Es como si desde la fecha de su nacimiento en Nyírbáthor, a una década de rebasado el ecuador del siglo, el corazón de la pequeña Erzsébet no hubiese latido nunca. Como si desde aquel funesto día en el que, según cuentan algunas leyendas, se desató una repentina y violenta tempestad sobre la región acompañada de granizo y en la que quedaron inundadas varias aldeas, hubiese carecido de él. Pero es imposible vivir si el corazón no late con sus dos movimientos esenciales, perpetuos: abrirse como un nenúfar sobre las tranquilas aguas de un estanque, contraerse como los pétalos de otras flores, o como los cuernecillos de los caracoles cuando los rozamos con la yema de un dedo, por suave que sea ese contacto.
Sí, tuvo que latir, día a día, hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo. Incluso, según había sabido Pirgist en época reciente porque así se lo explicó un médico al que conociese en Presburgo, haciéndolo a un promedio de un latido por segundo. A veces, en estados de agitación, todavía más deprisa. A él mismo ese galeno le tomó el pulso asegurándole que su corazón latía setenta y dos veces por minuto.
Pero ¿qué podía saber Erzsébet de todo eso? Nada. Ella buscaba otra música en su corazón, al socaire de lo vivo. Y la encontró. Finalmente la encontró, y con bastante probabilidad fue aquella tarde en Kolozsvar, cuando supo de su cadencia exacta, de su melodía predilecta, de su ritmo voraz, de su contrapunto ateo y de su asesina armonía. Ella no quería armonía sino dislocación, cambio abrupto, el acelerado latido que confiere la demencia hecha realidad. Un corazón pesa aproximadamente trescientos diez gramos, según había averiguado Pirgist. En una vida como la suya, que sobrepasaba con creces los sesenta años, un corazón expulsa cerca de doscientos diez millones de litros de sangre, teniendo en cuenta que el cuerpo humano mueve cinco litros de sangre por minuto, y siete mil doscientos al cabo del día. Lo que significaría que una vida de setenta años asiste, ajena a ese fenómeno que en sí mismo resulta difícil de comprender, a más de veinticinco billones de contracciones. Ella no vivió tanto, pero con toda probabilidad superó ampliamente esa cifra, pues su corazón debió de contraerse de emoción con inusitada frecuencia, provocando más latidos, y por lo tanto más contracciones de las normales.
Con el pinchazo de la costurera Irina y lo que ocurrió después, Erzsébet, cuyo corazón habría ido a otra velocidad del que poseen el resto de los humanos, y como preparándose para lo que pronto vendría, conoció su primera sístole. El corazón debió de contraérsele hasta hacerla sentir que se desvanecía. Quizá por eso tardó tanto en reaccionar. Pero, sigue meditando Pirgist, ¿qué pudo saber ella al respecto? ¿Qué sobre las válvulas y arterias, qué sobre el plasma, qué sobre los vasos capilares y las células que deben pasar en estricta hilera por los más intrincados recovecos de ese prodigio de la creación que es nuestro cuerpo? ¿Qué del fluido sanguíneo que recorre, como se ha calculado, los trece kilómetros de finísimos tubos de los riñones, invisibles al ojo humano si no se los observa como un anatomista que estudia un cadáver? Nada. Porque la mayor parte de tan sorprendentes informaciones se habían hecho públicas, y no sin enconados debates entre los expertos, en época muy reciente, sobre todo a raíz del invento de un aparato llamado microscopio y que al parecer era como una gran lente de aumento que permitía contemplar la existencia de los microbios. Partes de un todo, a fin de cuentas. Criaturas de Dios ellas mismas, sin las cuales no podríamos vivir.
Nada de eso pudo saber Erzsébet, y aunque lo hubiese averiguado, nada habría cambiado en su conducta, en su pensamiento. Ella vivía en otra esfera, lejos de las esferas de los mortales, con sus sueños de grandeza y su bendita bondad. Mortales, en suma. Ella, aun siéndolo, no se sentía así, y con terquedad homicida puso todos los elementos para diferenciarse del resto de los humanos.
Pues así como muchas niñas que nacen y se crían en la más penosa penuria sueñan toda su vida con ser normales, pertenecer a una familia que les dé cariño y el alimento seguro, ella lo tuvo incluso desde antes de venir al mundo. Y así como otras, que teniendo ese cariño y ese alimento asegurados, sueñan con ser nobles damas y disponer de riquezas y lujo, ella, teniéndolo en demasía, no se conformó con eso y quiso lo único que no está permitido según ley de vida: vivir por siempre.
Ese fue su gran pecado. Y a ese pecado se entregó incondicionalmente, igual que hembra enamorada a su amado. Pero su amado no fue nunca Ferenc Nádasdy, ni ningún otro varón, ni ninguna de las muchachas a las que tal vez amó, siquiera por breves momentos, antes de asesinarlas. Su amado era ella misma, y su amor, antropófago. Sólo que, malhadadamente, lo canalizó a través de otros seres, todos ellos inocentes, que se vieron arrastrados al abismo, posiblemente, sin entender lo que pasaba.
Y al igual que la joven águila primero emprende altos vuelos para procurarse alimento cuando ya no se lo trae la madre depositándolo en su pico, y luego va ampliando el círculo de su aérea búsqueda en pos de piezas que capturar, así Erzsébet Báthory, ya casi águila de aspecto humano, empezó a trazar vuelos cada vez más lejanos y llenos de riesgos para afirmar su identidad carnívora.
