En ese momento sonó el teléfono. El secretario de Estado respondió. Un momento después, Ángel Novalis era introducido en la habitación por un clérigo joven que se llevó los restos de la comida. Después de un breve intercambio de saludos, Ángel Novalis explicó el motivo de su visita. Depositó sobre el escritorio copias de dos artículos del
New York Times
.
—Aquí son seis horas más temprano que en Nueva York. Estos dos artículos han aparecido en la edición de esta mañana. Se los he mostrado al camarlengo, y él me ha recomendado que los comente inmediatamente con usted. El primero es la última entrega del diario del Pontífice.
Rossini se inclinó por encima del hombro del secretario de Estado para leerlo.
… no me siento bien esta noche. Tengo un terrible dolor de cabeza y siento ese extraño malestar que en el pasado anunció el comienzo de una pequeña lesión cerebral. Trato de no exagerar las posibilidades, pero me han advertido varias veces de que ésta es la forma en que podría sobrevenirme la muerte. Mi cabeza alberga una bomba de relojería que un día estallará y me matará. Aun así, debo seguir trabajando «porque vendrá la noche en que ningún hombre pueda trabajar».
Viviendo así, a la sombra del juicio, me veo obligado a juzgarme a mí mismo con la mayor severidad. Todavía estoy investido de autoridad, pero el poder para ejercerla se me está escapando de las manos. Hace ya bastante tiempo que me he visto obligado a delegarlo cada vez más en hombres que yo mismo he designado y, sin embargo, en última instancia, sigo siendo responsable de lo que hacen. Lo que más me preocupa en estas horas grises es el ejercicio de mi poder sobre las conciencias de hombres y mujeres, el poder de atar y desatar que, a lo largo de los siglos, con demasiada frecuencia hemos ido engordando hasta convertirlo en tiranía.
Lo que yo mismo he pensado que se justificaba como un ejercicio legítimo de la autoridad lo veo ahora como una intervención cruel y a menudo oportunista. He actuado más como un general que despliega los ejércitos que están bajo sus órdenes que como un pastor que vigila a sus ovejas dispersas pastoreando en las vastas laderas de las colinas, expuestas a las incursiones de los depredadores. He condenado al silencio
a mentes esforzadas. He preferido aplastar a los espíritus rebeldes en lugar de persuadirlos. He rechazado el consejo de Nuestro Señor: dejar que la paja y el trigo crezcan juntos hasta la época de la cosecha. En 1ugar de ello, he enviado a rudos hortelanos a arrancar la paja, y la buena semilla ha sido arrancada con ella.
En todo esto he invocado los consejos de hombres a quienes yo mismo había designado, de modo que la voz que he escuchado ha sido siempre la mía. Para justificar mis decisiones he contado con la tolerancia de los cristianos leales y con la ignorancia absoluta del vasto rebaño que pasta en las praderas más remotas. ¿Por qué he sucumbido a ésta, la más insidiosa de las traiciones? Porque la veía como un medio idóneo para continuar mi gobierno de la Iglesia hasta mucho después de que mi reinado haya terminado. Hay un temor arraigado en todos los que gobiernan: que respetar el disenso es fomentar la rebelión. De modo que, sean buenos o malos, dejamos que nuestros edictos cuelguen de los muros de la ciudad hasta que la lluvia de los siglos los haga desaparecer. Mientras estén allí, pueden ser invocados contra los incautos y los desprevenidos.
Es fácil encontrar colaboradores en esta continuidad del poder porque ellos me consideran su garante, su justificación contra toda proscripción. Más aún, su poder seguirá incólume después de que el mío se me haya deslizado de las manos. La costumbre no hará más que confirmarlo. El desafío no logrará otra cosa que tomar más riguroso su ejercicio.
El terror que me invade ahora es éste: estoy demasiado viejo para cambiar nada. Mido mi vida como un niño, por el sueño y el despertar, por las oraciones que digo a la hora de acostarme y los agradecimientos por un nuevo día. Qué le responderé al Dios en cuyo nombre gobierno, al Señor Jesucristo cuyo vicario reivindico ser…
Hubo un prolongado silencio entre los tres hombres cuando cada uno de ellos terminó la lectura del texto. Luego, Luca Rossini exhaló un largo suspiro, coronado por una expresión de pesar.
—¡Dios querido! Eso es lo que estuvo tratando de decirme durante semanas. Pero nunca pudo resignarse a ponerlo en palabras. ¡Pobre hombre, qué solo estaba!
—Se destapó la olla —dijo el secretario de Estado con franqueza.
—Creo que deberían leer el editorial —dijo Ángel Novalis respetuosamente—. Habrá muchos otros similares a éste.
Leyeron en silencio, Rossini mirando por encima del hombro del secretario de Estado.
