Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
P
ABLO
N
ERUDA, «El fantasma del buque de carga»,
Residencia en la Tierra
, I
Toujours avec l'espoir de recontrer la mer
,
Ils voyageaient sans pain, sans bâtons et sans urnes
,
Mordant au citron d'or de l'idéal amer
.
S
TÉPHANE
M
ALLARMÉ, «Le Guignon»,
Poésies
, 1898
H
AY muchas maneras de contar esta historia —como muchas son las que existen para relatar el más intrascendente episodio de la vida de cualquiera de nosotros. Podría comenzar por lo que, para mí, fue el final del asunto pero que, para otro participante de los hechos, pudo ser apenas el comienzo. Ni que decir que la tercera persona implicada en lo que voy a tratar de relatarles no podría distinguir ni el comienzo ni el fin de lo que ella vivió entonces. He optado, pues, por contar lo sucedido según mi personal experiencia y dentro de la cronología que en ella me tocó en suerte. Tal vez no sea la manera más interesante de enterarse de esta sin par historia de amor. Desde cuando la escuché, tuve la resuelta intención de contársela a alguien que, en esto de narrar las cosas que le pasan a la gente, se ha manifestado como un maestro. Por eso he preferido, mejor, ahora que la escribo para él —ya que contársela no me ha sido posible—, hacerlo de la manera más sencilla y directa para no arriesgarme por caminos, atajos y meandros que ni domino ni, en este caso, sería aconsejable intentar. Ojalá, con mi ninguna destreza, no se pierda aquí el encanto, la dolorosa y peregrina fascinación de estos amores que, por transitorios e imposibles, algo tienen de las nunca agotadas leyendas que nos han hechizado durante tantos siglos, desde Príamo y Tisbe hasta Marcel y Albertine, pasando por Tristán e Isolda.
Como lo que voy a narrar es algo que supe por boca del protagonista, no tengo otra alternativa que lanzarme por propia cuenta y con mis escasos medios a la tarea de ponerlo por escrito. Hubiera querido que alguien mejor dotado lo hiciera, no fue posible: los atropellados y ruidosos días de nuestra vida no lo permitieron. Quise dejar esta salvedad, que no ha de librarme, de seguro, del severo juicio de mis improbables lectores. La crítica ya se encargará, como es su costumbre, de cumplir con el resto y regresar al olvido estas líneas tan distantes del gusto que prima en nuestros días.
Tuve que viajar a Helsinki para asistir a una reunión de expertos en publicaciones internas de las compañías petroleras. Iba, en verdad, con muy pocas ganas. Finalizaba noviembre y los pronósticos del tiempo para la capital de Finlandia eran más bien sombríos. Mi admiración y familiaridad con la música de Sibelius y con algunas páginas inolvidables del más olvidado de los premios Nobel: Frans Eemil Sillanp , eran razones suficientes para alimentar mi curiosidad de conocer Finlandia. Me habían dicho también que, desde el extremo más avanzado de la península de Vironniemi, se alcanzaba a ver, en los días sin bruma, la mirífica aparición de San Petersburgo, con las doradas cúpulas de sus iglesias y la imponente maravilla de sus edificios. Estos eran argumentos suficientes para enfrentar la terrible perspectiva de un invierno como jamás antes había yo padecido. Helsinki estaba, en efecto, como paralizada dentro de un traslúcido e inviolable cristal, a cuarenta grados bajo cero. Cada ladrillo de sus edificios, cada ángulo de las rejas de sus parques sepultados en una nieve marmórea, cada detalle de sus monumentos públicos, se destacaban con nitidez incisiva, casi intolerable. Recorrer las calles de la ciudad era una hazaña con riesgos mortales pero con inquietantes compensaciones estéticas. Cuando insinué a mis compañeros de congreso que intentaba ir hasta el espolón ubicado más hacia el este del puerto, para divisar desde allí la capital de Pedro el Grande, todos me miraron como si fuera un insensato sin las menores posibilidades de sobrevivir. Durante una de las cenas de rigor, un colega finlandés, con cortesía no exenta de cierta cautela causada por la delirante desmesura de mi propósito, me previno de los peligros que tendría que enfrentar. «En ese sitio —me explicó— el viento corre dejando a su paso convertidos en bloques de hielo todos los obstáculos que se cruzan en su camino. Cualquier abrigo, por grueso y protegido que sea, de nada sirve en ese caso». Le pregunté si en un día de calma, de los muy raros en donde un efímero pero resplandeciente sol se hace presente, podría yo cumplir con mi sueño de ver, así fuera desde lejos, la Venecia del norte. Convino en que esto sería posible, siempre y cuando tuviese a mi disposición un vehículo listo a devolverme al hotel en el instante en que cambiara el tiempo. Cosa que en esa época podía suceder en breves minutos. Los representantes en Finlandia de mi compañía se encargaron de facilitarme el automóvil y de prevenirme con la anticipación necesaria de la inminencia de un día de sol.
