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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (43 page)

BOOK: Eminencia
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—Que cumpliré, sin duda. —Rossini se puso serio otra vez—. Pero debéis decirme cuál es la mejor manera de hacerlo. ¿Renuncio a mi candidatura antes de que se emitan los votos?

—En ese caso —aclaró el camarlengo— tendrías que pedir a los electores que dieran a conocer su acuerdo por aclamación con respecto a Milán. Resultaría embarazoso que se negaran a hacerlo.

—¿Si en cambio soy elegido y me niego a aceptar?

—Entonces se podría afirmar que el proceso fue amañado y tal vez tendríamos que volver a empezar. Cosas más extrañas han ocurrido a lo largo de los siglos.

Se produjo un largo silencio. Luego Rossini se puso de pie.

—No tengo ninguna solución, caballeros. Haré lo que prometí. No puedo decir más en este momento. Tal vez deberíamos rezar para quedar impregnados por la sabiduría del Espíritu Santo mientras dormimos.

Rossini se despertó con el timbre del teléfono, sonido sospechoso en la Casa de Santa Marta. Tuvo que buscar a tientas el aparato y frotarse los ojos para poder ver la hora. Las ocho de la mañana. Al otro lado de la línea estaba Piers Hallett.

—¿Puedo pasar a verte, por favor?

—Por supuesto. Me alegro de oírte. He pasado una noche espantosa. He dormido más de la cuenta. Dame cinco minutos para ponerme presentable. Si no te resulta complicado, tráeme un poco de café y un
pannino
.

—No es ninguna complicación —dijo Hallett, y colgó.

Rossini se aseó a toda prisa, pero aún estaba en mangas de camisa cuando Hallett entró con la bandeja del desayuno y un ejemplar del
Ordo
del día. No había nada nuevo: dos votaciones por la mañana y por la tarde, la habitual lista de médicos, sacristanes y confesores. Rossini la revisó rápidamente y se tragó el café. Pasaron un par de minutos hasta que le dijo a Hallett:

—Discúlpame. Todavía estoy medio dormido. ¿Querías verme por alguna razón?

—Por esto —dijo Piers Hallett, y le tendió un fax recibido en el Vicariato—. Lo recibieron a las siete de la mañana. Fue enviado a la una, hora de Nueva York.

Rossini miró fijamente el papel y por fin leyó el mensaje en voz alta, como si quisiera asegurarse de que era auténtico.

El señor Raúl Ortega y su hija Luisa me piden que informe a su eminencia que la señora Isabel de Ortega, paciente de este hospital, falleció a las 22.30 horas de esta noche. Se encontraba bajo los efectos de los sedantes y murió en paz. La familia se pondrá en contacto con usted a su debido tiempo. Firmado: Olaf Wintergroen, médico del hospital.

—Lo siento —dijo Hallett—. ¿Puedo hacer algo?

—Sí —respondió Rossini—. Muéstrale el mensaje al camarlengo y al secretario de Estado. Pídeles que no divulguen la noticia. Diles que los veré en la primera votación.

—Sí, eminencia —dijo Hallett, y salió cerrando la puerta tras de sí.

Rossini clavó la vista en la puerta. Luego, lentamente, se volvió hacia el reclinatorio. En lugar de arrodillarse se quedó de pie, contemplando la figura del crucifijo clavado a la pared. En tono llano, casi como conversando, le habló al Cristo:

—O sea que murió sin sufrir. Te lo agradezco, si es que Tú lo hiciste. Ahora, si estás dispuesto me gustaría que me hablaras… por supuesto, siempre y cuando estés realmente ahí y no seas una ficción cósmica. Es nuestra última posibilidad de dialogar, lo sabes. Ya no tengo palabras, ni sangre, ni lágrimas. Me he quedado sin nada. Si Tú no tienes nada que decirme, no hablemos más. No discutamos más. Interpretaré esta pomposa comedia y me iré de aquí. Sólo soy un ser humano. Tú sabes lo que es eso, ¿verdad? Somos criaturas limitadas. No puedes inflarnos como si fuéramos globos, hasta que alcancemos dimensiones infinitas. Incluso Tú cediste al final, ¿no? Dijiste: «Se acabó. ¡Es suficiente!». Y eso es lo que yo digo ahora. Salvo que aún te debo algo por Isabel. Me gustaría saldar esa cuenta. ¡O sea que si estás ahí, háblame, por favor!

