Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
—Usted perdone, capitán, pero me tiene intrigado su acento. No haga caso, es una deformación mía ya difícil de evitar.
El hombre sonrió más abiertamente. Tenía una dentadura perfecta que se destacaba en la piel tostada del rostro y el negro y denso bigote.
—Lo entiendo. No se preocupe. Estoy, además, acostumbrado. Nací en Ainhoa, en el País Vasco francés. Mis padres eran de Bayona. Pero por diversas circunstancias familiares, hice mis estudios en San Sebastián y luego comencé en Bilbao la carrera de marino. Soy totalmente bilingüe, pero en cada idioma arrastro con el acento del otro. Otro motivo de curiosidad es mi nombre. Aquí los americanos me dicen John y les parece de lo más natural.
—Pues yo —le contesté— desde cuando le oí el nombre sospeché su origen vasco. Tengo un amigo de Bilbao que se llama también Jon. Muy buen poeta por cierto.
Seguimos conversando y almorzamos juntos. Era un vasco típico. Tenía la dignidad distante pero sin reservas que siempre me atrajo en esa raza. Pero, además de esa virtud nacional, se le notaba una zona que preservaba con celo instantáneo de las incursiones extrañas. Daba la impresión que hubiera estado en algún sitio semejante a los círculos del infierno de Dante, pero en donde los suplicios, en lugar de físicos, hubieran sido de un orden mental particularmente doloroso. En ese primer encuentro hallamos suficientes intereses y recuerdos en común como para prever grato el viaje que nos esperaba.
—En Ainhoa —le conté— se me descompuso una vez un automóvil de alquiler en el que iba de Fuenterrabía a Burdeos. Tuve que dormir allí una noche en un hotel cuyo nombre se me quedó grabado sin saber por qué: Hotel Ohantzea.
—Fue de unos primos de mi padre, hace muchos años —me aclaró.
A veces un detalle así nos instala en plena cordialidad sin que sepamos muy bien las causas. No es extraño. El compartir, así sea fugazmente, un paisaje o un lugar de nuestra infancia, nos hace sentir en familia. Y esto es, claro, más acentuado en quienes andan por el mundo sin asidero ni residencia establecida. Era nuestro caso: él, por su condición de marino, yo, por haber cambiado tantas veces de país, siempre por circunstancias ajenas a mi propia voluntad.
Tres días después llegó el remolcador. Subí a bordo en la noche. La caravana de lanchones que tenían que bajar hasta el puerto marítimo ya estaba lista. No vi a Iturri en el momento en que tomé posesión de mi camarote. Puse en orden mis cosas y salí a cubierta para tenderme en una de las sillas de lona que siempre hay allí a disposición de los pasajeros. Cuando digo cubierta, hago uso de una figura retórica. El reducido rectángulo de cuatro metros por tres, sobre el techo de la cabina de mando, no merecía tan generosa apelación. Se subía por una escalerilla y el lugar estaba rodeado de una baranda de metal pintado con los colores de la compañía: rojo, blanco y azul. El chiste sobre la bandera francesa era obligada ocurrencia y ya nadie le prestaba atención. No hay vista comparable a la que se tiene del río y sus orillas desde la altura de ese mirador privilegiado. Me tendí en una silla y me dispuse a disfrutar de los detalles de la salida. La destreza y la coordinación que se necesitan para empujar una ristra de lanchones cargados de combustible, a través de las curvas, recovecos y meandros del gran río, me ha parecido siempre una proeza difícilmente superable. En ésas estaba cuando sentí que alguien subía por la escalerilla. Era Iturri. Debo admitir que casi lo había olvidado; tal es el hechizo que tienen para mí las maniobras de navegación en el río. Sin saludar y con la naturalidad de quien sigue una conversación iniciada en otra parte, el capitán comentó: «Nunca he averiguado por qué me irritan un poco estas maniobras fluviales. Tienen algo de ferrocarril en el agua. En un agua que viaja con uno o que sube en contra de nuestra dirección. Es poco serio. ¿No le parece a usted?». Tuve que confesarle que, por el contrario, era algo que despertaba mi curiosidad y hasta mi respeto. Llevar con bien diez planchones cargados hasta los topes de líquido inflamable lo consideraba una hazaña. «No me haga caso —repuso el vasco—, los hombres de mar nos volvemos algo maniáticos. En tierra siempre nos sentimos un poco de paso y no sabemos apreciar muy bien las cosas que allí suceden. Yo, por ejemplo, detesto el tren. Me da la impresión que son demasiados fierros y mucho ruido para un esfuerzo tan… tan necio, diría yo». Me produjo risa esa honestidad básica, un tanto brusca pero inobjetable, de este marino padeciendo la lenta torpeza de la vida en tierra firme. Seguimos hablando, con largos intermedios de silencio. Era la primera vez que él viajaba en un remolcador de la compañía. No trabajaba, además, para la empresa. Había venido para dar un peritaje sobredos accidentes consecutivos sufridos por uno de nuestros buques cisterna al atracar en Aruba. La compañía de seguros lo había designado para representar sus intereses en la investigación que se seguía. Tuvo que viajar a la refinería porque sólo allí pudieron proporcionarle ciertos datos sobre el transporte de combustibles en compartimentos estancos. Ahora regresaba para embarcarse en un carguero belga que lo llevaría al golfo de Adén. Allí lo esperaba un puesto de reemplazo como capitán de un pequeño barco que hacía servicio de cabotaje por los países del golfo, transportando alimentos congelados. El capitán titular había sufrido un choque diabético y estaría fuera de servicio por largo tiempo.