La oportunidad se me ofreció mucho más pronto de lo que esperaba. Dos días después, recibí una llamada telefónica. Me anunciaban que al día siguiente pasarían por mí para llevarme al lugar en cuestión. Habría tres horas de sol sin una brizna de niebla, garantizadas por los meteorólogos de nuestra empresa. Con puntualidad ejemplar el auto me recogió al otro día en la puerta del hotel. Nos lanzamos por la avenida que rodea parte de la ciudad y conduce a las afueras hasta la zona de los muelles. El chofer no hablaba ningún idioma distinto del finés. Ni siquiera las cuatro palabras en un sueco de mi cosecha sirvieron para comunicarme con él. Tampoco tenía mucho que hablar con este auriga salido de las páginas del
Kalévala
. El trayecto, que había imaginado más largo, nos tomó escasos veinte minutos. Cuando descendí del auto el espectáculo me dejó sin habla. La transparencia del aire era absoluta. Cada grúa de los muelles, cada junco de la orilla, cada embarcación que cruzaba en un silencio irreal por las aguas inmóviles de la bahía, tenía una presencia tan neta que tuve la impresión de que el mundo acababa de ser inaugurado. Al fondo, con igual precisión, en una cercanía inconcebible, se alzaba la ciudad que construyó Pedro Romanoff para cumplir un delirio de autócrata genial y un sórdido propósito de astuto vástago de Iván el Terrible. Los blancos edificios y las relumbrantes cúpulas de las iglesias, los muelles de granito color sangre y los deliciosos puentes de estilo italiano que cruzan los canales, estaban al alcance de mi mano. Una inmensa bandera roja, ondeando sobre la fachada del almirantazgo, me regresaba a un presente cuya desleída necedad resultaba impensable en ese instante y en ese escenario sobrecogedor por la perfección de sus proporciones y la traslúcida presencia de un aire de otro mundo. Me senté en el borde del parapeto de granito que protegía la cinta asfáltica y, con los pies colgando sobre el espejo de acero de las aguas, quedé embebido en la contemplación de un milagro que estaba seguro de que nunca más se repetiría en mi vida. Fue entonces cuando, por primera vez, se me apareció el
Tramp Steamer
, personaje de singular importancia en la historia que nos ocupa. Sabido es que con este término se nombra a los cargueros de pequeño tonelaje, no afiliados a ninguna de las grandes líneas de navegación, que viajan de puerto en puerto buscando carga ocasional para llevar no importa adónde. Así malviven, arrastrando su lastimada silueta por mucho más tiempo del que pudiera hacernos predecir su precaria condición.
