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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (36 page)

BOOK: Eminencia
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¿Y después? ¿Qué podía decirle de valioso a esta asamblea de hombres encumbrados que ellos ya no hubieran oído o predicado miles de veces? Sumido como estaba en la duda y la oscuridad, ¿cuánta luz y energía podía ofrecerles para orientar su elección del siervo de los siervos de Dios? Decidió ensayar un nuevo comienzo. «Soy Luca, vuestro hermano. Como vosotros, soy un siervo del Verbo. Quiero abriros mi corazón. No estoy aquí para enseñaros nada. Lo que hay que saber, vosotros lo sabéis mejor que yo. Permitidme, simplemente, comunicar mis pensamientos como un hermano más de esa vasta familia de fieles que ni siquiera conocen nuestros nombres, que ni siquiera nos reconocerían si tropezaran con nosotros en la calle.»

Hizo una pausa. Volvió a preguntarse qué estaba tratando de hacer al dirigirse a ellos de ese modo. Quería que se sintieran vulnerables, responsables, que dudaran de sí mismos, que ahondaran en sí mismos. Habían vivido durante tanto tiempo bajo la protección de la institución que muchos de ellos, o bien tenían miedo, o bien carecían de la voluntad para aventurarse más allá de sus confines. Para éstos, las obediencias formales eran como el viejo testudo romano: una cortina de escudos tras la cual se protegían de las decisiones peligrosas o amenazantes.

Mientras guardara obediencia, uno vivía segura y meritoriamente dentro del sistema. Si en cambio protestaba, era señalado, o sentía que lo sería, como un perturbador de la paz. Y se le aplicaban insidiosos castigos. Se le obstaculizaba el acceso directo al Pontífice. Se volvía difícil visitarlo y, en todo caso, los encuentros con él se reducían a meros intercambios protocolarios. El Vaticano seguía siendo una corte, y, si uno no aprendía las costumbres de la corte, lo más probable era que quedara en desventaja. Así que mejor olvidarse de la hermandad. Tendría que barajar y dar de nuevo. Y prepararse para sortear los callejones sin salida y las charcas peligrosas.

Luchó con el texto mucho rato; entretanto, la papelera se fue llenando con las hojas arrugadas que iba desechando. De pronto cayó en la cuenta de que la situación tenía su lado humorístico. El secretario de Estado, su buen amigo Turi Pascarelli, le había obsequiado con el extremo espinoso de una piña: el papel de antagonista en el aburridísimo despliegue del drama ritual.

En cuanto a Turi, se había reservado para sí la mejor parte: una exposición sobre la demografía, la geografía y la geopolítica de una Iglesia milenaria. Todos los datos estaban en su cabeza o en sus archivos. Podía exponerlos, él mismo lo había confesado, valiéndose de un globo terráqueo y unas luces de colores.

Pero el estado de ánimo de la asamblea de peregrinos, la situación de las distintas Iglesias en el mundo, sus lealtades, sus dolores, sus iras, no eran temas fáciles. Era terriblemente difícil comunicarlos a este grupo políglota de electores, cada uno de ellos celoso de su propia viña y de la calidad del vino que producía.

Sin embargo, había algo que no era nada agradable. En esta asamblea de célibes faltaba la voz de las mujeres, a quienes, a fin de cuentas, les correspondía más de la mitad del cielo. No había nadie que hablara su idioma, que expresara sus crecientes preocupaciones, su relación con Dios, de quien se hablaba sólo en género masculino. Luca Rossini, lacónico y vacilante cuando se trataba de expresar la pasión de su propia vida, tendría que recordarles sus deberes y sus defectos. Él, que se encontraba sumido en la duda y la oscuridad, había sido designado para iluminar el camino a esta asamblea de electores que nombrarían un
Pontifex
, un constructor de puentes que salvara la enorme brecha abierta entre los sexos. Y por si fuera poco, Turi Pascarelli lo había emplazado a completar el texto en dos días.

Lo cierto era que no había de escribirlo esta noche. Se sirvió un vaso de agua mineral, encendió el equipo de música, y se dejó llevar por el concierto para oboe de Mozart. La música casi había terminado cuando Isabel lo llamó por teléfono desde el hotel. Al escuchar su voz se le encogió el corazón. Tartamudeó como un niño:

—Quería verte, pero Luisa pensó que no debía…

—Hizo lo correcto. Me sentí muy débil después de que te marcharas, pero ahora estoy tranquila. Quería que supieras que he hablado con Raúl. Le he dicho que me considero culpable de gran parte de nuestra infelicidad, y que quiero que vivamos en paz el tiempo que me quede por delante. Le he aclarado que no espero que cambie su vida: sólo que mantenga una parte de ella, la que compartimos, en un lugar aparte. Se ha mostrado sobrio, sereno, y tierno, lo que demuestra que tu consejo de confesión fue acertado. Además, esto hace que el regreso a casa sea más fácil, no sólo para mí sino también para Luisa… ¿Cómo estás tú, amor mío?

