Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
—No sé si decirle que tiene suerte o que ésta le falta por completo. Ya veremos. La confirmación de sus informes, por parte del capitán Segura, aclararía definitivamente su situación. Pero resulta que el capitán Segura, a quien todos quisimos y respetamos por su valor y su sentido de compañerismo, fue asesinado, junto con todos sus hombres, cuando ponía cerco a las bodegas del Tambo y a la cabaña de los mineros. En el momento en que los intermediarios con la gente del Tambo llegaron para retirar el cargamento de armas y Segura coronaba su objetivo volando la bodega, cayó sobre el capitán y sus hombres una fuerza mucho mayor. La calidad de las armas que ésta traía y la superioridad numérica aplastante, liquidaron la resistencia heroica de la tropa. El capitán Segura fue alcanzado por una granada de alta fragmentación, al final de la refriega. Con él perecieron los últimos hombres que lo rodeaban. Bueno. Es todo, por ahora. Tendré que hacer ciertas averiguaciones en relación con lo que usted me ha dicho. Ya se le interrogará de nuevo.
Se puso de pie y fue a la puerta para llamar al centinela que estaba de turno. Ya en su celda, el Gaviero empezó a tejer una red de consecuencias y deducciones, destinada a sostener su recién ganada esperanza de salir con bien de la trampa en que había caído. Toda la tarde estuvo leyendo páginas de la vida del
poverello
de Asís. La evocación del sabio y armonioso paisaje de la Umbría, en donde los milagros de Francisco hallan el marco ideal y suceden con la sencilla naturalidad con que los narraría luego el Giotto en sus frescos, sirvió al Gaviero para recuperar la serenidad y establecer una saludable distancia entre su actual desventura y la intimidad de su ser más intocado y oculto, del que manaba siempre un caudal de confianza en su auténtico destino. Esa noche, para dormir más a gusto, bajó el colchón al piso. La siniestra mesa le producía los más oscuros presentimientos.
Cuando le trajeron el desayuno, el guardia le preguntó por qué había bajado el colchón al suelo.
—No puedo dormir con la inclinación de esa mesa. En el piso me encuentro más cómodo. ¿Está prohibido?
—No —repuso el soldado—. Es que esa mesa no es para dormir —Maqroll le preguntó para qué servía en realidad. El hombre se limitó a sonreír con incredulidad ante la pretendida ignorancia del prisionero y se retiró sin hacer más comentarios. Tampoco Maqroll quería saber más. Todo estaba dicho.
Al día siguiente lo sacaron al patio para que ayudara a subir una caja de munición a una bodega del segundo piso del cuartel, que era menos húmedo. Pensó, mientras cumplía con la tarea, en la ironía del destino que le obligaba de nuevo a cargar material de guerra. Esa noche le informaron que en la mañana sería llamado a la comandancia. En efecto, después del desayuno, vinieron por él y lo llevaron a una oficina cuyas ventanas daban sobre el río. Lo invitaron a tomar asiento y lo dejaron allí solo. Al rato entró un mayor con uniforme de campaña de una impecable limpieza y sin una arruga. El traje era verde olivo lo mismo que la gorra, semejante a las que usan los jugadores de pelota. Era un hombre corpulento, un tanto acezante y congestionado, de bigote entrecano y porte altivo. Fumabasin parar y sus manos temblaban ligeramente. Parecía un
clubman
disfrazado de militar. Con voz pausada y un poco ronca formuló algunas preguntas de rutina parecidas a las que había hecho Ariza. Al terminar, se colocó unos anteojos con armadura de oro y revisó algunos papeles ordenados en una carpeta color escarlata que tenía sobre su escritorio. En un momento dado hizo una seña al centinela que entró para recoger algunos documentos, indicándole que se llevara al prisionero. Ni siquiera alzó la cabeza y siguió leyendo como si éste no hubiera existido.