Entró de repente en el campo de mi vista, con lentitud de saurio malherido. No podía dar crédito a mis ojos. Con la esplendente maravilla de San Petersburgo al fondo, el pobre carguero iba invadiendo el ámbito con sus costados llenos de pringosas huellas de óxido y basura que llegaban hasta la línea de flotación. El puente de mando y, en la cubierta, la hilera de camarotes destinados a los tripulantes y a ocasionales pasajeros, habían sido pintados de blanco en una época muy lejana. Ahora, una capa de mugre, de aceite y de orín les daba un color indefinido, el color de la miseria, de la irreparable decadencia, de un uso desesperado e incesante. Se deslizaba, irreal, con el jadeo agónico de sus máquinas y el desacompasado ritmo de sus bielas que, de un momento a otro, amenazaban con callar para siempre. Ocupaba ya el primer plano en el irreal y sereno espectáculo que me tenía absorto y mi maravillada sorpresa se convirtió en algo muy difícil de precisar. Había, en este vagabundo despojo del mar, una especie de testimonio de nuestro destino sobre la Tierra. Un
pulvis eris
que resultaba más elocuente y cierto en estas aguas de pulido metal con la dorada y blanca anunciación de la capital de los últimos zares al fondo. A mi lado se alzaba el esbelto contorno de los edificios y muelles de la orilla finlandesa. En ese instante, una solidaria y cálida simpatía por el
Tramp Steamer
empezó a nacer dentro de mí. Lo sentí como un hermano desdichado, como una víctima de la desidia y la avidez de los hombres, a las que él respondía con su terca voluntad de seguir trazando sobre todos los mares la deslucida estela de sus lacerias. Lo vi alejarse hacia el interior de la bahía en busca de algún muelle discreto en donde atracar sin muchas maniobras y, tal vez, al menor costo posible. En la popa pendía la bandera de Honduras. Un nombre borrado por la acción de las olas dejaba ver apenas sus últimas letras:… ción. No era improbable que, por una ironía que más parecía befa, el nombre de este viejo carguero fuera el de
Alción
. Debajo del mutilado letrero se conseguía leer, no sin dificultad, el lugar de matrícula: Puerto Cortés. Mi limitada experiencia en las cosas del mar, en la inextricable y sórdida red de su comercio, me bastó, sin embargo, para no hacer necias consideraciones sobre los contrastes nacidos de esta aparición de un desastrado carguero del Caribe en medio de uno de los más olvidados y armoniosos panoramas de Europa septentrional. El carguero hondureño me había regresado a mi mundo, al centro de mis más esenciales recuerdos, nada tenía ya que hacer allí en el extremo de la península de Vironniemi. Por fortuna, el auriga parecido a Lemminkainen se me acercó para indicarme el cielo en el que se amontonaban, con vertiginosa premura, las nubes plomizas indicadoras de un inminente cambio de temperatura. De regreso al hotel, mis colegas me interrogaron sobre la experiencia de la que tanto había hablado y tanto esperaba. Salí del paso con unas pocas palabras tan convencionales como anodinas. El
Tramp Steamer
me había dejado en una realidad tan ajena a este presente escandinavo y báltico, que más valía callar. En verdad, había poco que decir. Allí al menos.
La vida hace, a menudo, ciertos ajustes de cuentas que no es aconsejable pasar por alto. Son como balances que nos ofrece para que no nos perdamos muy adentro en el mundo de los sueños y de la fantasía y sepamos volver a la cálida y cotidiana secuencia del tiempo en donde en verdad sucede nuestro destino. Esa lección la recibí poco más de un año después de mi visita a Finlandia y del encuentro que allí tuve, encuentro que vino a incorporarse a la recurrente e inexorable materia de mis pesadillas. Estaba en Costa Rica como asesor de prensa de una comisión de técnicos de Toronto que realizaba un estudio para la construcción de un oleoducto, no recuerdo ya desde qué puerto hacia el interior. Un par de amigos que había hecho en una accidentada sesión itinerante de alcohol y cabarets de nota más que dudosa, me había invitado en San José a un paseo en yate por la bahía de Nicoya en Punta Arenas. Acepté, encantado de librarme de la insulsa conversación de mis compañeros de trabajo y de las interminables rememoraciones de sus hazañas en el golf, asunto que me suscita una náusea inmediata. Uno de los invitantes, de nombre Marco, con el que recordaba haber compartido la noche anterior no pocas teorías sobre el alcohol y sus consecuencias en varios campos de la conducta, pasó por mí en su automóvil. En poco más de una hora estaríamos en Punta Arenas. El dueño del yate nos esperaba allí con su esposa que se había sumado al paseo. Algo en las palabras de Marco me indicó que había otros datos al respecto que se guardaba, tal vez para darme alguna sorpresa. Contuve mi curiosidad y en evocaciones de nuestro