—Escucho a Mozart, y trato de darle forma a una tarea que se me ha encomendado. Un trago verdaderamente amargo. Yo, nada menos que yo, tengo que sermonear a los electores al comienzo del cónclave y ayudarles a pensar en las consecuencias de su elección. Tengo la papelera llena de intentos fallidos. Suficiente por esta noche.

—¿Por qué aceptaste?

—Me presionaron.

—Perdóname, Luca, amor mío, pero tú nunca has aceptado presiones, salvo cuando huiste de Argentina.

—Y tú nunca me dejarás mentir, ni siquiera un poco. ¡De acuerdo! Tenía deseos de hablar. Por un momento pensé que había ciertas cosas que quería decir. Sin embargo, ahora parecen haber volado de mi cabeza como las palomas de un campanario.

—Eso significa que ya no debes pensar más. Es hora de que dejes hablar a tu corazón.

—Tengo que escribir esas palabras. Los traductores necesitan un texto.

—Entonces vuelve a tu escritorio, y escribe lo que pensamos, y dijimos, y discutimos durante aquellas pocas semanas en que estuvimos juntos en el campo, cuando arrojábamos nuestras gorras al aire y dejábamos que el viento de la pampa se las llevara en sus remolinos. Estabas tan rabioso entonces y tan apasionado… Recuerdo una de las cosas que dijiste: «Tenemos que traer a Cristo desde esa nada en la que está para que vuelva a hablar y caminar con nosotros. Si no viene, seremos como esos animales desamparados que mugen en el matadero, a la espera del matarife». Lo dijiste la primera noche que hicimos el amor… Eras un joven sacerdote entonces. Ahora eres una eminencia. ¿Lo recuerda su eminencia?

—Lo recuerdo —dijo Luca Rossini.

—¡Entonces dilo otra vez! Dilo así, como tu corazón lo recuerda. Dilo para mí.

—Pero tú ya te habrás ido.

—Nunca me habré ido de ti, ni tú de mí. Toma la pluma y escribe!

Capítulo 13

Ahora Isabel se había ido, y Luisa con ella. La tarea que ella le había impuesto, convertir la experiencia de su amor en un apasionado alegato a favor del cambio, había amortiguado —momentáneamente al menos— el impacto de la pérdida, y el temor ante un futuro privado de su presencia. Y aunque estaba agradecido por esa pequeña clemencia sabía que, así como la noche sigue inevitablemente al día, así sobrevendría la agonía.

A las diez de la mañana, cansado como un burro de carga pero bañado, afeitado y acicalado como un guardia en uniforme de gala, se presentó ante el secretario de Estado y puso el manuscrito sobre su escritorio. El secretario lo recibió con verdadero respeto.

—¡Puntual como siempre, Luca! Gracias. Lo leeré más tarde, si no te importa. ¿Has comprobado cuánto dura?

—Quince minutos; pueden ser treinta segundos más o menos. Espero que el techo no se desplome mientras lo esté leyendo.

Quería ser una broma, pero el secretario decidió tomarlo en serio. Frunció el entrecejo y meneó la cabeza.

—Será un público difícil, Luca. Les hablarás en tu lengua materna. Los nórdicos son escépticos con respecto a la elocuencia latina, así que irán leyendo el texto traducido. No te desanimes si su reacción parece tibia. Hay mucho malestar, mucho descontento con el proceder de la burocracia de la curia, de la que tú y yo formamos parte.

—Y de la que algunos miembros ambiciosos intentarán conservar el control.

—Tal como está compuesta la lista en este momento, es muy probable que tengan éxito. —El secretario de Estado adoptó una expresión sombría—. Mi querido Luca, hemos llegado a un momento crítico de la historia: el final de un larguísimo reinado papal, el final de un siglo, el comienzo de un nuevo milenio. Es absurdo fingir que tales acontecimientos no afectan a la gente. Le afectan, y muy profundamente. También nos afectan a nosotros, mucho más de lo que estamos dispuestos a admitir. Somos los mandarines de la burocracia, pero tan vulnerables al cambio de los tiempos y de las costumbres como el más humilde de los campesinos.

—Turi, me gustaría conocer tu visión del cónclave tal como está constituido en este momento.

