Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (21 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Estaba atónito al ver cómo Ilona planeó todos los aspectos de la operación. Había olvidado sus talentos en ese campo. Así se lo comenté y sólo se me ocurrió agregar algo que, en verdad, me preocupaba mucho más que la mecánica misma del negocio, que veía enteramente viable y de indiscutible solidez.

—Me aterra —le dije— pensar que vamos a permanecer en Panamá por tiempo indefinido, en caso de que esto prospere. No voy a quedar aquí anclado toda la vida. Si Abdul levanta cabeza en sus negocios hay con él muchos planes por delante. Además, ya estoy un poco saturado del ambiente. Aquí no pasa nada. Es decir, pasa todo, pero no lo que me interesa.

—En eso estamos plenamente de acuerdo, Gaviero —contestó Ilona poniendo el cepillo sobre la cama—. Tampoco yo me voy a quedar aquí el resto de la vida. Me conoces lo suficiente para saber que si esto ya te tiene harto, a mí me tiene hasta aquí —se pasó la mano por la frente con brusquedad enfática—; pero se trata precisamente de reunir el dinero suficiente para salir de Panamá habiendo aprovechado, al menos, el tiempo invertido aquí. Justamente para poder iniciar con Abdul algo que valga la pena, necesitas contar con buen dinero. Ya sabes cuáles son sus planes. En el fondo él siempre ha soñado con ser un pequeño Niarkos —no pude menos de reír con esa observación tan acertada sobre las ambiciones de nuestro buen amigo. Acertada e irónica, porque Abdul nunca saldría, al igual que nosotros, de saltar de un expediente a otro, sin jamás cumplir sus sueños. Sueños que nosotros hacía mucho tiempo prescindimos de forjar. Era evidente que la vida reserva siempre sorpresas mucho más complejas e imprevisibles y que el secreto consiste en dejarlas llegar sin interponerles castillos en el aire. Pero Abdul, como buen oriental, seguía fiel a proyectos de grandeza que desplegaba ante nosotros con elocuencia y convicción delirantes. Pero esto era otro asunto. El proyecto de Ilona era imbatible. Por el momento no se me ocurría ninguna objeción de fondo. Decidimos lanzarnos a la aventura con plena confianza en que serviría eficazmente a nuestros propósitos.

No fue difícil hallar la casa ideal. La dueña resultó ser una viuda ya entrada en años. Al poco rato de conversar con ella, nos dimos cuenta de que tenía un pasado bastante nutrido de episodios erótico-sentimentales, en los que las convenciones no habían sido obstáculo mayor. Esto nos movió a confesarle tranquilamente el uso que pensábamos hacer de la casa. Se limitó a preguntarnos si también íbamos a vivir en ella. Le contestamos que desde luego pensábamos habitarla para darle el aspecto de cualquier residencia familiar respetable y tranquila. Nos pidió tres meses de renta adelantados, en vista de que no contábamos con un fiador que firmara el contrato. Estuvimos de acuerdo en todo y, al poco tiempo, habíamos conseguido decorar y amueblar la casa en un estilo en donde lo obvio se mezclaba con ciertas fantasías meridionales de Ilona que la hacían bastante habitable. En la planta baja había una sala muy amplia provista de chimenea. Esta, en pleno trópico, nos produjo el mayor regocijo: «Sólo en América, Maqroll, sólo en América es posible semejante aberración encantadora», comentaba Ilona mirando el marco de piedra que adornaba, con esperpéntico barroquismo, esa pretensión de elegancia europea de los constructores. De la sala se pasaba a un comedor que arreglamos como otra pequeña sala en donde los clientes se encontrarían con su pareja. Una puerta plegadiza separaba esta salita más íntima de la principal. Dos habitaciones de la planta baja y un cuarto de la servidumbre se dispusieron como alcobas con baño independiente. En la planta alta viviríamos Ilona y yo, en cuartos separados por un baño común. También compartíamos una terraza que daba a un jardín abandonado de la casa lindante por la parte trasera. En otra habitación, también arriba, se arregló una cocina muy elemental y un bar bien provisto. El problema de la servidumbre lo solucionó Ilona muy fácilmente. La dueña de la casa nos visitaba de vez en cuando para observar las modificaciones que le proponíamos y que ella aprobaba con cierta sonrisa entre regocijada y añorante. Cuando Ilona le mencionó lo del servicio, doña Rosa —así se llamaba la viuda—, le dijo que dispusiera de una de las dos negras que tenía en su casa. Vendría todos los días para hacer la limpieza de los cuartos y alguna tarea adicional que se ofreciera en nuestro piso. La solución era ideal. Nos faltaba únicamente un mozo para atender a los clientes. Un muchacho del Hotel Sans Souci, que conocíamos muy bien y nos simpatizaba mucho, aceptó venir con nosotros.

Ilona tenía lo que yo llamaba «raptos bautismales». Consistían en poner a las personas y a los lugares nombres de su invención que quedaban ya consagrados como definitivos. La casa recibió el de Villa Rosa. Al enterarme, debí poner cara de sorpresa, porque Ilona me comentó:

—Ya sé que no puede ser más cursi, pero hay que rendirle un homenaje a la dueña de la casa y a sus muchas horas de vuelo. ¿No crees?