non sancto
periplo de la noche anterior ocupamos el resto del camino. Al llegar a Punta Arenas volví a encontrarme con las aguas del Pacífico, siempre grises y siempre a punto de cambiar de humor; iguales desde Valparaíso hasta Vancouver. Hacía un calor intenso y húmedo que distendió mis nervios y me dispuso a disfrutar plenamente de la excursión marina sobre la que me había hecho bastantes y, luego pude constatarlo, muy justificadas ilusiones. La casa del dueño del yate tenía ese aspecto entre destartalado y acogedor tan común en las costas de nuestros países. El mobiliario heteróclito había sido reunido, evidentemente, acudiendo a sobrantes de casas de la familia en San José. El refrigerador estaba lleno de cervezas, varias latas de caviar y esos inevitables envoltijos en hoja de plátano que, con el nombre de tamales, cubren una variedad innumerable pero igualmente incomible de masa de maíz y, en el interior, nunca sabe uno qué peligroso elemento que puede ir desde la carne de armadillo hasta la de pavo salvaje. Fuimos llevando todo al yate, cuya imponente presencia alcanzaba a hacer sombra en los patios de la casa. A una señal del dueño subimos por la escalerilla, de la cual nos ayudaba a bajar a cubierta un negro gigantesco y sonriente cuyos breves comentarios indicaban una inteligencia muy despierta y un humor imbatible. Los motores se pusieron en marcha bajo el mando del dueño, asesorado por el negro. De repente, unos gritos de mujer —«¡Ya voy, ya voy! ¡Espérenme, carajo!»— nos hicieron mirar hacia el fondo de casa. Desde allí corría hacia nosotros una mujer vestida con uno de los más escuetos bikinis que recuerdo. Alta, de hombros ligeramente anchos y piernas largas, ágiles, que remataban en unos muslos ahusados y firmes. El rostro tenía esa hermosura convencional pero inobjetable lograda merced a un maquillaje bien aplicado y a unas facciones regulares que no necesitan tener una notoria belleza. A medida que se acercaba a la barca era más evidente la perfección de ese cuerpo de una juventud casi agresiva. Detrás de ella corría un niño de seis o siete años. Saltaron al yate con una elasticidad de gamos. Ella saludó entre sonriente y sofocada y obligó a su hijo a que hiciera lo propio. «Si me llegan a dejar se mueren de hambre, huevones. Sólo yo sé dónde está la comida y en qué orden se sirve». Reía, regocijada, mientras el marido, frunciendo ligeramente el ceño, simulaba ocuparse del tablero de instrumentos. En voz baja le ordenó algo al timonel y, sin hacer comentario alguno, salió a la cubierta de proa. Allí se sentó en el borde de estribor y comenzó a disparar con una cuarenta y cinco a los alcatraces que volaban encima de nosotros. La tensión en la pareja se iba acentuando con evidencia harto molesta al ritmo de los disparos, ninguno de los cuales daba en el blanco y sólo conseguía atronar nuestros oídos y hacer más difícil el diálogo. «No se preocupen —comentó ella sin dejar de sonreír—, cuando se le acabe el parque nos va a dejar en paz. Qué quieren tomar. ¿Una cervecita para el calor o algo más fuertecito?». Esos diminutivos en boca de las costarricenses han tenido siempre la facultad de inquietarme, dejándome en un estado de alerta sonambúlico propio del más desorientado adolescente. Optamos por ayudarle a preparar unos
gin-tonic
. Pasaba entre nosotros para alcanzar a cada uno su vaso y era como si la
urgente Afrodita de oro
, que evoca Borges, se acercara para bendecirnos. A pesar de esa belleza al alcance de nuestros sentidos, circulando con una naturalidad olímpica, la conversación consiguió, al fin, tomar un curso natural y fluido. La madre prodigaba al niño, que comenzaba a marearse, unos cuidados que me parecieron algo excesivos. Era como si tratara de compensar con ellos la culpa que pudiera caberle en la evidente crisis de su matrimonio. Al llegar a la entrada de la bahía anclamos en una pequeña isla y allí fue servido el almuerzo: una langosta memorable, regada con un vino del Rhin de Napa Valley, un poco menos prestigioso.