—¿Qué hizo Heisenberg entonces?
—Nunca he conocido a nadie que ame tanto a su país como él —dijo Von Laue sin sentimentalismo—. No iba a marcharse de Alemania sólo porque Stark lo injuriase de aquel modo. Decidió pelear, por los canales que permitía el régimen, para limpiar su nombre. La batalla fue lenta y dura. Heisenberg salió profundamente desgastado de ella.
—Pero a fin de cuentas Heisenberg venció —musité yo.
—Una victoria pírrica, profesor Links. Sí, obtuvo el compromiso por parte de las autoridades nazis de impedir nuevos ataques de Stark, e incluso pudo responderle en un nuevo artículo publicado en el
Volkische Beobachter
, pero a la larga nunca le fue asignada la cátedra de Munich. Stark y Lenard fueron los culpables de esta injusticia, así como de la mayor parte de los males que sacudieron a la ciencia alemana en aquellos años.
—¿Piensa usted que el poder que ejercían ellos bastaba para controlar la vida científica de todo el país? —preguntó Bacon.
—Alemania era un entramado de distintas oficinas que tenían las mismas funciones y que competían entre sí. Desde luego, la influencia de Stark y Lenard, desde el Instituto Imperial Físico Técnico, la Fundación para la Investigación, el Instituto de Heidelberg y las diversas cátedras que controlaban, era muy fuerte, pero se veía contrarrestada por las otras dependencias nazis involucradas en la investigación científica: el ministerio de Educación de Rust, las SS de Himmler, el ministerio del Interior de Frick y, desde luego, el Consejo de Investigaciones Científicas de Göring, por no hablar del esfuerzo que realizamos muchos físicos independientes.
—Pero aun así, ¿usted podría decir que Stark era el físico más cercano al poder nazi? ¿Hitler lo consideraba su asesor científico personal?
—Sin duda.
—¿A pesar de la oposición que se desarrollaba contra él?
—Sí, a pesar de ello. Era el físico más poderoso de Alemania.
Tras la conversación con Von Laue, volví a reunirme con Bacon al día siguiente. Su semblante malhumorado no anunciaba nada bueno. Disfrutaba de un aire de superioridad que me enervaba.
—A pesar de los comentarios de Von Laue, Stark no puede ser Klingsor —me recriminó de entrada—. Recuerde las palabras de Planck:
era uno de nosotros
. La mayor parte de la comunidad científica siempre pensó que la
Deutsche Physik
era un invento espurio, una transposición de la política, un ardid y una mezquindad.
—Pero Von Laue nos aseguró que Stark era el hombre de ciencia más importante de Alemania —repuse, convertido en súbito abogado del diablo—. Hitler lo protegía.
—Quizás no lo fuese tanto —sugirió Bacon con suspicacia—. Tenemos que considerar un nuevo elemento. No sé si usted estuvo al tanto, pero poco antes del inicio de la guerra, Stark fue sometido a un proceso para ser expulsado del Partido.
Bacon salió un momento de su oficina y regresó con un joven oficial que llevaba un grueso fajo de papeles.
—Fue una casualidad enterarme de que el sargento Johnson se ha dado a la tarea de recopilar el archivo sobre el partido nazi utilizado durante los juicios de Núremberg —Bacon hizo una pausa—. Sargento, le presento al profesor Gustav Links.
—Encantado —dijo Johnson con una voz aflautada, de niño. No debía de tener más de veinte años. Aún tenía espinillas dispersas sobre el rostro lampiño y terso, y sus modales hacían ver que no estaba acostumbrado a tratar con civiles.
—Siéntese, sargento —le indicó Frank, y él se colocó al otro lado del escritorio—. Léanos su informe, por favor.
Johnson se aclaró la voz, pero aun así no mejoró mucho su entonación. Hablaba con dificultad a pesar de que se notaba que era un muchacho brillante. Cuando se trababa, volvía a mirar las páginas mecanografiadas que sostenía con manos temblorosas como si recitase la particella de una ópera.
—Todo el asunto comenzó por culpa de un tal Endrös —comenzó Johnson—. Un tipo deshonesto, no muy distinto de muchos de los
pequeños Hitlers
que habían tomado posiciones importantes en Alemania a partir de 1933. Éste era amigo de otro hombre, llamado Karl Sollinger, un estafador ligado a Adolf Wagner, el
Gauleiter
(líder del Partido) de Traustein, la región en la que residía Stark. El físico se sentía una especie de portavoz de los pobladores de la zona, de modo que no dudó en enfrentarse a Sollinger y a Wagner por las faltas a la moral y a la ley que éstos cometían, denigrando la imagen del Partido. Pero Wagner no estaba dispuesto a ser ridiculizado y a su vez acusó a Stark de traición al Partido.
—Tome aire, sargento —le dije, tratando de aliviar su tensión.
—¿Se da cuenta, profesor? Stark se creía omnipotente, una especie de enviado especial del Führer, y de pronto un mero líder regional del Partido es capaz de meterlo en apuros —intervino Bacon.