«Aunque la procedencia del diario papal todavía sigue en la nebulosa, parece que no hay reparos respecto a la autenticidad del texto. Estos párrafos, escritos la noche antes de que cayera en un silencio definitivo, constituyen un documento de singular importancia. Se trata de la confesión de un hombre anciano y poderoso al final de un largo reinado. Hay una gran tristeza en ella: un sentimiento de culpa, un reconocimiento de que a ninguno de nosotros nos es dado recuperar el tiempo perdido.
Demasiado a menudo, especialmente en esta época de información instantánea, las autoridades del Vaticano se ponen en ridículo y ponen la fe en descrédito con rectificaciones tardías de decisiones que debían haber sido abandonadas hace siglos. El caso Galileo es un ejemplo notorio. Menos evidentes, aunque tal vez más peligrosas, son las exigencias de nuevas profesiones de fe a catedráticos de universidades católicas, profesiones que van mucho más allá de las afirmaciones tradicionales del Credo Niceno. No basta con dejar la corrección de los errores o las exageraciones al mero transcurrir del tiempo. El conmovedor registro de la intranquilidad del difunto Pontífice ante la inminencia de la muerte es un reconocimiento de que se debe servir a las almas, aquí y ahora, porque también a ellas el tiempo se les escurre rápidamente.
No obstante, abrigamos la esperanza de que los electores que van a reunirse ahora en Roma lean este postrer documento y reflexionen acerca de él mientras consideran a su candidato. Pronto, la decisión que ellos tomen también será irreversible.»
El secretario de Estado se echó atrás en la silla, cruzó las manos sobre la nuca y sondeó a sus visitantes en silencio. Ángel Novalis fue el primero en hablar.
—Se me pedirá un comentario. ¿Ustedes tienen alguno?
—Yo, ninguno —dijo el secretario de Estado—. El hombre está muerto y enterrado. Los comentarios son los copos de nieve que ayer cubrieron su tumba.
—Requiescat —dijo Luca Rossini—. Que descanse en paz.
—Con el mayor respeto —dijo Ángel Novalis—, necesito más ayuda de la que ustedes parecen dispuestos a brindarme.
—Tal vez —el secretario de Estado se mostró engañosamente manso—, tal vez no hemos comprendido bien el sentido de esto.
—Entonces permítame que lo clarifique, eminencia. En un párrafo de su diario íntimo, escrito poco antes de su muerte, el Pontífice se ha retractado, o al menos ha echado serias dudas sobre ellas, de las políticas que le ha llevado dos décadas poner en práctica. Comprendemos su estado de ánimo en el momento de escribir. Era un hombre anciano y abrumado por el trabajo que trataba de poner en orden las cuentas de su vida antes de la última rendición. Recordarán que yo traté esta cuestión en una declaración pública que hice en el Club de la Prensa Extranjera. Manifesté mi opinión personal en el sentido de que el diario, en realidad, había sido robado. Lo hice, espero que no lo hayan olvidado, por expresa y formal petición de ustedes. Este extracto final es la muestra más incontrastable de que en el propio diario está la prueba de ese argumento. Yo por lo menos no puedo creer que Su Santidad haya conspirado con su ayuda de cámara para destruir la tarea en la que se le fue la vida. Creo que se debe hacer un comentario, inequívoco por cierto, ya que de otro modo aquellos que, de buena fe, han ejecutado las disposiciones del Pontífice, quedarán inermes ante sus congregaciones. Más aún, habrá una aparente sospecha de que la publicación es tolerada. Para los liberales es un regalo caído del cielo, un arma contra aquellos que defienden puntos de vista más conservadores. Dejarlo pasar sin un comentario del Vaticano huele a oportunismo. Se evita la franca denuncia de un delito porque conduce a un cambio de política.
El secretario de Estado jugueteó con el cortapapeles de su escritorio. Rossini hizo una afirmación categórica:
—Si quiere insistir con la hipótesis del robo, necesita más pruebas contra Stagni. Si quiere salvar alguna de las disposiciones de su difunta Santidad, no lo logrará polarizando a los electores. La Iglesia entera está en receso por el momento. La Sede está vacante. Estamos todos sentados bajo ese paraguas simbólico, hasta que vuelva a salir el sol.
—Algo hay que hacer. —Ángel Novalis era un hombre de convicciones firmes—. Se me pedirá un comentario. No puedo negarme a darlo.
—Entonces obre según las convenciones de su cargo —dijo el secretario de Estado—. Usted ya está en el candelero por su declaración pública y personal en el Club de la Prensa. Repítala, por supuesto, pero recuerde que los está entreteniendo con la música del entreacto hasta que se alce el telón del acto final, la elección de un nuevo Papa. Ese acto aún no se ha escrito. Cometería usted un gran error si en su celo por lograr una justicia imposible tratara de entrometerse en el guión.
—Quisiera asegurarme de que entiendo bien, eminencia. ¿Me está instruyendo para que actúe según mi cargo?
—Exactamente.