Maqroll había logrado advertir que algunos de los papeles que hojeaba el mayor estaban escritos a mano. Eran hojas manchadas de sangre y barro arrancadas de una libreta. La letra, clara y rotunda, era fácil de leer. De nuevo, ya en la celda, tornaron a torturarlo la incertidumbre y la angustia que creía haber dominado. Así pasó el resto del día y buena parte de la noche siguiente. En sueños, se le apareció el mayor, esta vez en traje de parada, explicándole en forma muy cordial y mundana una serie de maniobras militares cada vez más embrolladas y aburridas. En la mañana lo despertó, como de costumbre, un ruido al pie de la puerta. Le traían el desayuno. El guardia le informó que, en un rato, lo llevarían de nuevo a las oficinas de la Inteligencia Militar. Un cansancio abrumador, un entorpecimiento de todos sus miembros y un amargo sabor en la boca, le minaban el resto de fuerzas que, en vano, había intentado acumular durante esos días de encierro. Era evidente que su hora había llegado. Le sorprendía, por desventura, con la guardia más baja que nunca y el cuerpo, convertido en un saco de vagos dolores, se negaba a sostenerlo cuando más lo iba a necesitar. Toda la mañana esperó a que vinieran por él. Después de la comida, se quedó dormido en un sopor agobiante. Los pasos del guardia que abría la puerta lo despertaron. Había dormido en la modorra de una siesta con amenaza de lluvia que daba a la tarde una atmósfera de baño turco. Hasta los menores ruidos llegaban a través de la capa afelpada y húmeda de un aire irrespirable.
—Mi capitán quiere hablarle —explicó el guardia—. Vístase y venga con nosotros.
Otro guardia esperaba en la puerta. El Gaviero se pasó por el rostro y parte del cuerpo una toalla empapada en el agua turbia de la llave. Se puso una camisa limpia y unos pantalones bermuda que le había enviado la ciega. Los conservaba desde sus épocas de marino. Se pasó un peine por el cabello entrecano y rebelde y salió en medio de los dos soldados. Al cruzar el patio sus piernas se movían con algo más de firmeza. El saber que iba a enfrentarse con Ariza sirvió para despabilarlo un poco. Iba a decidirse su suerte y una ansiedad vigilante empezó a invadirlo. Se sentía como el jugador que va a enfrentarse en un juego complicado, en donde cada movimiento de las fichas puede ser definitivo. Entró a la oficina de Ariza. Los guardias se quedaron afuera y cerraron la puerta a sus espaldas. Allí estaba el hombre de la Inteligencia Militar dando vueltas con el pulgar al anillo de graduación de la base de Corpus Christi en Texas. Seguía luciendo su impecable guayabera con el distintivo en la solapa. El recto bigote resaltaba en el rostro recién afeitado, subrayando una ligera sonrisa sobre cuya sinceridad el Gaviero resolvió no hacerse ilusión alguna.
—Tome asiento, amigo. Póngase cómodo —le dijo indicándole una silla giratoria que habían traído de otra oficina. La silla se inclinaba peligrosamente de un lado a otro al menor movimiento de Maqroll, que trató de permanecer lo más quieto posible para mantener en relativo equilibrio el diabólico asiento. Lo de «amigo» había aparecido en el vocabulario del capitán hacia el final de la entrevista anterior. Lo decía con un cierto acento de complicidad que despertó las reservas del Gaviero, quien se propuso seguir el juego, controlando, a su vez, cada una de sus reacciones y respuestas.
—Pues bien —comenzó Ariza—, aquí estamos de nuevo tratando de aclarar lo que, si quiere que le diga la verdad, para mí está más claro que el agua. No hay quien me convenza de que usted es inocente. No consigo aceptar que no supiera qué era lo que subía a la cuchilla del Tambo. Por otra parte, hemos reunido informes sobre su pasado: contrabando de armas en Chipre, de banderas navales trucadas en Marsella, de oro y alfombras en Alicante, de blancas en Panamá; en fin, no sigo porque la lista nos tomaría varias horas. Alguien con semejante pasado no va a transportar armas pensando que son instrumentos de ingeniería para un ferrocarril inexistente. Lo que no consigo entender es que se haya conformado con unos cuantos billetes, cuando hubiera podido sacar varios miles de dólares.
