El balneario era un bello lugar de descanso, imbuido de un decadente gusto
fin-de-siècle
, lleno de arbotantes y adornos recargados de impronta
Jugendstil
. Por lo demás, como yo suponía, en aquella época del año, y en las condiciones de guerra en las que nos hallábamos, el hotel estaba prácticamente vacío. Era el sitio perfecto para apartarse del mundo o, en otro sentido, para construir un mundo paralelo. Las habitaciones, amplias y pulcras, daban a un pequeño jardín y, según me aseguré de comprobar, se comunicaban por medio de una puerta interior que normalmente permanecía cerrada pero que, por fortuna, no tenía llave.
El primer día lo pasamos conversando animadamente al mismo tiempo que realizábamos breves excursiones por los alrededores. A lo lejos, los montes nevados nos protegían como las murallas de un gigantesco castillo. El frío, sin embargo, nos obligaba a regresar junto al fuego de la chimenea del salón principal, en donde llegábamos a involucrarnos en partidas de naipes con una pareja de ancianos —los únicos huéspedes además de nosotros— que contribuían a crear la sensación de intemporalidad que empezaba a cercarnos. El restaurante, por fortuna, aún ofrecía comida de primera. Nuestro contacto con el mundo exterior se reducía a una vieja radio que el encargado del balneario sintonizaba todas las tardes para escuchar los partes de guerra.
En medio de las charlas, las bromas y las carcajadas eventuales, yo me esforzaba en distinguir algún desliz entre las dos mujeres, una mirada cómplice o una caricia furtiva, pero, de nuevo, fui incapaz de descubrir nada; aun así, no pensaba dejarme vencer. La tarde del tercer día fue decisiva. El frío había disminuido un poco y yo, contrariando las intenciones de las dos mujeres, anuncié que me disponía a dar un largo paseo. Tal como esperaba, ellas se disculparon —odiaban salir después del almuerzo— y me dijeron que se quedarían a reposar. Era el momento que yo había estado esperando.
—Regresaré dentro de un par de horas —les dije, y tomé un voluminoso libro para demostrarles que pasaría un buen rato lejos de ellas.
Desde luego, no me alejé más que unos cientos de metros. Cuando me hube cerciorado de que nadie me veía, regresé al hotel por la parte trasera y me introduje en la habitación vacía que estaba al lado de la de Natalia. No pasó mucho tiempo antes de que las dos mujeres regresaran del salón. ¿Imaginarían que les tendía una trampa? Por sus risitas entrecortadas deduje que no. Ambas entraron y comenzaron a charlar sobre temas diversos hasta que se instaló entre ellas un silencio ineluctable. ¡No me había equivocado! Esperé unos minutos y luego entreabrí la puerta que me separaba de ellas. Lo que vi entonces fue uno de los espectáculos más maravillosos y turbadores de mi existencia.
Marianne se encargaba de desnudar pausadamente a Natalia. Ambas permanecían de espaldas a mí, mi esposa de pie y la esposa de mi amigo sentada sobre la cama. Mientras le desabrochaba el vestido, Marianne se detenía a besar el cabello de su compañera, la acariciaba y luego recorría su cuello blanquísimo con los labios humedecidos. Natalia, en tanto, le tomaba la mano y, hasta donde pude darme cuenta, también la besaba. A continuación intercambiaron papeles —en realidad no se desnudaron del todo, como si previesen mi llegada repentina, sino que se limitaron a aflojarse las ropas— y fue Natalia quien comenzó a desabotonar la blusa de Marianne. Entonces las dos se dejaron caer sobre la ancha cama, riendo, y comenzaron a retozar entre besos y caricias como un par de cachorros que se revuelcan sobre la nieve.