No quedé muy convencido, pero me di cuenta que sería inútil insistir. El muchacho que contratamos, que tenía el nombre muy común de Luis, pasó a llamarse Longinos. Era pequeño, regordete, moreno, de rasgos muy regulares y un poco afeminados. A primera vista, el apodo de Longinos no le iba para nada, pero, con el tiempo, nos acostumbramos, y él también, a su nuevo nombre. Esto sucedía siempre con los «bautismos» de Ilona; tomaba cierto plazo descubrir su acierto indiscutible y revelador.

Cuando todo estuvo listo, nos trasladamos a Villa Rosa. Ilona entró en contacto con las presuntas azafatas. Hablaba de una «planta básica de disponibilidad inmediata». Me recordó a los políticos y, sobre todo, a los economistas: al ponerle nombre a una determinada actividad, ésta cobra una evidencia irreductible, una vida inmediata y fuera de duda. Quedaba el asunto de los uniformes. Yo di la solución y siempre insistí en que se me reconociera este aporte fundamental. Longinos tenía muchos y muy buenos amigos entre los botones de los hoteles en donde pernoctaban las tripulaciones. Con ellos se confabuló para distraer, por unas horas, los uniformes que las azafatas entregaban para planchar o lavar. Una costurera, que había trabajado en la boutique haciendo arreglos en la ropa que se vendía, copió los trajes e introdujo pequeños cambios, de acuerdo con indicaciones de Ilona. A los pocos días el surtido de uniformes estaba listo. Nos dedicamos, entonces, a visitar de nuevo los bares de los principales hoteles. Allí comenzaba una etapa delicada del negocio. Es sabido que la policía está en permanente contacto con los barman, meseros y capitanes de botones que representan una fuente de información invaluable. Se trataba, pues, de interesarlos desde un principio con dinero suficiente como para que no pasaran el dato a las autoridades. Fuimos con mucha cautela. A los pocos días comenzamos a recibir las primeras llamadas. El personal femenino estaba ya medianamente entrenado y el negocio comenzó, con la lentitud que habíamos previsto, pero sin tropiezos mayores y sobre bases muy firmes.

Doña Rosa aparecía periódicamente. Disfrutaba mucho con las anécdotas que le contábamos sobre el que ella llamaba nuestro tráfico de azafatas. Debo confesar que muchas de las cosas que allí sucedieron se han borrado de mi memoria, debido, tal vez, al catastrófico fin, de cuyas consecuencias jamás me repondré cabalmente. Tengo un recuerdo un tanto confuso de todo ese período y sólo me vienen a la memoria algunos rostros, el acento de ciertas voces y uno que otro episodio notable. Las primeras pupilas de la casa fueron cinco. Cada una se ajustaba perfectamente al tipo requerido por la línea aérea que suponía representar. Una rubia nacida en Maracaibo, de padre tejano y madre portuguesa, que hablaba un inglés bastante aceptable, hacía a la perfección el papel de
stewardess
de la Panagra. Una morena de piel color tabaco, facciones de corte clásico y pelo negro liso estirado con un moño que le daba un aire lejanamente andaluz, también cuadraba muy bien con el uniforme que suponía ser de la KLM. Le inventamos unos padres en Aruba y un vago pasado universitario en Barranquilla. En verdad era de Puerto Limón y farfullaba un inglés aceptable. Para las compañías colombianas y venezolanas, el asunto fue mucho más fácil. Con dos panameñas y una salvadoreña, nos arreglamos bastante bien. Todas ellas habían conocido a Ilona en la boutique. Ya entonces, le habían insinuado la necesidad que tenían de redondear sus entradas. Salían de vez en cuando con algún hombre de negocios que encontraban en el bar del Hilton o del Continental, pero esto no les bastaba para pagar el vestuario y otros gastos destinados al mantenimiento del barniz de respetabilidad, indispensable para atraer clientes generosos. La fórmula de Villa Rosa venía a resolverles el problema.