—¡Vaya! —El secretario de Estado se tomó un tiempo para ordenar sus pensamientos—. En primer lugar, seremos una asamblea profundamente dividida. No es fácil etiquetar las divisiones porque no todas están basadas en la creencia religiosa o en la política disciplinaria. Algunas están basadas en el simple interés personal. No todos somos hombres buenos. No todos somos medianamente buenos. Algunos de nosotros somos secretamente villanos que han hecho su propio pacto con hombres codiciosos y tiránicos. Lo sabes. Todos lo sabemos, aunque no podemos confesarlo. La mayor parte de los hombres de buena voluntad reconocen que es necesario un cambio. Todos se enfrentan a dos preguntas básicas: qué cambiar y a qué velocidad. Cuanto más grande es la nave, más difícil y más lento se hace cambiar el rumbo. Nuestro difunto Pontífice intentó, aunque jamás lo habría admitido, cambiar el rumbo hacia un gobierno colegiado y una asamblea compasiva que había establecido el Concilio Vaticano II. Y casi lo logró. Hizo virar el barco y detuvo su avance de modo que, en este momento, ya no se mueve. La tripulación está desalentada. Corre la voz de un motín de una cubierta a otra. Los dignatarios, tú y yo, y miles más, intentamos mantener el orden, la disciplina y la confianza en nuestro derrotero, guiado por las estrellas. Muchos de nosotros nos hemos visto convertidos en funcionarios, y somos escépticos con respecto a nuestros propios sacerdotes. La gente también se muestra escéptica con respecto al ministerio que ofrecemos. Se nos exige silencio en demasiadas cuestiones que deberían quedar abiertas a la discusión activa. Tú y yo podemos conversar sobre todo un repertorio de otros temas que reclaman atención: el celibato del clero, una Iglesia imperial o una Iglesia colegiada, la teología del sexo y el matrimonio, la persistencia de prácticas inquisitoriales en el seno de la Iglesia, la imposición de nuevos juramentos y profesiones de fe a los educadores de nuestras escuelas y universidades. En el mundo de hoy, suprimir el debate es una postura insostenible. La gente pide luz. Nosotros los condenamos a la oscuridad. Reclaman calor. Nosotros, que afirmamos ser los guardianes del fuego, les ofrecemos un frío penitencial. Aquí sentado, Luca, probablemente soy el hombre con menos restricciones de la Iglesia… pero, que Dios me perdone, he sentido cómo las correas de la camisa de fuerza se ciñen año tras año.

—Imagina —lo desafió Luca Rossini en tono sereno—, sólo imagina que te encuentras en mi posición, no debido a la frustración sino a la lenta erosión de la creencia misma… ¿qué harías, Turi?

—No tengo idea, Luca, porque no tengo idea de cómo plantear el problema. La mía no es una fe examinada. La llevo como mi propia piel. La acepto, como acepto mi identidad genética. No digo que eso sea meritorio. Es un consuelo, aunque no he hecho nada para merecerlo.

—Lo que estoy experimentando —Luca Rossini eligió las palabras con sumo cuidado—, lo que he experimentado durante algún tiempo es como la amenaza de la ceguera. Sé que puedo despertar una mañana y no ver nada de lo que ahora veo. ¿Entonces habrá oscuridad para mí o habrá luz? No tengo forma de saberlo. ¿Qué sentido le encontraré al mundo, el mismo mundo, Turi, cuando el intrincado aparato de la razón, la revelación, el mito y la hermosa leyenda, y hasta la continuidad familiar, hayan sido desmantelados, hechos desaparecer por una sola frase mágica:
non credo
… no creo, no puedo aceptar más el hecho de creer?

—No lo sé, amigo mío, no lo sé. Sin embargo, sospecho que la vida podría ser un poco más fácil si uno fuera absuelto de toda la responsabilidad de la creencia. Uno podría seguir cualquier camino que eligiera, adaptarse como pudiera a un universo contingente. Podría haber ciertas ventajas, por ejemplo, en un Papa escéptico, un secretario de Estado oportunista. Hemos tenido algunos a lo largo de los siglos… —La vaga sonrisa desmentía lo irónico de sus palabras. La reflexión suavizó la ironía—. No me burlo de ti. Veo el sufrimiento en tus ojos. Tu Isabel se ha ido. Tienes miedo de no volver a verla más. Sin embargo, no me pedirás que comparta tu pesar. Hiciste lo que te ordené: quince minutos de homilía cuidadosamente cronometrados. Eso despierta mi admiración. Te envidio… ¡Entiéndeme bien, Luca! Te envidio la experiencia del amor, cosa que yo jamás he conocido pero que tú has compartido con Isabel. No logro imaginar cómo te las has arreglado para vivir, como sé que has vivido, todos estos años de celibato sin ella. Comprendo, o creo comprender, el vacío en el que temes vivir cuando ella muera. La creencia, como la vista, es un don que nos puede ser arrebatado. Pero el amor no te fallará, así como Isabel no te falló en las épocas del terror.

—Espero que estés acertado. Hoy no me atrevo a ir más lejos. Nunca te he hecho esta pregunta, supongo que por exceso de orgullo. ¿Cuánto sabes de lo que ocurrió en aquellos tiempos en Argentina?

—La mayor parte figura en nuestros archivos y en los del Santo Padre, que han sido confiados al Archivo Secreto. Nuestro amigo Aquino hizo un registro cuidadoso pero, en materia de interpretaciones, se protegió a sí mismo. El gobierno argentino también fue diligente y dio su versión de la historia… incluido el nacimiento de una hija de Isabel de Ortega, por cesárea, en un hospital de Nueva York.

—En realidad deberías saber que Luisa es mi hija —dijo Luca Rossini—. Isabel no me lo había dicho antes de esta visita. Luisa no lo sabía. Como puedes imaginar, nuestro primer encuentro fue algo dramático.

—¿Y cómo se siente Luisa?

—Confundida, supongo, pero tiene una actitud amable conmigo. Lo más importante es que nos ha visto a su madre y a mí juntos. No le ocultamos nuestro amor. Ella lo comprende y lo aprueba. Tal vez yo pueda brindarle algún apoyo cuando su madre ya no esté. Es demasiado pronto para saberlo.

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