—¡Ha recibido un duro golpe! —Monseñor Hallett, el lánguido inglés, se presentó ante los dos prelados más importantes de la Iglesia universal—. Él no lo admitirá. No puede admitirlo. Jamás se le notará en su cara de piedra. Pero, caballeros, será mejor que me crean. Necesita ayuda, y en esta Iglesia nuestra ya no sabemos darla.

—Monseñor Hallett, eso es una impertinencia. —El camarlengo se ofendió.

—No, no lo es —dijo el secretario de Estado—. Simplemente nos está recordando la caridad. Rossini necesita que sus hermanos y hermanas lo ayuden a superar esta pérdida. Hemos perdido esa capacidad. Nuestras hermanas están demasiado ocupadas reclamando los derechos que les hemos negado. Nuestros hermanos están demasiado ocupados reconstruyendo lo que queda de la Iglesia. ¡Escúcheme, Hallett! Quédese a su lado. Si es necesario, quebrante algunas reglas, pero ocúpese de él. ¡Por favor!

—Haré todo lo que pueda, eminencia —dijo Hallett con seriedad—, pero el corazón de este hombre ha quedado destrozado en dos ocasiones. ¿Cuál es el remedio según el ritual romano?

—Existe una fórmula, pero no un remedio —dijo el secretario de Estado—. Vuelva a su lado. Quédese todo el día con él, lo más cerca que pueda. Baldassare y yo hablaremos de esto.

—No sé de qué vamos a hablar —dijo el camarlengo en tono cortante—. Todos los días muere gente. Nosotros ofrecemos nuestra comprensión, nuestro apoyo, nuestras oraciones, pedimos a Cristo por la salvación. ¿Qué más podemos hacer ? .

—¡Oh, Dios! —.exclamó Hallett en voz baja—. ¡Santo Dios! ¡Cuánto nos amamos los cristianos!

—Retírese, monseñor Hallett. —El tono de Baldassare fue glacial.

Hallett inclinó la cabeza y salió sin decir palabra. El secretario de Estado meneó la cabeza.

—No deberías haberlo tratado así, Baldassare. Es un amigo leal. Hablaba en nombre de nuestro amigo Luca.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! Más tarde me disculparé. Estoy preocupado, Turi. ¿Qué ocurrirá ahora en nuestra votación?

—Tal vez —dijo el secretario de Estado—, sólo tal vez, ésta sea la intervención del Espíritu Santo por la que tanto rezamos.

—¿Qué le decimos a Rossini?

—Nada, hasta que él decida abrirnos su corazón. ¡Es un hombre de hierro! Hará lo que prometió. No deberíamos decirle cómo debe hacerlo.

—Dentro de veinte minutos seremos citados a la capilla. Debemos tener algún plan.

—Por qué no dejar el resultado en manos de Dios… —dijo el secretario de Estado.

—Me gustaría tener la fe suficiente —dijo el camarlengo en tono sombrío—. Creo que llevo demasiado tiempo en Roma.

Antes de que comenzara la primera votación de la mañana, el secretario del cónclave hizo un anuncio:

—La Constitución Apostólica dispone que si después de una larga serie de votaciones no ha resultado elegido ningún candidato, la elección se decidirá por mayoría simple de votos. Ahora nos encontramos en otra situación. Sólo quedan dos candidatos en la contienda. Tengo una proposición para hacerles que, según se me dice, se adapta al espíritu aunque no a la letra de la Constitución Apostólica. Propongo que esta votación se decida por mayoría simple. Son libres de decidir otra cosa y de ceñirse estrictamente a la

regla de una mayoría absoluta de dos tercios más uno. No obstante, con dos candidatos, eso parecería poco conveniente. Les pido que muestren su consentimiento levantando la mano.

