Eminencia (39 page)

Read Eminencia Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
12.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Amén. —El asentimiento de Luca Rossini fue firme, pero incluso mientras pronunciaba esa palabra se preguntaba si su propia convicción sobreviviría a las consecuencias.

La reunión continuó durante otra media hora. Cuando concluyó, él ofreció los cumplidos de rigor, anunció que tenía otro compromiso urgente y se marchó a toda prisa.

Se paseó sin rumbo fijo por la calle del Conciliador y entró en una tienda que vendía objetos religiosos para turistas. Dedicó media hora a la compra de un medallón de oro de la Virgen y un elegante estuche para guardarlo. En una hermosa letra de estilo italiano escribió la tarjeta que Isabel había encargado: «La pequeña Virgen que me regalaste me ha hecho muy feliz. Te envío su imagen para que no te sientas sola sin ella. La he elegido de oro para darte las gracias por haberte convertido en mi hermana. Reza por mí, lo mismo que yo rezaré por ti. Isabel de Ortega».

Pidió al vendedor que la envolviera con mucho cuidado porque pensaba pedirle al nuevo papa que la bendijera. Pagó el importe, dio las gracias por el descuento ficticio «para nuestros distinguidos prelados», se guardó el paquete en el bolsillo y echó a andar en dirección al río, como un turista más. Mientras caminaba, unos extraños versos que Piers Hallett había recitado durante una cena acudieron a su mente:

¿Su vida a los sonetos habría dedicado

Petrarca, si a Laura hubiese desposado?

Al llegar a su apartamento se dedicó a ordenar sus cosas. Esa noche a las ocho cenaría en casa con Piers Hallett. Al día siguiente entraría en el cónclave. Su equipaje quedaría preparado para lo que podía ser una estancia de una semana, más o menos… Según el grado de colaboración con el Espíritu Santo que alcanzaran los electores.

Su uniforme diario sería la sotana negra con el ribete escarlata, el solideo escarlata y su pectoral. Necesitaría suficiente ropa interior para remediar cualquier desperfecto en el servicio de lavandería en la Casa de Santa Marta. Necesitaría un par de sobrepellices blancos y su mitra para el ceremonial posterior, porque, aunque tenía el rango de cardenal presbítero, también era obispo titular en la iglesia de San Sebastián en el Palatino.

Necesitaría su diario y algo de papelería personal. Mientras durara el cónclave no se podía enviar ni recibir correspondencia, pero se permitían las comunicaciones privadas en el interior, aunque eso podía resultar indiscreto. A esos pensamientos, siguió el vago impulso de escribir a Isabel y Luisa. Lo reprimió de inmediato. También eso podía ser una indiscreción. Raúl Ortega se ocuparía de ellas; lo único que Luca Rossini podía hacer era esperar las noticias.

Bruscamente sus pensamientos se centraron en los acontecimientos de aquella mañana: la elocuencia del cardenal japonés, y el inesperado silencio del camarlengo y del secretario de Estado. Su propio resentimiento había desaparecido tan rápidamente como había surgido. Después de todo, así era el juego político de la jerarquía en una corte papal. El silencio tenía miles de interpretaciones y no suponía castigos. Las palabras siempre estaban sujetas a la glosa, a la interpretación y al énfasis modificado. Eran armas para los enemigos y defensas endebles como una telaraña contra un agresor determinado. Sin embargo, ni Baldassare ni Turi lo habían atacado. Sencillamente, se habían retirado para observar cómo su colega más joven se desempeñaba en su justa con los grandes electores.

Otras justas se desarrollarían dentro del cónclave mismo, cuando los grandes electores y los extranjeros se reunieran en la sala y en el bar, o en el salón de fumar de la Casa de Santa Marta, o mientras caminaran en procesión a la capilla donde se depositaban los votos, cuatro veces al día, hasta que se nombraba al nuevo Papa.

Ahora, solo y con la cabeza fría, Luca, cardenal Rossini, razonó consigo mismo. Había llegado hasta donde estaba por sus propios medios. Recorrería el último kilómetro y dejaría el futuro en manos de Dios… Siempre y cuando Dios aún estuviera presente en el cosmos y en el caos humano.

Capítulo 14

Luca, cardenal Rossini, y su confesor personal, monseñor Piers Hallett, se presentaron ante el mostrador de la recepción de la Casa de Santa Marta a las cuatro de la tarde.

El edificio, llamado así por la activa ama de casa de la Biblia, la hermana del resucitado Lázaro, había sido ideado en 1993 como hotel residencia para los funcionarios visitantes de la Iglesia y para el personal semipermanente del Vaticano. Según se decía, los fondos habían sido proporcionados por los Caballeros de Columbus en Estados Unidos. Ahora era cedido a los participantes en el cónclave y a su pequeño ejército de asistentes, desde pinches de cocina a sacristanes. El arquitecto del cónclave y sus técnicos habían estado trabajando arduamente para que el lugar no resultara accesible a los intrusos ni pudieran salir de él sus ocupantes, que se encontrarían incomunicados hasta estar en condiciones de anunciar la elección de un nuevo Pontífice.

