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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (41 page)

BOOK: Eminencia
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Se sentó y guardó un hermético silencio. Faltaban exactamente veinte minutos para las ocho cuando el maestro de ceremonias convocó a Luca Rossini para que ofreciera la homilía a sus compañeros. El texto ya estaba en sus manos, pero ninguno de ellos lo estaba leyendo. Se acercaba la hora de la cena. Los cardenales electores estaban hambrientos. Luca Rossini tuvo repentinamente la macabra idea de que si los molestaba o enfadaba bien podrían comérselo a él como cena. Se persignó y anunció:

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No me proponía hablaros esta noche. Se me ordenó que lo hiciera, pero lo que os diga lo diré con la mano en el corazón. Os hago una simple pregunta: ¿A quién elegiremos como nuestro Papa?

En teoría, a cualquier hombre cristiano. De hecho, está ahora sentado en esta sala. Para bien o para mal, así es como ocurren las cosas hoy en nuestra Iglesia. Es una medida quizá del centralismo en el que hemos caído, de la ignorancia de nuestra propia diversidad. Permitidme que os plantee las dos preguntas que yo me hago con respecto a nuestro próximo Papa.

¿Qué edad debe tener el hombre? Si es demasiado joven, puede durar demasiado tiempo, y las arterias de la Iglesia se endurecerán junto con las suyas. Si es demasiado viejo, o débil, podemos encontrarnos con lo mismo de lo que por poco nos hemos librado, una crisis constitucional en la Iglesia, una crisis de conciencia para los fieles cristianos. Y ya somos una comunidad profundamente herida.

Por eso necesitamos un hombre que nos cure, un hombre compasivo, que sienta compasión por las multitudes, como lo hizo el propio Jesús. Lamentablemente en los últimos tiempos no ha sido fácil descifrar las palabras de compasión y consuelo en los textos vaticanos. Demasiados de nosotros hemos estado más absortos en la exposición dogmática que en los confundidos pero resonantes gritos del corazón humano. Nuestra tarea consiste en difundir la palabra buena y simple. "Mirad los lirios del campo, cómo crecen… Los pecados de María Magdalena le son perdonados porque ella ha amado intensamente. Amad a vuestros enemigos."

Por esta simple razón necesitamos un hombre sereno con respecto a su creencia en la bondad de los propósitos fundamentales del Creador. "Ahora quedan estas tres virtudes : fe, esperanza y caridad, y la más grande de todas es la caridad." La sabiduría del amor ve y acepta el misterio de la creación, en toda su luminosidad y su oscuridad. El amor transmite el misterio a aquellos que viven en medio del dolor, el temor y la ignorancia.

Nuestro nuevo Pontífice debe ser abierto. Debe escuchar antes de dar su opinión. Debe comprender que el lenguaje es un instrumento imperfecto que cambia todo el tiempo y que es el medio más inadecuado que tenemos para expresar las relaciones entre las criaturas humanas y el Dios que las creó. Éste es el corazón de nuestros problemas. Nuestra gente no cree en nosotros cuando proponemos una moralidad del sexo. Saben que ignoramos su lenguaje y su práctica y que nos está prohibido aprender ambas cosas en una relación marital.

De modo que nuestro hombre deberá pensar cuidadosamente a quién le permite hablar en su nombre. Recordará el respeto que debe a sus hermanos colegiados, a quienes, al igual que Pedro, tiene la tarea de confirmar y dar fuerza. Recordará que, aunque el principio de la primacía de Pedro ha sido reconocido a

lo largo de los siglos, él no es ni ha sido jamás el único pastor de la Iglesia. Aquellos que —por lealtad equivocada o por interés partidista— han pretendido inflar el cargo o la autoridad del ocupante, siempre han hecho un mal servicio a la Iglesia.

Finalmente, seguro de su propia fe, respetará a filósofos y teólogos. Estimulará las preguntas abiertas sobre temas complejos. En la libertad de la vida familiar, propiciará el debate entre los hijos y las hijas de la familia. Pondrá fin para siempre a las denuncias secretas y a las secretas averiguaciones sobre la ortodoxia de los eruditos honestos. Los protegerá caritativamente de sus detractores.

¡Caridad! ¡Amor'. Todo se reduce a eso, ¿verdad? "La caridad es resignación y amabilidad. La caridad no envidia, la caridad no alardea, no es grandilocuente. La caridad soporta todo, cree en todo. La caridad nunca falla." ¿Veis aquí a este hombre caritativo? ¿Lo conocéis? ¿Lo distinguís, en el sentido antiguo de la palabra? ¡Si es así, elegidlo sin dudar, y ocupémonos de los asuntos del Señor!»

Volvieron a guardar silencio y el maestro de ceremonias entonó la oración final. Luego, con cierto alivio, anunció:

—Ahora habrá un descanso de cinco minutos y luego se servirá la cena. Los sitios no están asignados; por favor, siéntense donde prefieran. Bienvenidos a la Casa de Santa Marta. ¡Buen provecho!

