma de entender nada…

—Muy bien —exclamé yo al tiempo que producía un ruidoso aplauso—, creo que nuestro querido profesor Schrödinger no merece una repetición de su amarga experiencia con Bohr. ¿Por qué no vamos a comer y continuamos con esta charla mañana?

—Es lo más sensato que ha dicho hoy, Links —secundó Erwin. Y luego, dirigiéndose a Irene—: Además, yo también tengo preguntas que hacerles… No quiero que la señorita piense que sólo me interesa la física, ¿verdad?

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