El edificio había tenido sus problemas. El Partido Verde italiano había afirmado que taparía la vista de la cúpula de San Pedro desde la calle de la Puerta de la Caballería Ligera. De modo que los arquitectos habían eliminado un piso y construido un sótano habitable. Entonces surgió una dificultad: era necesario que los cardenales secuestrados contaran con una entrada y una salida seguras dentro de los límites del Vaticano. Por ello se había construido un pasaje hermético, provisional, a través de la Basílica y hasta la Capilla Sixtina, donde se depositaban los votos.

Cuando quedaron registrados, junto a muchos otros colegas del resto del mundo, al cardenal Rossini se le asignó una habitación en el segundo piso, entre sus pares, en tanto Hallett fue enviado al sótano. Aquí algunos siervos de Dios eran más iguales que otros. Sin embargo, el equipaje de ambos fue revisado con la misma minuciosidad por el personal de seguridad del Vaticano, que tenía la misión de asegurarse de que nadie llevara teléfono móvil, micrófono oculto ni ningún otro artículo electrónico sospechoso. Evidentemente, la Iglesia tenía poca confianza en la cabal integridad de sus príncipes. Por ejemplo, en la Constitución Apostólica se establecía específicamente que el delito de simonía, la compra o la venta del cargo papal, no invalidaría la elección. Se establecía incluso que cualquier promesa hecha para conseguir una elección no era exigible con posterioridad. En otros tiempos, el cargo se había comprado y vendido. A veces había sido motivo de asesinato. Se sabía claramente que en esta era milenaria podían repetirse esas antiguas estratagemas. A cada huésped se lo proveía de una carpeta que contenía toda la información necesaria para su permanencia allí: las comodidades de la casa, sus restricciones, los nombres y los números de teléfono de sus residentes y del personal de servicio, un mapa con las habitaciones públicas, las precauciones necesarias en caso de incendio, y los textos de los juramentos de secreto —que serían tomados en público esa misma tarde, tanto a los electores como al personal del cónclave—, una lista de confesores, secretarios y médicos. Todos estos materiales llevaban grabado el símbolo de Sede Vacante, el paraguas de rayas rojas y amarillas llamado Pabellón.

Hubo un momento de confusión cuando Rossini intentó confirmar los arreglos especiales que había dispuesto para recibir noticias de Isabel desde Nueva York. Se produjo la típica respuesta romana: hombros encogidos, labios fruncidos, comprobaciones de papeles, búsqueda de datos en las pantallas de los ordenadores. Al parecer, no existía registro alguno de esos arreglos.

Rossini se plantó delante del mostrador, amenazador como un cóndor andino, hasta que localizaron las directrices correspondientes y se les proporcionó —a él y a Hallett— el contacto aprobado. Entonces exigió que se les proporcionara de inmediato una copia de las directrices. ¿Era posible esperar, eminencia? No, no era posible. Mañana sería otro día. Habría alguien más detrás del escritorio y, de todas maneras, a los participantes en el cónclave les estaría prohibido el acceso a este sector de la casa. «Así que, por favor, amigo mío, entrégueme los papeles… y por duplicado.»

Cuando recibió los documentos, respondió con una débil sonrisa de agradecimiento. Luego dejó que el conserje los acompañara al otro lado del vestíbulo, hasta los ascensores que los conducirían a su cárcel temporal. Piers Hallett festejó el incidente con un sarcástico comentario digno de Cromwell:

—Me gusta la forma en que manejas tus asuntos, eminencia. ¡Confías en Dios y no gastas pólvora en salvas!

—Tu primera obligación, Piers, consiste en visitar la oficina del Vicariato tres veces al día. No quiero mensajes perdidos ni mal archivados hasta el día del juicio final.

—Confía en mí, eminencia.

—¡Eso hago, Piers! Son los demás quienes me preocupan. Nos reuniremos en mi habitación después de la segunda votación de cada tarde para beber una copa y conversar.

—¿Cuánto tiempo crees que llevará la elección?

—Es difícil saberlo. Tengo la impresión de que será un proceso largo. Hay profundas desavenencias entre las facciones. Los conservadores se juegan muchos intereses. Los liberales tienen el temor de que atravesemos otra edad de hielo. No hay manera de hacer un pronóstico hasta mañana, cuando comience la votación. Esta noche, a las siete, se tomarán los juramentos. El secretario de Estado pronunciará su mensaje sobre el estado de la Iglesia. Yo diré mi parte. Después cenaremos juntos, como buenos hermanos. Durante la primera mañana se hará una votación y otras cuatro un día después, mañana y tarde, hasta que sea nombrado el nuevo papa. ¡Tendrás mucho tiempo libre! ¡Mantén el oído atento y hazme saber cualquier chisme que oigas allí abajo!

—¡Por favor, eminencia! —exclamó Hallett, con una sonrisa burlona—. Ésta es una empresa sagrada. ¿Sobre qué se podría chismorrear?

—Eso es, Piers, ¿sobre qué?

—Entretanto, aparte de los chismorreos, ¿qué se supone que debo hacer?