Recuerdo cuál fue el primer escollo con el que tropezamos y que fue salvado gracias a una coordinación providencial entre Ilona y Longinos. Una noche, hacia las once, llegó un cliente que había llamado por teléfono en dos ocasiones y al que, por una razón u otra, no fue posible concertarle el encuentro que quería con la azafata de la KLM. Esa noche la cita estaba fijada. Llegó con alguna anticipación. Longinos subió a preguntar por Ilona. Traía los ojos desorbitados por el espanto. No era para menos: el cliente en cuestión trabajaba, al parecer, en la KLM. Longinos lo conocía de tiempo atrás. Lo había visto acompañar las tripulaciones al hotel. Ilona bajó a enfrentar el problema. El asunto no era fácil. En efecto, nuestro huésped había trabajado en el departamento de carga de la KLM. Ya no estaba allí. Tenía su propio negocio en Colón como agente aduanal. Ilona, ganando los minutos que quedaban antes de que llegara la supuesta arubeña, logró enterarse que se trataba de un enamorado que ardía de celos por un viejo y callado amor de sus tiempos en la compañía holandesa de aviación. Buscaba desesperadamente a una azafata que se había negado siempre a sus proposiciones. Estaba seguro que era la que venía a Villa Rosa, porque una mujer que leía el tarot se lo había predicho en vagas alusiones que el desesperado amante interpretaba a su manera. Por una clave convenida de antemano con Longinos, Ilona supo que la muchacha esperaba ya en la salita contigua. Le ofreció un whisky al cliente, como cortesía de la casa, y salió para hablar con la mujer. En pocos minutos la hizo cambiar de uniforme y regresar al saloncito. Volvió con el cliente y le explicó que la amiguita de la KLM había fallado. Asistía a un curso de entrenamiento en Amsterdam. Pero lo esperaba una preciosa muchacha de Avensa que venía por primera vez. El hombre se despidió con lágrimas en los ojos, presa de una confusión indescriptible. Balbuceó algunas palabras y pagó la suma correspondiente a la cita que había hecho.

Este incidente nos abrió los ojos sobre posibles complicaciones que podían sobrevenir con gente de las compañías cuyo nombre usábamos.

—Tenemos que usar uniformes de empresas que no estén representadas aquí. Diremos que se trata de tripulaciones en tránsito que van a recoger un avión que se dañó en otro lugar del Caribe —Ilona hallaba siempre esas soluciones instantáneas, en las que ponía una fe irrestricta. Le comenté que esto debilitaba un poco el interés del cliente y podía despertar sospechas sobre la autenticidad de lo que ella llamaba «nuestra oferta básica». Arguyó con leve acento compasivo—: «¡Ay, Gaviero inocente! No sabes las cosas que están dispuestos a creer los hombres cuando se trata de llevarse una fulana a la cama. Si yo te contara…».

Otra noche nos llamó el barman del Hotel Regina para informarnos que nos llamaría un cliente muy especial: se trataba de un turco de Anatolia, ciego, inmensamente rico, que manejaba grandes capitales de socios suyos que confiaban en su olfato infalible para hacer inversiones en papeles bancarios, con ganancias considerables. Pasaba la vida en avión, siguiendo el rumbo de sus corazonadas. Quería estar con dos mujeres al tiempo. El hombre llamó al poco rato y le contesté en un turco más bien inexistente. El siguió en un francés impecable. Me confirmó su deseo y le contesté que al día siguiente le llamaría para informarle la hora en que podía venir. Lo comenté con Ilona.

—Hay dos problemas —comentó— que no te han pasado por la mente y que son críticos. Primero, si es ciego, vendrá con alguien que le sirve de lazarillo; esto puede arreglarse porque lo hacemos esperar en la sala y las muchachas se encargan del effendi anatolio. El otro es que, si ha viajado tanto y tiene debilidad por las
stewardess
, debe conocer los uniformes al tacto. Allí es posible que encuentre su mayor placer y más si es viejo como parece ser el caso. Los ciegos son terriblemente desconfiados. Cualquier variación en el uniforme le va a despertar sospechas. El cuento de que es un modelo nuevo que se está probando en algunas rutas es posible que no se lo trague fácilmente. Pero ahora es inútil preocuparse. Estaré presente cuando pase a la salita de espera y conozca a las muchachas. Ya veremos. Estos turcos son endiabladamente difíciles pero en Trieste los manejamos a nuestro antojo; de lo contrario nos hubieran comido hace siglos.

El hombre llegó puntual, a las seis de la tarde, como habíamos convenido. Lo acompañaba una mujer que a leguas se veía hermana suya: los mismos cabellos crespos y rojizos, los mismos ojos saltones, en ella color verde botella, en él cubiertos por una nata irisada y blancuzca. El hombre debía tener ya sus ochenta años bien cumplidos, pero ostentaba esa fortaleza levantina que permite estacionarse en una edad que aparentaría los sesenta y cinco. Así llegan, a menudo, a cumplir cien años. Mueren de un paro cardíaco en la cama de alguna amante o detrás del mostrador de su negocio. La hermana era un poco menor y no sonreía jamás. Pidió un té, mientras su hermano pasaba al saloncito acompañado de Ilona. Las dos muchachas que le teníamos reservadas al effendi se pusieron de pie. El hombre se acercó a ellas y, tal como Ilona lo había previsto, las recorrió minuciosamente con las manos, tocando cada uno de los botones e insignias del uniforme, deteniéndose en el busto y en las caderas. Al terminar su examen, se volvió hacia Ilona con una sonrisa lenta y maliciosa:

—Está simpático el truco. Muy simpático. Son
stewardess
como yo soy Ataturk. Pero son bonitas y jóvenes, de carnes firmes como nunca se ven en estos lugares. Y usted, señora, es de Trieste, ¿verdad? ¿O de Corfú? No, de Trieste —comentó mientras le acariciaba a Ilona las manos con una delicadeza que no había usado con las chicas.

—Sí, soy de Trieste —le contestó ella—, ¿cómo lo notó?

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