—Entonces será mejor que ponga manos a la obra. Con el permiso de ustedes, eminencias.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Rossini ensayó una tibia protesta.
—Lo has bajado del caballo, Turi.
—Su montura es demasiado buena —el secretario de Estado se permitió una ligera sonrisa burlona—, pero fue formado en la escuela de equitación española: es un estilo maravilloso para hacer maniobras, pero no el mejor para una carrera de obstáculos de larga distancia.
Rossini se marchó de la oficina al atardecer. Salió de Ciudad del Vaticano por la Porta Angelica y caminó a lo largo del Borgo Sant' Angelo en dirección al río. Había sido un largo día. Ahora una negra depresión se había apoderado de él. Un cuento de hadas de la infancia, el del niño que perdió su sombra, rondaba sus pensamientos. Ya no tenía más puntos de referencia. Era un hombre vacío, sin un destino fijo.
Aunque había ocurrido apenas seis horas antes, le parecía que había transcurrido un siglo desde que se despidiese de Isabel y Luisa. Todavía estaban en el hotel. Estarían allí hasta la mañana siguiente. El deseo de volver a verlas lo consumía, pero sería mejor no retornar a la escena del compartido dolor. Ya se habían dicho adiós. No había nada que añadir a las últimas y vacilantes palabras de ternura. Los abrazos que se suponía debían ser de placer ahora se habían convertido para Isabel en una fuente de padecimiento.
Abrigó la débil esperanza de que podría visitarla en Nueva York después del cónclave. De momento caminaría solo y en silencio, sumido en su propia oscuridad, y esperaría la salida del sol, si es que acaso el sol volvía a salir alguna vez.
Luego recordó que tendría que comunicarse al menos con Luisa para transmitirle las instrucciones que el secretario de Estado le había dado para que pudiera tomar contacto con él durante el cónclave. Su intención había sido enviárselas por fax al hotel, pero el secretario de Estado había objetado el procedimiento, invocando razones de seguridad. Los casilleros de mensajes de los hoteles eran lugares notoriamente peligrosos.
De modo que cuando finalmente llegó al río y entró en el puente de Sant' Angelo, marcó el número del hotel y pidió que le comunicaran con la habitación de Luisa. Se sintió aliviado pero incómodo cuando ella respondió. Se apresuró a explicarle:
—He conseguido una línea de comunicación que puedes usar mientras estemos en el cónclave. Es oficial, pero tienes que calcular con precisión la diferencia horaria y acceso directo a la persona encargada. Quiero que apuntes con cuidado lo que te voy a dictar y luego me lo leas, y que te asegures de tenerlo siempre contigo. El Vaticano es un lugar grande; pronto va a ser un lugar atiborrado de gente. Hasta que el cónclave haya terminado, ésta es la única línea por la que podré comunicarme contigo.
—Aquí me tienes, lista para apuntar.
Le dictó la información lentamente, deletreando cada palabra, repitiendo cada número. Luego le hizo repetir todo, asegurándose de que la ortografía y la pronunciación fueran las correctas. Sólo cuando todo estuvo comprobado decidió tomarse la libertad de preguntarle:
—¿Cómo está tu madre?
—Pasó un mal rato después de que te marcharas, pero ahora está mejor. Acabo de ir a verla. Está durmiendo. Más tarde la llevaré al restaurante a cenar. Las maletas ya están listas. Mañana por la mañana no tendremos que andar con prisas.
—¿Te gustaría que fuera a verla esta noche?
—Creo que sería mejor que no. ¿Para qué pasar por lo mismo otra vez?
—Tienes razón, por supuesto. Dile tan sólo que la he llamado, y dale todo mi amor.
—Me gustaría que una pequeña parte fuera para mí.
—La tienes. Siempre la tendrás.
—¿Y cómo estás tú, Luca?
—En marcha hacia delante, a pesar de que no estoy seguro de adónde voy.
—Tampoco yo lo estoy. Empiezo a darme cuenta de lo que significa perder una madre.
De pronto sintió que aquella difícil situación lo llenaba de ternura. La pérdida de una madre era como el corte de la raíz que lo nutre todo. El flujo de savia que venía del pasado cesaba bruscamente. El futuro se convertía en incertidumbre.
—Querida niña. Nadie está preparado nunca. Cuando llega el momento, te enfrentas a él. Ése es el peaje que todos pagamos por ser humanos. Te diré algo más que tu madre ha aprendido y yo todavía estoy tratando de aprender. Todos pasamos por algún momento en el que Dios parece estar ausente y nos encontramos sumidos en la oscuridad y terriblemente solos. Nos abrimos paso como el ciego que tantea el camino adelantando su bastón, con la esperanza de que el suelo se mantenga firme y las criaturas con las que nos topemos sean amigables. No hay ninguna garantía, nunca. Nos mantenemos abiertos al amor, porque sin él nos convertimos en bestias salvajes.