—A Hitler le tenían sin cuidado los pleitos entre sus subordinados, teniente —me defendí—. Pero ello no significaba que Stark perdiese su influencia científica…
—No lo dudo, profesor —insistió Frank—. Pero aún tiene que escuchar otros datos importantes. Continúe, Johnson.
—Al final —prosiguió el sargento—, el asunto fue decidido por la Corte del Partido en Berlín: fue una especie de empate técnico entre Stark y Wagner. Pero lo realmente grave del asunto fueron las consecuencias que la polémica tuvo para Stark: a la larga, le costó su posición en el Pondo para la Investigación del Reich después de un intenso conflicto con la Ahnenerbe, el departamento de investigaciones científicas de las SS.
—Por si no tuviera bastantes problemas, ahora Stark se enfrentaba ni más ni menos que a Himmler —explicó Bacon—. Y el resultado fue desastroso.
—La Ahnenerbe tenía prioridad absoluta en el Reich —concluyó Johnson—. Por ello, era imperativo hacer que Stark renunciase a su puesto. Después de que Himmler expusiese públicamente uno de los proyectos más desastrosos aprobados por la administración de Stark, a éste no le quedó otro remedio que aceptar un trato: renunciar a la presidencia del Fondo con tal de permanecer al frente del Instituto Imperial Técnico Científico. De cualquier modo, era evidente que su influencia había declinado. En las numerosas cartas que le envió a Philipp Lenard, Stark no paraba de quejarse. Según él, se había empeñado en una larga y estéril lucha contra la burocracia nazi y había terminado sucumbiendo ante ella.
—Gracias, sargento, sus palabras han sido muy valiosas para nosotros.
—A sus órdenes, teniente.
Johnson le dirigió un saludo marcial y salió con rapidez.
—De acuerdo, Frank, me ha convencido —acepté—. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Eso quiero preguntarle yo a usted, profesor —dijo Bacon con un tono amargo—. Estamos otra vez frente a un callejón sin salida.
—Podríamos entrevistarnos con Stark… —sugerí.
—No creo que nos lleve a ninguna parte.
—Opino igual.
—¿Entonces?
—¿Quiere que yo le responda?
—Así es —musitó Bacon—. Sólo usted puede hacerlo, profesor. Así que se lo pregunto de nuevo. ¿Adónde dirigirnos ahora?
—Quizás Stark no sea Klingsor, como usted dice, pero no tenemos que lamentarlo sino alegrarnos por ello.
—Explíquese.
—Se lo dije antes. Desde el principio teníamos dudas de que él fuese nuestro hombre, pero también desde entonces sabíamos que, por la naturaleza de su trabajo, inevitablemente Klingsor y Stark debieron mantener algún tipo de relación. Si Klingsor no era uno de los físicos que defendían la
Deutsche Physik
, necesariamente tiene que ser alguien que pertenecía al bando contrario. Usted acaba de decirlo. La consecuencia lógica de esta parte de nuestra investigación es…
—Que Klingsor era uno de los enemigos de Stark —interrumpió Bacon.
—Eso creo.
—Lo que usted propone es terrible.
—E inevitable, teniente.
—¿Y en quién está pensando, profesor?
—Considere esto, Frank —traté de calmarlo—. ¿Quién era el mayor enemigo de Stark durante todos estos años?
—¿Heisenberg?
—Usted lo ha dicho.
—¿Me amas?
¿Hacía cuánto tiempo que Frank no escuchaba a una mujer exigiéndole que contestase a esta pregunta? ¿Cuántos años habían pasado desde su fallida boda con Elizabeth? ¿Hacía cuánto tiempo que no había vuelto a saber de Vivien? A diferencia de Elizabeth, su convivencia con Irene fluía de modo natural, sin presión alguna. Y lo más importante era que, de modo opuesto a Vivien, su relación se basaba tanto en las palabras que intercambiaban como en el fragor de sus cuerpos sobre el lecho. Irene era inteligente y vivaz, y se mostraba interesada en el trabajo de Bacon, sus progresos, las nuevas rutas que iba tomado su investigación. Él, por su parte, había comenzado a considerarla como una especie de confidente amiga tanto como amante —algo que no le había sucedido con Elizabeth y mucho menos con Vivien—, y esperaba cada día con impaciencia la hora de encontrarse con ella.
Irene había procurado no agobiar a Frank con preguntas personales y sólo ahora que estaba razonablemente segura de sus sentimientos se había atrevido a enfrentarse a él. Para ella, él no sólo era un consuelo y un apoyo, alguien en quien confiar en los momentos de soledad o de desesperación: Bacon representaba, asimismo, la posibilidad de una vida nueva, mejor, al margen de las privaciones del pasado. Por ello ya no había podido continuar en silencio, ocultando sus dudas en aras de una comodidad que se había vuelto indispensable. En algún momento tenía que atreverse, y cuanto antes mejor. No quería retener a Frank, ni intentaba cazarlo como hacían tantas mujeres alemanas con soldados norteamericanos en aquella época; simplemente necesitaba conocer lo que él sentía.
—¿Me amas? —repitió.