Soy incapaz de describir las sensaciones que me embargaron en esos instantes: rabia, excitación, celos, ternura… No sabría qué más añadir. Yo mismo me había encargado de preparar la escena, como si fuese un director de teatro o el jefe de un laboratorio, y no podía quejarme de los resultados. Si de algo estaba seguro, era de que no iba a interrumpirlas, desbaratando el increíble cuadro que me había sido concedido contemplar. Durante el resto de la semana hice lo que estaba en mis manos para lograr que el milagro se repitiese cada tarde. Y, en cada caso me sentía más extraño y, a un tiempo, más feliz de haber provocado aquella reacción. El solo hecho de mirar la espalda desnuda de Natalia, su cabello rojizo revuelto y enredado, su piel sudorosa y sus manos sobre los pechos de mi mujer bastaba para conducirme a un estado que no dudo en comparar con el éxtasis. ¿Cómo no admirarlas? ¿Cómo no glorificar aquella azarosa conjunción, aquel extraño emparejamiento que, en gran medida, yo había creado? Pero, también, ¿cómo no sentirme como el más miserable de los hombres, engañado en sus propias narices, cornudo por partida doble,
voyeur
pretencioso y masoquista?
Creo no equivocarme al afirmar que regresamos a Berlín transformados. Ninguno de los tres era idéntico a como había salido de ahí una semana atrás. Quizás ellas se hubiesen besado antes, pero estoy seguro de que nunca habían disfrutado de la libertad erótica que gozaron en el balneario de Baviera. Y, por lo que a mí respecta, observarlas juntas durante Quenas tardes también me había cambiado profundamente: aunque no sabía qué iba a hacer a continuación, estaba seguro de que sería algo drástico, una decisión que no sólo transformaría mi forma de ver el mundo, sino que alteraría profundamente el resto de mi vida. Tuve razón.
Dublín, marzo de 1947
Lo único que pudo conseguir Bacon fue que un destartalado avión militar nos trasladase desde Hamburgo hasta Dublín en una de las escalas que hacía de regreso a Estados Unidos. Era un armatoste feo y mugriento; según nos dijeron los miembros de la tripulación, sus condiciones eran inmejorables, ya que durante la guerra había volado un número de horas relativamente pequeño.
—¿Y eso por qué? —me atreví a preguntar—. ¿Les sobran cacharros como éste?
—Al contrario —rió el muchacho; un furioso ataque de acné había transformado su rostro en un campo minado—. Lo que sucede es que, antes de emprender cada misión, siempre tenía fallos de última hora.
Después de este tranquilizador comentario, los nervios comenzaron a punzarme, recordándome que no debía haber emprendido aquel viaje. Mis náuseas se acentuaron cuando al fin se presentó el teniente Bacon acompañado por Irene. En realidad no me atrevo a describirla físicamente: desde el inicio sus modales y su vulgaridad hicieron que la mantuviese apartada de mi vista aun en las pocas ocasiones en que llegamos a intercambiar alguna palabra. Lo único que puedo decir es que usaba una colonia barata —quizás Frank mismo se la habría regalado— y que el tono de su voz no parecía alemán, sino eslavo.
—Profesor, déjeme que le presente a Irene —me saludó Bacon, entusiasmado.
—
Enchanté
—escupí yo por compromiso.
—Éste es el profesor Links, de quien tanto me has escuchado hablar. Es el cerebro de nuestra misión.
La mujer me revisó de pies a cabeza, acaso demasiado acostumbrada a la meticulosa y especializada tarea de escoger besugos en el mercado.
—Qué tal —musitó, extendiéndome la mano. Yo no tuve más remedio que estrechársela.
Una vez en el avión —por dentro era más bien una bodega de aceitunas: no había sillones, sino sólo unas cuantas butacas apiladas a lo largo de las paredes y una oscuridad bastante incómoda—, traté de alejarme lo más posible de la feliz pareja, aunque los obstinados tripulantes de la nave insistieron en que nos sentásemos juntos, en fila. Por una deferencia incomprensible, Irene quedó en medio de los dos.
—¿Cuánto tiempo durará el viaje? —inquirí, angustiado, queriendo decir en realidad: ¿cuánto tiempo tendré que soportar a esta mujer a mi lado?
—Unas cuatro horas.
¿Podrían darme un somnífero, por favor? Bueno, al menos había llevado un ejemplar de los
Pensamientos
de Pascal y podría pasarme todo ese tiempo hojeándolo… si el vértigo me lo permitía.