Nuestro viaje hasta el puerto marítimo iba a tomar más de diez días. El remolcador debía detenerse en varios lugares para dejar unos planchones, recoger otros vacíos y llevarlos hasta los muelles de la compañía, en la planta de abastecimiento del gran puerto. Ninguno de los dos tenía prisa en llegar. «Hubiera podido viajar en avión —me explicó Iturri— pero me pareció más interesante y reposado bajar por el río. Siempre tuve deseos de hacer un viaje así. De los ríos sólo conozco algunos deltas. El Escalda, por ejemplo, el del Támesis y el del Sena en El Havre. No todos son tan sorteables y seguros. No todos». Algo sentí en las palabras con las que remató la frase. Era como una dificultad al pronunciarlas, como una sequedad en la garganta, casi diría que un sordo gruñido se le había atorado en forma inesperada. Se quedó un buen rato en silencio y, luego, hablamos de otra cosa.
La rutina del viaje se hacía placentera con ayuda del vodka con pera que resolvimos bautizar en catalán como
vodka amb pera
en homenaje a nuestra compartida fidelidad por los bares de Barcelona, especialmente el Boadas y el del Savoy, en donde la sabiduría espirituosa llega a perfecciones difícilmente superables. Muchas de nuestras respectivas experiencias en la ciudad condal iban resultando como calcadas. Los mismos sitios, idénticos encuentros, igual debilidad por ciertos rincones de la ciudad, una común devoción por el puerto griego de Ampurias y el rape que sirven en el club náutico de la Escala. No era de sorprenderse a pesar de la reserva de su carácter vasco y mi afán por respetarla, que, a medida que fueron avanzando los días, los temas de nuestras charlas tomaran un carácter más personal e íntimo. Las confidencias iban aflorando naturalmente y, cada noche, después del tercer
vodka amb pera
, nos internábamos por terrenos de una cautelosa confidencia sentimental, manejada con todas las precauciones propias de quienes, en ese terreno, evitan rigurosamente la vanidosa exhibición o el lugar común que nada aporta al verdadero conocimiento de esas secretas catástrofes del corazón, que sólo pueden compartirse en ocasiones tan contadas que acaban teniéndose por inimaginables.
Una noche en que el calor llegó a ser casi insoportable, nos quedamos en nuestras sillas contemplando el pausado transcurrir de la luna llena por un cielo escaso de nubes, cosa rara en esas regiones. El efecto de la luz en el agua y sobre los claros del monte, en las orillas, tenía algo de escenografía maeterlinckiana. Naturalmente, derivamos al tema de Flandes, sus ciudades, su gente, su cocina. Era inevitable terminar hablando de Amberes. Esa ciudad, por tantas razones muy cara para mí, es, a mi juicio, el puerto con más encanto y con movimiento más armonioso, por ser el tráfico en el Escalda una operación delicada y llena de lentitudes y maniobras que convierten la entrada y salida de los barcos en una suerte de ballet. Como ya dije, habíamos roto la barrera de las confidencias y en esta ocasión fue Iturri quien hizo una que me despertó de inmediato un particular interés.
—En Amberes —me dijo— me encontré por primera vez con las personas que habrían de cambiar por completo mi vida. Eran un libanés, medio armador y medio comerciante, hábil y gentil como buena parte de sus compatriotas, y su socio y amigo, un hombre de nacionalidad indefinida, merodeador por entonces en el Mediterráneo en negocios de la más diversa índole, no siempre ajustados a la ética convencional. Nos topamos en un restaurante indonesio del puerto en donde comía con desgana uno de esos platos orientales más hechos para quitar el apetito que para otra cosa. Protestamos al tiempo, ellos y yo, por alguna irregularidad en el servicio y terminamos saliendo juntos a comer en un humilde
bistrot
la más normal y abundante comida belga. Allí tomó mi vida un giro que jamás hubiera sospechado.
—¿Pero cómo fue eso? No percibo que en alguien de su carácter puedan suceder esos giros de noventa grados. No está en el esquema del modo de ser de sus compatriotas. Son rebeldes, es cierto, y nada conformistas, pero suelen morir en su ley, en el pueblo donde nacieron y ejerciendo el oficio que aprendieron desde jóvenes —comenté un tanto extrañado en efecto ante mudanza tan radical en alguien como Iturri.