Él se irguió un momento, recostándose sobre la almohada, tratando de ganar tiempo. Temía contestar porque, en el fondo, no conocía la respuesta.
—Habla sin miedo, por favor —insistió ella, acariciándole el cabello—. En caso de que no sea así, me gustaría saberlo, eso es todo…
—Creo que sí… —se esforzó Bacon—. Disculpa, todo ha sido tan rápido… Nunca me había sentido así con alguien, puedo jurarlo, es la primera vez que tengo la confianza suficiente para hablar sin cortapisas, sin temores… No sabes cómo te lo agradezco…
—No quiero tu agradecimiento, sino tu amor. Has dicho que crees que me amas y eso a mí no me basta. ¿Es que no sabes si me amas o no? Quiero una respuesta concreta, Frank, eso es todo. Sólo quiero saber a qué atenerme… Sea lo que fuere, yo seguiré contigo mientras tú quieras…
¿Me amas, Frank?
¿La amaba? ¿Podía saberlo? Es fácil comprobar que uno está enamorado: es una sensación física tan reconocible como el dolor de cabeza, la fiebre o el vómito… Se siente en el cuerpo como una enfermedad o un sobresalto. ¿Pero amar? Eso está más cerca de la fe —y, por lo tanto, de la mentira— que de la convicción.
—Sí —respondió Bacon con el tono más firme que pudo fingir, y procedió a estrechar a Irene entre sus brazos…
—Repítelo.
—Te amo, Irene.
Él comenzó a besarle la frente, la nariz, los párpados, poco a poco la cubrió con su cuerpo, apoderándose de ella, distrayendo su mente con el leve bamboleo de la cama. Las caricias de Bacon eran como mordazas, sutiles formas de implorar silencio, de pedirle que, por favor, no siguiera hablando. Pero, en cuanto volvieron a la calma del principio, ella reincidió.
—¿Estás seguro?
¡Dios mío, qué tortura! ¿Cuántas veces quería que se lo dijera? Frank, agotado, trató de eliminar su incomodidad y volvió a responder con firmeza, como si expresase una verdad evidente.
—Sí, te amo.
Te amo
…
—Entonces quiero que me prometas algo.
Los ojos de Irene se clavaron en las pupilas de Frank. Él sentía que ella lo atravesaba con la mirada, que lo fulminaba como una especie de diosa enfurecida.
—¿Más?
—Si realmente me amas, sí —exclamó Irene, sosteniendo los hombros de Bacon y uniendo su frente con la de él—. Tienes que prometerme una cosa, Frank. Sólo una.
—Te escucho.
—Se trata de algo muy serio —él sentía las uñas de Irene clavadas en su piel.
—De acuerdo.
La joven se quedó en silencio, comprobando la fidelidad de su amante.
—Prométeme que siempre confiarás en mí.
—¿Eso es todo? —sonrió él—. Ya había comenzado a preocuparme…
—Promételo, Frank —suplicó ella.
—Lo prometo, ¿de acuerdo?
—Debes saber que yo te amo —murmuró Irene, entre lágrimas—. Y no te lo digo para retenerte o para que tú me ames a mí, sino porque es verdad. Quiero que lo sepas.
—Yo también te amo, ya te lo he dicho…
—¿Siempre vas a confiar en mi amor?
—Siempre.
Ahora fue ella quien lo cubrió con su cuerpo. Pasó lentamente las Manos por su rostro y por su cuello mientras iba acariciándole las piernas con la punta de los pies. Luego lo besó en los labios con fuerza, casi Mordiéndolo, sellando un pacto de sangre. Frank sentía cómo los senos de Irene rozaban su pecho, cómo el pubis de ella se adentraba en sus caderas, cómo se disponía a adorarlo en medio de un intenso rito erótico, una antigua ceremonia germánica. Nunca había visto una devoción, una ternura, una fortaleza semejantes. No estaba sorprendido, sino extasiado. Como si se tratase de un cuerpo inerte, de un cadáver, Frank se abandonó completamente a los deseos de su amada. Ahora ella era el único motor del universo, la encarnación misma del movimiento, la armonía de las esferas… Cuidadosa y violenta, Irene se apoderaba de sus fantasías y, dominando cada una de las partes de su cuerpo, extraía placer y dolor de las zonas más insospechadas, convirtiendo a su amante en deseo puro, en energía…
—Te amo —alcanzó a decir Frank antes de que ella terminara de hechizarlo.
Era la primera vez en su vida que lo decía con sinceridad.
—Puede ahorrarse el trabajo de buscar su expediente —le dije a Bacon con aplomo—. Estoy seguro de que yo podré decirle más cosas sobre Heisenberg de las que usted puede encontrar ahí.
—¿Cuánto tiempo trabajó usted como su asistente?
—¡Jamás fui asistente suyo! Yo soy matemático, no lo olvide, así que colaboraba con él, pero nunca estuve bajo sus órdenes.
—No quise ofenderlo…
—Trabajamos juntos para el proyecto atómico desde 1940 hasta 1944…
—Cuando usted fue detenido.