—Tengo entendido que usted tiene un hijo pequeño —le dije, para demostrarle que no tenía nada contra ella.
—Johann —repuso con fingido orgullo—. He tenido que dejarlo con su abuela… Lo voy a extrañar tanto…
Por fortuna, Pascal me esperaba.
Los motores se encendieron, produciendo un estrépito intolerable, y pronto comenzamos a movernos. Me sentía en el interior de una hormigonera.
—¿Tiene usted miedo a volar?
—Lo soporto.
A lo largo de las interminables horas del viaje, ella y Frank estuvieron charlando cariñosamente, con las manos entrelazadas como si formasen una pareja de recién casados que se dirigen a su paradisíaca luna de miel. En cuanto yo levantaba los ojos de mi lectura, me encontraba con el odioso espectáculo de sus lenguas amarradas o de sus manos inspeccionando zonas poco ortodoxas. ¿Eso era el amor para ellos? ¿Un montón de arrumacos en las alturas?
Llegamos a Dublín cerca de las ocho de la noche. Nos recibió un enviado del Instituto, quien nos condujo hasta el pequeño hotel en el cual habríamos de hospedarnos. La mala suerte determinó que mi habitación quedase justo al lado de la que habían escogido Bacon e Irene y, como era de esperar, el muro que nos separaba era lo suficientemente delgado como para que toda la noche yo no tuviese otra opción que escuchar sus grititos y gemidos, convertido en pornógrafo a la fuerza. Todos mis intentos de dormir se vieron frustrados por sus estentóreos estallidos de pasión —¿es que Frank no se daba cuenta de que esos lamentos tenían que ser fingidos?— y, en la duermevela, no dejaba de aparecérseme esa grotesca mueca que Irene debía realizar en el momento del supremo placer carnal. Creo que ni siquiera es necesario decir que a la mañana siguiente, cuando nos reunimos con Schrödinger, yo apenas estaba en condiciones de atender la charla, convertido en un zombi disfrazado con la palidez de un cadáver.
Vienés de pura cepa —había nacido en 1888 y era, por lo tanto, trece años mayor que élchrödinger era el reverso exacto de Heisenberg: afable y mujeriego,
dandy
y
bon vivant
, con una filosofía de la vida fundada en el vals de Strauss,
Vino, mujeres y canciones
. Si Heisenberg era una especie de estoico de la física, Schrödinger representaba su lado hedonista. Sus carreras se habían desarrollado de modo opuesto: mientras Schrödinger había pasado su juventud sin echarle siquiera un vistazo a la nueva teoría cuántica, Heisenberg prácticamente se había formado con ella; del mismo modo, mientras el vienes era sólo un modesto profesor en la Universidad de Zúrich cuando empezó a publicar sus primeros descubrimientos importantes, Heisenberg era una especie de niño prodigio, mimado y protegido por las grandes figuras de la física desde la adolescencia. De esta manera, Heisenberg alcanzó la celebridad a los veinticinco años, en tanto que Schrödinger contaba ya con treinta y siete.
A principios de 1934, Schrödinger había visitado Princeton, pero entonces Bacon sólo había tenido oportunidad de verlo durante una de sus conferencias. Aunque era un profesor claro y preciso, a veces prevalecía su condición de hombre estrafalario: se sabía que viajaba a todas partes en compañía de su esposa, Anny, y de su amante, Hilde March —la mujer de uno de sus ex alumnos—, y a lo largo de su viaje por Estados Unidos no había hecho otra cosa que quejarse del modo de vida norteamericano. En Princeton, Schrödinger se hospedó en el Graduate College, un viejo edificio similar a los que había en Oxford, provisto de un salón de comunes y un gran refectorio medieval. Ahí, Bacon había intentado verle de nuevo, pero el profesor se sintió indispuesto —alguien dijo que había detestado la comida— y poco después regresó a Inglaterra, donde vivía por entonces. Al llegar allá, se refirió a su experiencia en Estados Unidos afirmando que le era imposible vivir en un lugar en el cual el mejor vino era de quinta categoría.