Fueron necesarios algunos minutos, pero finalmente todas las manos se alzaron.

—Bien —dijo el secretario—. Los escrutadores serán su eminencia de Nueva York y su eminencia de Munich. Serán asistidos por sus colegas de Sidney y de París. Invoquemos al Espíritu Santo para que nos guíe.

Luca Rossini alzó la voz con los demás en una solemne invocación.

—Ven, oh Espíritu Creador, llena los corazones de los fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Era una oración que calaba muy hondo en el corazón de las más antiguas creencias trinitarias de la cristiandad, y que se extendía hasta incluir las percepciones más primitivas relacionadas con una deidad que vivían en toda la creación. Pedía que se hiciera la luz en la oscuridad, fuego para un mundo frío y curación para las heridas que inflige la vida. En una ocasión, Rossini le había contado a Isabel todo lo que eso significaba. Una vez, entre los griegos, había dado un apasionado sermón sobre los elementos femeninos implícitos en el misterio. Ahora el recuerdo se agitó en él con el murmullo de las hojas secas arrastradas por el viento.

El solemne ejercicio en el que estaba inmerso tenía un cierto matiz teatral. No veía el momento de que todo acabara. Escribió el nombre de su candidato en la papeleta y ocupó su lugar en la fila para depositarla en la patena y recitar la afirmación de que había elegido de buena fe el mejor candidato posible.

Con expresión embotada e indiferente, observó a los cuatro escrutadores que hacían una y otra vez el recuento de las papeletas y finalmente ponían su inicial a las cifras y las entregaban al secretario del cónclave. Entonces el secretario se volvió hacia la asamblea y anunció que su eminencia el cardenal Luca Rossini había sido elegido Obispo de Roma y sucesor de Pedro, Príncipe de los Apóstoles, por una mayoría de dos votos.

Hubo un momento de azorado silencio y enseguida se oyó un aplauso que fue instantáneamente acallado por el secretario del cónclave.

—¡Por favor! ¡Todavía no! Aún son necesarias algunas formalidades.

Bajó por la nave y se detuvo delante de Luca Rossini, que parecía tan rígido como una figura tallada. Entonces le preguntó en voz alta:


Acceptasne electionem?
¿Acepta la elección?

Lenta, muy lentamente, Luca Rossini se puso de pie y quedó de cara a la asamblea. Su expresión, su postura rígida, la posición de su cabeza, la forma en que la luz caía sobre su rostro enjuto y atormentado hicieron que todos guardaran silencio. Sus palabras fueron las de un condenado pronunciando su propia sentencia.

—¡Mi respuesta es no! No acepto. No puedo aceptar. No soy adecuado para este cargo. Sé que me rompería bajo el peso de la responsabilidad. Me preguntaréis, con todo derecho, por qué entonces me presenté como candidato. La respuesta es muy sencilla. Algunos de mis hermanos, de vuestros hermanos, querían que me retirara a causa de mi breve relación con una mujer casada que me salvó la vida en Argentina, y por quien desde entonces he sentido un amor profundo y constante. El difunto Pontífice estaba enterado de esto. No era un secreto del que haya estado ni esté arrepentido. Acepté las penitencias que se me impusieron: el exilio permanente de mi patria, honores que no merecía, una disciplina de silencio sobre lo que se había hecho en mi país y la connivencia de mi Iglesia, la Iglesia de vosotros, hermanos míos, en esos actos. Mi rango me convirtió en candidato en esta elección. No quise aceptar ninguna otra limitación de mis derechos en la Iglesia o fuera de ella. No esperaba ser elegido. La ira que percibís en mi voz me descalifica para el cargo que me ofrecéis porque aunque he aprendido a dominarla, no la he purgado totalmente.