Luca Rossini pasó una noche agitada, acosado por un sueño de frustración en el que recorría los laberínticos pasillos de un hospital buscando a Isabel. Todas las puertas estaban cerradas. Todas las preguntas eran respondidas con pantomimas por personas sin rostro que lo hacían internarse aún más en el laberinto.

A las cuatro de la mañana se despertó, sudoroso y con un fuerte ardor en los ojos, y, como de costumbre, decidió alejar las pesadillas con una caminata. Entonces, por primera vez, lo asaltó la realidad. No tenía adónde ir. La Casa de Santa Marta era una cárcel herméticamente cerrada hasta que sus ocupantes hubieran cumplido su cometido.

Mientras meditaba en medio de la oscuridad, se preguntó si su sermón habría significado algo para alguien. Dudaba de que así fuera. Los más viejos habían oído esas palabras antes. Tenían una coraza contra la elocuencia, eran tan escépticos con respecto a la simplicidad como a la pérfida astucia. Consideraba —si es que una opinión emitida a esa hora podía tener alguna validez— que la serena acusación de Turi Pascarelli acerca de movimientos partidistas secretos en la Iglesia había conmocionado a muchos de los presentes. Turi no era un augur que estudiaba las entrañas de los pájaros. Era un hombre digno de respeto: un diplomático que leía la letra grande y la letra pequeña de todos los documentos, luego ataba todos los cabos sueltos de los argumentos o el lenguaje, y finalmente pedía informes sobre los negociadores.

Tal vez Turi había hecho su intervención demasiado tarde, o tal vez la había programado con exactitud para ese momento. Técnicamente ya había quedado apartado del cargo. Todas sus funciones estaban en suspenso. Objetivamente aún estaba sujeto a los edictos de un muerto. No los había quebrantado, pero sí los había puesto en cuestión. No cabía duda de que se había creado enemigos, pero era invulnerable a ellos. No tenía ambiciones de mando. Era quien más poder de disuasión tenía: un hombre que no tenía nada que pedir, y nada que perder.

Mientras volvía a hundirse en el sueño, Luca Rossini se hizo una pregunta más radical: cuando Isabel ya no estuviera a su lado, ¿qué sería de él, qué certeza o convicción podía tener? Entonces, de una manera bastante ilógica, se sorprendió pensando en Ángel Novalis. A la muerte de su esposa, el hombre había optado por la certeza absoluta que le ofrecían los sectarios autoritarios del Opus Dei. Había servido con una sola idea, y con un corazón leal. Sin embargo, en un momento crucial se había entregado a un disparate profesional. Para defender la memoria y los principios de un difunto, había comenzado una persecución no autorizada del desleal ayuda de cámara que había hurtado sus documentos. Había buscado la ayuda de sus propios colegas y desencadenado así acontecimientos sobre los que ya no tenía el menor control.

Ése era el problema de todas las intrigas. También era la enmarañada materia del sueño en el que Luca Rossini había caído en esa hora previa al amanecer. Ahora era un fugitivo en las calles y callejones de una ciudad siniestra. Era acosado por asesinos que reían por lo bajo en la oscuridad y gritaban en tono burlón: «¡A quién le gustaría follarse a un cura!".

La ceremonia de la elección comenzó con una celebración de la Eucaristía y una invocación al Espíritu Santo. Los cardenales electores se trasladaron entonces en procesión a la Capilla Sixtina, donde se sentaron, cada uno en su propio sitial, bajo la impresionante mirada del Cristo de Miguel Ángel, renovado y vivificado por restauradores modernos financiados por la Corporación de la Televisión Japonesa.

A cada elector se le proporcionó una pequeña pila de papeletas que llevaban inscrito un preámbulo en latín: «Elijo como Sumo Pontífice…». El elector escribiría el nombre de su candidato en letras de imprenta. No debía firmar la papeleta.

El altar de la capilla estaba provisto de una patena de oro y un enorme cáliz de oro. Cada elector escribía en su papeleta y la doblaba por la mitad. Luego, en orden de prioridad según el rango, cada uno avanzaba hasta el altar, se arrodillaba un instante a rezar y declaraba: «Pongo por testigo a Cristo Nuestro Señor, que juzgará que mi voto es otorgado al hombre que, a los ojos de Dios, creo que debería ser elegido». Depositaba su voto sobre la patena, lo volcaba en el interior del cáliz y regresaba a su sitial.

Una vez emitidos todos los votos, tres escrutadores elegidos entre los electores hacían el recuento. Éste debía ser supervisado por otros tres, elegidos de manera similar. Luca Rossini era uno del primer grupo de escrutadores.

La ceremonia y su entorno tenían algo que conmovía a todos; sin embargo, también había en todo aquello una paradoja. Los juramentos repetidos, las comprobaciones duplicadas, la destrucción del papel inmediatamente después de cada votación infructuosa revelaban la desconfianza de los seres humanos, incluso cuando estaban actuando, como juraban, guiados por el Espíritu Santo, cuya presencia había sido garantizada hasta el fin de los tiempos.