A pesar de todo, Bacon recordaba a Schrödinger como uno de los mejores conferenciantes que había escuchado en su vida, muy lejos de los encorsetamientos académicos a los que estaba acostumbrado. Por este motivo deploró que, al final de su viaje, Schrödinger rechazara las invitaciones tanto de la Universidad como del Instituto de Estudios Avanzados para quedarse en Norteamérica. Después de eso, le había perdido la pista. Schrödinger permaneció en Oxford hasta 1936, cuando tuvo la pésima ocurrencia de regresar a Austria para ocupar la cátedra que le ofrecía la Universidad de Graz. Cuando su patria fue anexionada al Reich alemán en 1938, Graz fue una de las ciudades que con mayor entusiasmo apoyaron a las tropas nazis. A partir de entonces, Schrödinger —acompañado por su extravagante familia— inició una penosa odisea terrestre hasta que al fin pudo embarcarse rumbo a Gran Bretaña.
A invitación de Eamon de Valera, el
Taoiseach
(primer ministro) de Irlanda, Schrödinger había aceptado la tarea de fundar en Dublín un Instituto de Estudios Avanzados a imagen y semejanza del de Princeton, el cual se encargaría de dirigir en su parte científica. Schrödinger llegó a Dublín el 7 de octubre de 1939 —justo a tiempo para escapar de la guerra—, sólo un par de meses después de que el
Dail
(parlamento) aprobase la creación del Instituto, aunque no sin las quejas de la oposición, la cual veía la medida como un acto egocéntrico de De Valera en un período particularmente difícil para Europa. A partir de entonces, Schrödinger disfrutó de una paz que muy pocos de sus colegas disfrutaron en esos años. A pesar de la escasez y del temor, Irlanda se mantuvo alejada del conflicto, de modo que el maduro físico pudo dedicarse a perfeccionar sus lecturas de los Vedas, a pergeñar artículos físicos y filosóficos, a convivir con su excéntrica familia —a las dos mujeres adultas se había sumado Ruth, la hija que había tenido con Hilde, pero a la cual Anny también cuidaba con esmero— y a planear sus nuevas conquistas amorosas.
En el primer acto de la ópera homónima de Mozart, Leporello, el fiel sirviente de Don Giovanni, canta —y cuenta— los triunfos de su amo:
Madamina, il catalogo è questo,
delle donne ch'amò il padrón mío.
Un catalogo eglièche ho fatt'io.
Osservate, leggete con me.
¿Cuántas fueron las mujeres que Erwin llegó a colocar bajo sus sábanas? ¿Seré tan hábil como Leporello para establecer un catálogo veraz de sus conquistas? ¡Un hombrecillo más bien feo y delgaducho, con unos enormes anteojos circulares que le cubrían media cara, convertido en un
latin lover
de la ciencia! Había que verlo para creerlo. Erwin nunca supo con exactitud qué le apasionaba más: las mujeres o la física. En todas las ciudades por las cuales viajó —y fueron muchas: Viena, Zúrich, Berlín, Oxford, Graz y Dublín, por no mencionar aquellas en las que sólo estuvo de paso— dejó una estela de conquistas que podría hacer las delicias de un novelista erótico. Era un pícaro disfrazado de erudito, un sátiro con los modales de un caballero, un priápico obsesivo que se escudaba detrás de sus rasgos anodinos. Al verlo, uno no podía dejar de preguntarse cómo le daba tiempo a inventarse aventuras con tantas mujeres, cómo era capaz de hacer que ellas se volviesen locas por él y qué insana composición anímica le permitía enamorarse de cada una de sus conquistas. Y si he empleado la palabra
enamorarse
ha sido deliberadamente: Erwin hubiese podido jurar sobre la Biblia que, si no a todas, al menos a gran parte de las mujeres con las que había mantenido relaciones sexuales había llegado a amarlas con ternura. ¿Dos durante un mismo mes? Por cierto. ¿Y tres? Claro. ¿Cuatro incluso? Hasta seis… Su corazón parecía irradiar una energía incansable emulando un imposible motor perpetuo, siempre listo a incrementar su recuento de candidatas.