—Con todo respeto, capitán —repuso el Gaviero en el tono más sereno y comedido que pudo—, eso no se lo puede usted imaginar sencillamente porque no me conoce. Todas esas actividades de mi pasado a las que usted se ha referido son ciertas, pero hay en ellas aspectos ocultos que no pueden aparecer en una enumeración tan escueta como la que acaba de hacer. Si yo hubiera sospechado, por un momento, de lo que se trataba, créame que no me hubiera enredado con los tales belgas, estando aquí las cosas como están. No son la gente con la que suelo andar. Desde el principio me parecieron sospechosos. Estaba casi seguro que estafaban al gobierno con eso de la vía férrea.
—Bien. No sé. Como quiera que sea —prosiguió Ariza— al Estado Mayor llegó un parte redactado por el capitán Segura la misma noche en que se entrevistó con usted y con Aníbal Álvarez. En ese informe, usted aparece plenamente exculpado y colaborando con nosotros en el mejor ánimo. Todo allí avala y corrobora lo que nos ha dicho. Por si fuera poco, el gobierno del Líbano, a través de su embajada, nos está solicitando su libertad y ofrece responsabilizarse de su conducta mientras permanezca en el país. Hay, al parecer, una serie de complejas razones que nos obligan a dar curso a esa solicitud de la misión diplomática libanesa, porque necesitamos el voto de dicho país en no sé qué comisión de las Naciones Unidas. Así las cosas y pese a mis serias reservas sobre su inocencia, debo entregar al Estado Mayor un expediente debidamente cerrado y justificado. Con usted vivo las cosas se complican.
Maqroll no pudo entender a ciencia cierta a qué se refería el oficial. Pero su escueta manera de plantear el asunto le hizo correr un escalofrío por la espalda. Pensó que lo necesitaban muerto y no allí creando una confusión innecesaria. Apenas consiguió alzar los hombros, como disculpándose de seguir aún con la vida.
—Va a salir vivo. No hay remedio. Pero no se meta más en problemas y desaparezca de aquí. Entre más pronto, mejor —el capitán comenzó a guardar en una carpeta todos los papeles que había estado examinando mientras hablaba con el detenido.
—¿Esto quiere decir que estoy libre? —preguntó Maqroll con incredulidad que tenía algo de patético y de infantil.
—Sí, señor. Eso quiere decir que está libre desde este momento y que debe salir de La Plata ahora mismo, si es posible. Su planchón lo espera en el desembarcadero. Trate de alejarse de esta zona, que se halla bajo control militar. Si lo agarran en otro puesto, más abajo, nada podemos hacer nosotros. Ellos no van a esperar comunicaciones del Medio Oriente, ¿sabe?, no es su estilo. ¿Está claro?
—Sí, capitán. Entendí perfectamente —contestó el Gaviero, tratando de ocultar el eufórico alivio que lo invadía—. Pero preferiría esperar a que cayera la noche para partir. Pienso que es más seguro. No creo que tenga inconveniente, ¿verdad?
—Ninguno. Proceda como quiera —repuso Ariza en forma cortante y queriendo dar fin a la entrevista—. Ahí está su lanchón. Aquí tiene un salvoconducto para circular en nuestra zona. Ojalá le sirva. Las cosas están muy revueltas. Parta tan pronto caiga la noche y ojalá nunca nos volvamos a ver —el capitán le alargó un papel con su firma y un sello de la comandancia del puesto. Le tendió la mano para despedirse y el Gaviero se la estrechó. Se dirigió a la puerta y, cuando la iba a abrir, se volvió para preguntar a Ariza:
—¿Puedo saber algo?