La primera votación fue como todos esperaban. Surgió un abanico de diez candidatos, de los cuales el más votado recibió dieciocho votos y el menos votado ocho. Sólo resultó significativa en el sentido de que mostró un gran número de posibilidades: latinoamericanos, norteamericanos, españoles, belgas, italianos y africanos. No había centroeuropeos, ni franceses ni orientales. Ninguno de ellos estaba cerca de la mayoría exigida de los dos tercios más uno. Dos de los latinoamericanos, el español y el norteamericano habían sido designados por el difunto Pontífice. El africano era un antiguo miembro de la curia. Los dos candidatos italianos eran los de Venecia y Milán. El nombre de Luca Rossini no apareció en ninguna parte.

Esa tarde hubo otras dos votaciones. Al final del día, el frente de batalla estaba decidido. El número de candidatos había quedado reducido a ocho. De la lista habían salido uno de los latinoamericanos, el africano y el norteamericano. Y Luca Rossini apareció por primera vez en la votación.

Había sido un largo día. Cuando regresó a su habitación a las cinco de la tarde, Rossini estaba convencido de que una de las amenazas más letales en la vida de cualquier Romano Pontífice era el peso muerto de la ceremonia y el protocolo que debía soportar todos los días. El pensamiento fue inspirado por su propia e inesperada aparición como candidato, aunque sabía —o creía saber— que lo introducían como «aguafiestas», que su presencia alejaría a otros pretendientes poco probables y que serviría para que los electores se

concentraran en los que tenían más posibilidades.

Era demasiado pronto para decidir quiénes podían ser, pero Milán había ascendido a los veinticinco votos, el español había llegado a los diecinueve y el hombre de Brasil había aventajado por tres votos al candidato de México. Políticamente ambos estaban firmemente situados a la derecha del centro.

A las cinco y treinta, monseñor Piers Hallett se presentó en la habitación con una botella de whisky en un bolsillo de la sotana y una bolsa de cacahuetes en la otra. Los dejó con una reverencia.

—¡Andan a la arrebatiña! ¡Sus eminencias se comportan como indios sedientos junto a una charca! ¡Me temo que no hay hielo! ¿Te sirvo? Parece que no te vendría mal un trago.

—No me gustan demasiado los rituales. ¿Cómo has pasado el día?

—Ha sido largo, pero cargado de chismorreos interesantes. Ahora los cuchicheos, cortesía del Opus Dei, hablan de estabilidad, continuidad, fidelidad. Los españoles, los locales o los coloniales, son los adalides. ¡No! ¡No te lo tomes a la ligera! España es la base del poder, la base del dinero, y tiene una monarquía estable que aún tiene cierto sentido para el mundo árabe tradicional que recuerda la Alhambra.

—Están corriendo un riesgo enorme —dijo Luca Rossini.

—Están preparados para eso.

—¿Cuál es el candidato que prefieren?

—Los rumores dicen que el de Chile. Los apostadores más inteligentes dicen que el español ya se ha instalado cómodamente en la curia. Se dice que les gustaría ponerte a marcarles el paso a los caballos ganadores.

—No soy la mejor elección, Piers. Y ellos lo saben.

—No les preocupa. Están seguros de que te quedarás sin aliento cuando su gente tome la delantera.

Luca Rossini se echó a reír.

—No sé qué responder a eso.

—No esperaba que dijeras nada —repuso Hallett—. Pero sí me gustaría saber qué opinas sobre el próximo tema, que soy yo. Sé que sólo es el primer día, y que estoy obligado a quedarme mientras dure el cónclave, pero la cuestión es que ya he tomado una decisión.

—¿Cuál?

—Abandonar el sacerdocio y trabajar como erudito seglar.

—¿Quieres decirme por qué?

—Claro. Para mí es importante que lo sepas. Siempre has sido un amigo eminentemente bueno. Me aceptaste tal como era, por lo que soy. un erudito con cierto valor, un clérigo indiferente, lo suficientemente desapasionado, me parecía, como para mantenerme al margen de los problemas y disfrutar de los placeres del aprender y de la amistad. Hasta ahora, eso había funcionado bastante bien. Pero ya no. Ahora el clero es el blanco de todas las miradas. Yo soy vulnerable, y algún día podría estar demasiado necesitado de compañía para ser discreto. Además, si quiero buscar un empleo rentable, éste es el momento. Hay un par de ofertas: un puesto en Harvard y otro en la Getty de Los Ángeles. Pagan mejor en la Getty, pero en Harvard también dan vivienda. De modo que primero me presentaré allí. ¿Algún comentario de mi eminente amigo?

—No te diré demasiado. Creo que es una decisión inteligente. Haré todo lo que pueda para conseguir tu laicización. Pero si tenemos un Pontífice duro, tal vez tengas algunos dolores de cabeza por la cuestión del procedimiento que, bien mirado, te aconsejo que no les des importancia.

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