—Rezar, si puedes, y reflexionar mucho —dijo Rossini en tono sobrio—. Éste es el revés del tapiz, amigo mío. Verás lo mejor y lo peor de nuestra Iglesia. Aquí no hay ilusiones, y tienes que tomar una decisión. Lo mismo que yo, sin duda.

—¡Te deseo suerte y lucidez, eminencia!

El conserje acomodó el equipaje de Rossini en el ascensor, mientras Hallett, cargado con sus propias maletas, bajó a pie a las profundidades del sotano.

Después de instalarse en sus aposentos, una recogida pero cómoda habitación con ducha y lavabo, escritorio, un sillón y un reclinatorio con un crucifijo encima, Rossini recorrió la lista de los cardenales asistentes al cónclave, marcando los nombres de los que había conocido en sus viajes, haciendo sus propias cábalas sobre los antecedentes y tendencias de cada uno desde el punto de vista del carácter y la lealtad personal.

Procedían de todos los rincones del mundo: Etiopía y África, el Líbano, la India, China, Filipinas, América, Asia, las Indias Orientales y las islas del Pacífico. Tenían la piel negra como el ébano, amarilla y cobriza, y blanca como la porcelana. Sus nombres formaban una letanía polifónica. Sus idiomas formaban un mosaico, auxiliados por el latín de sus años de estudio, teñidos por los vestigios de los acentos regionales y tribales de sus lenguas maternas. Todos ocupaban cargos importantes. En tiempos normales, su poder era calibrado por el tamaño de la población que gobernaban, por su lejanía o cercanía del poder de Roma, por el peso que sus consejeros tenían en el tribunal papal.

Los propios miembros del tribunal —los cardenales de la curia— se movían entre ellos con cierta comodidad protectora. A fin de cuentas, eran los castellanos de esta fortaleza romana. Conocían sus sinuosos callejones, todos los pasajes subterráneos a las congregaciones, consejos y comités, dónde se retorcían los tentáculos del poder, y cómo —rápidamente o a lo largo de una vida que transcurriera en lentos círculos— un extranjero podía llegar a tener un diálogo personal con el Pontífice. No todos eran italianos, como había ocurrido en el pasado. La curia se había internacionalizado para incluir a británicos, belgas, franceses, alemanes, italianos, eslovacos, españoles, sudamericanos, africanos, asiáticos y australianos.

También existía otro grupo, periférico a éste y más pequeño, pero sin embargo poderoso: los metropolitanos de las grandes sedes italianas como Milán, Bolonia, Venecia, Nápoles, Florencia, Palermo, Turín. Estaban investidos con otra clase de autoridad: pastores de grandes ciudades con una larga historia de autonomía. En la elección misma, eran hombres con los que había que contar, pues eran conocidos como pastores y no como burócratas, y su vida transcurría entre la gente corriente.

Como un bromista había dicho, los arzobispos de Estados Unidos eran mutantes de los primeros inmigrantes europeos: irlandeses, italianos, polacos. Ninguno de ellos era un candidato con posibilidades, pero todos llevaban una señal invisible. Eran producto de una revolución democrática que, en términos históricos, era demasiado reciente para que resultara cómoda. Lo más importante es que eran miembros de una sociedad agresivamente capitalista, en la que la profesión y la práctica de cualquier religión eran una opción libre, en tanto la imposición estaba proscrita.

Por extraño que pueda parecer, los contingentes más numerosos de electores provenían de las ex colonias de África: Angola, Benin, Camerún, Kenia, Nigeria, Senegal y las demás. La idea de un Papa africano resultaba seductora. Daría nueva vida a la imagen de una Iglesia universal, una casa de todas las naciones. Refutaría para siempre las acusaciones de cristiandad eurocéntrica, de religión racista. Pero a la luz de la historia moderna también podía acentuar el sangriento tribalismo que aún imperaba en el continente africano.

Por su parte, Rossini estaba convencido de que debían encontrar y elegir a un hombre por sus méritos y virtudes visibles, un hombre bueno, sencillo, lo cual no significaba que fuera un estúpido sino alguien que pudiera hablar con la mano en el corazón al Pueblo de Dios. Los políticos del Sacro Colegio eran un mal necesario, pero sus cambios de posición y sus estratagemas combinaban mal con la absoluta simplicidad del Evangelio. Los hombres que se ocupaban de las finanzas del clero rondaban siempre las cercanías de todos los templos, pero no podían controlar el sanctasanctórum. Los censores e inquisidores debían quedarse donde correspondía: al servicio del sagrado depósito de la fe. No debían ser nuevamente designados jueces de la gente, ni usurpar la primacía de sus conciencias.

Other books

An Alpha's Claim by Naomi Jones
Love on the Ledge by Zoraida Córdova
Buried in Sunshine by Matthew Fish
Death Row by William Bernhardt
What She Needs by Anne Calhoun
Death Angel by Martha Powers
Forbidden Fruit by Annie Murphy, Peter de Rosa
Love Me To Death by Steve Jackson
The Promise by Chaim Potok
Christmas With the Dead by Joe R. Lansdale