»Hay algo más. La mujer a la que amé durante tanto tiempo en la distancia falleció anoche en Nueva York. La noticia llegó a las siete de esta mañana. Hace años, en mi primera agonía tuve poco tiempo para curarme y lamentarme. Ahora confieso que lo necesito. Esa necesidad es la medida de mi debilidad, no de mi fortaleza. Los cimientos mismos de mis convicciones tiemblan bajo mis pies. No soy el hombre que necesitáis. El hombre que necesitáis está frente a mí: nuestro hermano de Milán. No sé qué formalidades hacen falta para ratificarlo, pero sé que tengo derecho a aclamarlo y a instaros a vosotros a confirmarlo en el lugar que me habéis ofrecido a mí. Él es mi viejo maestro. Es un hombre sabio. Creo que él puede curar las heridas que aquejan a la Iglesia y reunirnos a todos en la caridad de Cristo. Eso es lo que necesitamos. Necesitamos trazar una línea sobre el pasado, volver a iniciar la que es nuestra verdadera tarea, para demostrar en nuestra propia vida el Evangelio salvador. Os ruego a todos que aceptéis a este hombre. Que le deis los votos que me disteis a mí, que merezco mucho menos. Poneos de pie y proclamad vuestra aceptación. Haceos ver y oír.

El camarlengo y el secretario de Estado fueron los primeros en ponerse de pie, y comenzaron las demostraciones. Los demás se fueron levantando de a cinco, de a diez, y de a veinte, hasta que no quedó ningún cardenal sentado y todos aplaudieron, mientras el secretario repetía la pregunta que había planteado antes a Rossini.


Acceptasne electionem?

La respuesta fue firme y clara:

—Acepto.

Volvieron a aplaudir, pero esta vez él levantó las manos pidiéndoles silencio. Habló brevemente con el camarlengo y anunció:

—Me gustaría que éste fuera considerado mi primer acto como cabeza de esta familia. Recemos por nuestra difunta hermana Isabel de Ortega, a quien Dios ya ha acogido en su seno. Roguemos por nuestro afligido hermano Luca Rossini, para que pronto alcance la paz, por Cristo Nuestro Señor.

El murmurado «amén» recorrió la capilla como una ola. Entonces el nuevo Pontífice avanzó para abrazar a Rossini. El secretario del cónclave se apresuró a interceptarle el paso.

—¡Por favor, Santidad! Aún está la cuestión del nombre por el que desea ser llamado. Debemos hacer el anuncio al pueblo y al mundo.

—Primero necesito un momento para mi amigo Luca.

El secretario se apartó. Los otros prelados guardaron distancia y observaron cada detalle de la escena, intentando sin éxito oír el discreto diálogo.

—¿Cómo te sientes, Luca?

—¡Muy raro! Como el ciego del árbol, que oía moverse y gritar a la multitud mientras Jesús pasaba, pero no veía nada.

—Pero Él te verá a ti, y te abrirá los ojos una vez más.

—Así lo espero. Ya no estoy seguro de nada.

—Mi puerta siempre estará abierta para ti, como lo estuvo en los viejos tiempos. Tú me has puesto aquí. Necesitaré tu ayuda.

—Gracias, Santidad, pero ahora necesito irme y estar tranquilo, donde no me conozcan. ¿Me concederá esa licencia?

—Tómate todo el tiempo que necesites. Luego, cuando estés en condiciones de volver, dímelo.

—Gracias, Santidad.

—¿Hay algo más?

—Una exención rápida para un clérigo al que he estado dando mi consejo. Es un buen hombre, pero no es feliz en su ministerio. Para él y para la Iglesia será mejor que quede liberado.

—Envíame los papeles. Los despacharé en un santiamén. ¿Algo más?

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