—Sí. Dígame —repuso Ariza impaciente.
—Si no llega el parte del capitán Segura, ni la embajada del Líbano se hubiera interesado por mi suerte, ¿qué habría sido de mí?
—¿De usted? —una risa se quedó atorada en la garganta del oficial—. ¡Hombre!, usted estaba muerto hace rato. Váyase tranquilo y recuerde lo que le dije: ándese con cuidado, estas tierras no son para gente como usted.
Maqroll fue a la celda para recoger sus cosas, ya sin la compañía de ningún guardia. Mientras metía sus ropas y enseres en la mochila de doña Empera pensaba en su amigo y compañero de viejas andanzas, Abdul Bashur. Desde la eternidad, después de su muerte en un accidente de avión en Funchal, seguía ocupándose de él por intermedio de familiares y amigos dispersos por los cuatro puntos cardinales. No pasaba día sin que Maqroll lo recordara con ternura y nostalgia irremediables. Ahora, una vez más, le salvaba la vida. Un sollozo se demoró en su pecho. Recobró con esfuerzo la serenidad y salió del puesto militar ante la indiferencia de los centinelas, que antes lo vigilaban tan de cerca.
En camino hacia la pensión de la ciega, las palabras del capitán Ariza seguían sonándole en los oídos: «… estas tierras no son para gente como usted». Pensaba que tal vez no hubiera, en verdad, lugar para él en el mundo. No existía el país en donde terminar sus pasos. Lo mismo que ese poeta, compañero suyo de largos recorridos por cantinas y cafés de una lluviosa ciudad andina, el Gaviero podía decir: «Yo imagino un País, un borroso, un brumoso País, un encantado, un feérico País del que yo fuese ciudadano. ¿Cómo el País? ¿Dónde el País?… No en Mossul ni en Basora ni en Samarkanda. No en Kariskrona, ni en Abylund, ni en Stockholm, ni en Koebenhavn. No en Kazán, no en Cawpore, ni en Aleppo. Ni en Venezia lacustre, ni en la quimérica Istambul, ni en la Isla de Francia, ni en Tours, ni en Strafford-on-Avon, ni en Weimar, ni en Yasnaia-Poliana, ni en los Baños de Argel», y su camarada seguía evocando ciudades en las que quizás jamás había estado. «Yo, que todas las he conocido —pensaba Maqroll— y que en muchas de ellas me he topado con los más sorprendentes quiebres de esquina de la vida, salgo ahora de este caserío de mierda, sin saber muy bien por qué fui a caer en el cepo más necio entre todos los que me ha deparado el destino. Sólo me resta ya el estuario, nada más que los esteros en el delta. Eso es todo».
Doña Empera lo esperaba ansiosamente: «Qué bueno que lo dejaron libre. Nachito vino a contármelo. Lo vio salir del puesto y vino corriendo con la noticia. Lo mandé por más diésel donde el turco. Le dije que lo llevara al planchón. Es importante que salga tan pronto venga la noche, con suficiente combustible para que no tenga que parar por lo menos en tres días. No debe detenerse en los puestos donde están ahora los infantes de Marina». La mujer pensaba en todo. Le habían caído varios años encima. Sus cabellos parecían más blancos y su espalda levemente más encorvada. Era conmovedor el pensar que, sin decir palabra, con la abismada resignación de los ciegos, ella había cargado con la incertidumbre de la suerte de su huésped en el cuartel, con la duda de si saldría de allí vivo o muerto. Había algo de maternal en esa amorosa vigilancia y también mucho de solidaria simpatía hacia un hombre cuya vida, encontrada e incierta, en nada se parecía a la suya, perdida en ese rincón de la cordillera, al pie de un río de aguas pardas y sin nadie a su vera para acompañarla.