—No se crea. Uno tiene que estar siempre preparado para esas sorpresas que suelen madurar y saltar a la superficie sin que hayamos percibido su proceso. Son cosas que han comenzado tiempo atrás. Lo cierto es que alguien como yo, que se había hecho una inflexible regla de trabajar siempre con líneas navieras más o menos conocidas y evitar toda suerte de experimentos y aventuras por cuenta propia, acabé siendo socio y capitán de un
Tramp Steamer
que daba la impresión de irse a pique de un momento a otro. No he visto esperpento semejante.
Algo se removió de inmediato en mi memoria y me llevó a preguntarle a mi amigo, con curiosidad que no dejó de intrigarle:
—¿El barco estaba surto en Amberes y allí zarpó con él? Ya conoce las reglas del puerto respecto a esos cargueros de aventura y las condiciones de mantenimiento que allí exigen para que puedan atracar en sus muelles.
—No, claro. No estaba en Amberes —me repuso sonriendo ante mis conocimientos náuticos que, por cierto, no iban mucho más adelante—. Me lo entregaron en el Adriático, en Pola, por más señas. Tendría que haberlo visto. Su estado de ruina llegaba a constituir un espectáculo. Se llamaba en forma no menos fantasiosa y desorbitada. Tenía el nombre del ave mítica que hace su nido en mitad del mar. O, si usted prefiere, el de los esposos que pretendieron ser más felices que Zeus y Hera.
Un ligero escalofrío me recorrió la espalda. Hay coincidencias que, al violar toda previsión posible, pueden llegar a ser intolerables porque proponen un mundo donde rigen leyes que ni conocemos ni pertenecen a nuestro orden habitual. Con voz que traicionaba el desconcierto en que había quedado, sólo pude preguntar:
—¿
Alción
?
—Sí —dijo Iturri mientras me miraba intrigado.
—Me temo —le dije— que aquí se cierra para mí un enigma circular que llegó a preocuparme más de la cuenta y a invadir no sólo muchas horas de vigilia sino buena parte de mis sueños.
—¿Cómo es eso? No acabo de entenderlo —las cejas de Iturri se juntaban sobre sus ojos grises con una actitud felina, no amenazante pero sí alerta y ansiosa.
En un resumen un tanto apresurado le conté mis encuentros con el
Alción
y lo que significaron para mí, como también la solidaridad ferviente que acabó despertándome y nuestro último encuentro en las bocas del Orinoco. Iturri permaneció largo rato en silencio. Tampoco yo tenía deseos de hacer ningún comentario. Cada uno, por su lado, tenía que reordenar los elementos de nuestra reciente relación y el vertiginoso tráfico de fantasmas despertados por obra de un azar casi inconcebible. Cuando supuse que, por esa noche, el diálogo no proseguiría, le escuché decir en voz baja: «Anzoátegui, el guardacostas se llamaba Anzoátegui. ¡Dios mío!, qué caminos escoge la vida. Y uno que piensa tenerlos a su arbitrio. Qué inocentes somos. Vamos siempre tanteando en la oscuridad. En fin. Es igual». La resignación le salía a flote con nobleza quevediana. En un tono de voz más natural y como tratando de encauzar todo el asunto por el camino de una normalidad cotidiana que lo hiciera más tolerable, comentó:
—Así que el pobre
Tramp Steamer
, que durante varios años ni siquiera nombre completo llevaba en la popa, acabó siendo para usted casi tan cercano y obsesivo como lo fue para mí. Sólo que, en mi caso, por esa rendija se me escapó la vida. La vida que quise vivir, es claro. Ésta de ahora es una tarea en donde sólo pongo el cuerpo. No es que lo hubiera perdido todo. Es que perdí lo único por lo que valía la pena seguir apostando contra la muerte.
Había tal desolación, tan despojada lejanía en sus palabras, que quise acudir —ingenuo de mí— en su ayuda con un comentario inocuo:
—Yo creo que así terminamos casi todos los que escogemos la vida andariega y sin rumbo.
Volvió a mirarme como se mira a un niño que ha hecho en la mesa una observación disculpable sólo por su edad.
—No —me rectificó—, no es eso. Yo le hablo de una cierta categoría de naufragio en que todo se va al fondo irremediablemente. Nada queda. Pero la memoria sigue hilando, incansable, para recordarnos el reino perdido. Estoy pensando en que si usted estuvo tan cerca y vinculado en forma tan profunda con la suerte del
Alción
, es apenas natural y hasta justo que conozca la otra parte de la historia. Una noche de éstas se la contaré completa. Hoy no podría hacerlo. Tengo que asimilar un poco esta obra del azar que nos une de repente por encima del circunstancial encuentro en este remolcador. Venimos juntos desde mucho tiempo atrás, de mucho más lejos.
Asentí con la cabeza. No tenía a mano las palabras que hubieran podido complementar las suyas. Sencillamente, estaba diciendo lo que yo mismo pensaba. Mucho después de que diera la medianoche el reloj de la cabina del piloto, en cuyo techo descansábamos, nos fuimos a dormir dándonos un «buenas noches» en donde se advertía otro acento. El acento de una cierta complicidad, de una reciente y fraterna complicidad en la que comenzaba un tramo distinto y nuevo de nuestra errancia.