«Csejthe», solían mencionar las gentes a sovoz cuando surgía el tema al que, aun transcurridos muchos años y probados los hechos, algunos no daban crédito, o no en su pavorosa totalidad, aduciendo que se trataba sin duda de exageraciones. Csejthe fue, sí, su madriguera, su nido predilecto y donde más abominaciones cometió, pero su formación en el Mal no se inició ahí, sino en los sitios más alejados y dispares, fuesen castillos pertenecientes a la familia Báthory o a los Nádasdy. Csejthe, supuestamente baluarte que se había construido sobre las ruinas de una fortificación que databa de época inmemorial, era un marco peligroso para sus propósitos mientras vivió su esposo, pues algunos parientes de éste podían sorprenderla con una visita inesperada. Además, Csejthe, y así fue hasta la fecha del 4 de enero del Año de Gracia de 1604, estaba lleno de
haiducos
fieles a su Señor, que podían hablar más de lo deseado. Aunque hasta entonces ya había cometido algunos crímenes en ausencia de Ferenc Nádasdy, siempre procuró obrar con relativa discreción. Para ello le fue necesario recurrir a otros castillos. Sin embargo, esa mole de piedra, con sus altas almenas tras las que se protegía el castillo propiamente dicho, con sus cuatro torreones en pico y su gran capilla anexa, pero sobre todo con una tupida red de pasadizos y sótanos, así como mazmorras, siempre estuvo en el punto de mira de Erzsébet.
Aún no podía volar plena y libremente, aún se veía obligada a reptar.
No sería hasta el año 1276 cuando el castillo vio cómo se efectuaban en él las definitivas reformas para convertirlo en un bastión casi inexpugnable, si no era mediante un largo y costoso asedio de meses, probablemente. Matús Cak, señor de los dominios de Trencin, fue el primero en asentarse en ese castillo. Años después fue Ctibor I de Beckov, otro oligarca de la región, quien vivió allí, aunque Csejthe, por derechos reales, seguía perteneciendo a Segismundo de Hungría. Ctibor y sus descendientes vivieron en el castillo hasta 1434. Dos años después Segismundo lo legó al Palatino Michal Ország. Fue la época de Matías Corvino. Posteriormente pasaría a manos de Ladislav, preboste de Novohvad y de la comarca de Heves Sees, y aún más tarde a su hijo Kristof, que era el juez de la región. Éste murió, sin tener descendientes, en 1567. No sería hasta la fecha del 4 de abril de 1569 cuando Maximiliano I de Habsburgo se lo concedió a Orsolya Kanisky, viuda de Thomas Nádasdy. Ésta, a su vez, hizo entrega del castillo a Ferenc, su hijo, por entonces jefe de las tropas que vigilaban el Danubio, que los turcos pretendían ocupar a toda costa para tener así acceso directo al centro del continente. Ferenc Nádasdy no lo obtuvo en propiedad exclusiva hasta el día 22 de agosto de 1602, según consta en las escrituras, luego de pagar treinta y seis mil monedas de oro. Aun en esos dos años en los que vivió su esposo, Erzsébet procuró no usarlo para sus crímenes, y sí lo hizo, en cambio, como laboratorio de sus juegos y experiencias con la magia negra. Tuvo que ser también por esa época, 1602, cuando János y su madre llegaron a Csejthe. Él era muy chico y nada puede recordar de las exequias que se celebraron con motivo de la muerte de Ferenc Nádasdy. Él y su madre habían llegado cruzando el país desde una pequeña aldea llamada Tárzvna-Licvezini, situada entre las villas de Ileanda y Dej, en los montes Crasnei, y que se levantó a orillas del río Somesul. Por aquel entonces esa zona se hallaba en la conflictiva frontera entre Valaquia y Transilvania. Frecuentemente se producían escaramuzas con los otomanos, dispersos por toda la región, o entre familias cristianas que se disputaban el mecenazgo de tales territorios.
Como era natural en esas ocasiones, cuando un personaje ilustre fallecía, a veces había que aguardar semanas enteras hasta que pudieran llegar sus familiares desde alejadas regiones. Los funerales de Ferenc Nádasdy, pues, se demoraron durante casi un mes. Pero, en pleno invierno del año 1604, Erzsébet ya era la única dueña de Csejthe, y János, por mucho que se lo habían contado, no lograba tener ningún recuerdo de aquel ir y venir de gentes, con todo el esplendor y pompa apropiados para el momento. Sí lo recordaba de bodas posteriores, por ejemplo. También entonces las celebraciones se prolongaban por espacio de muchos días.
Pirgist ni siquiera sabe a ciencia cierta la fecha de su propio nacimiento. Su madre, una campesina sin la menor cultura, no lo bautizó, aunque de ello no cabía culparla, pues bastante tenía con sobrevivir y sacar adelante a su pequeño. Siempre la oyó decir que él nació más o menos con el siglo. Acaso un poco antes, afirmaba dubitativa. Así que durante los años en que la Condesa cometió su enorme lista de crímenes, principalmente en Csejthe, es decir, entre 1607 y 1610, János tendría aproximadamente siete u ocho años. Quizá un poco más.
También recuerda que le llevaban de un sitio a otro, cosa que ocurría cada varios meses. En total estuvo en nueve de los castillos que, bien fuesen heredados de los Báthory o de los Nádasdy, poseía Erzsébet. Hubo otros, hasta dieciséis, pero János no llegó a verlos personalmente.
Para él Csejthe era el mundo, y sus bellos alrededores el único universo conocido. Pocas veces bajaba al pueblo, que tendría unos pocos centenares de habitantes, absolutamente todos al servicio de la Condesa. En Csejthe se crió junto a los otros niños del resto de mujeres que servían a Erzsébet. Nunca vio a una sola niña, aunque de este hecho, la ausencia total y anómala de niñas o chicas jóvenes, fue consciente por vez primera en Sárvár. Pese a todo, tampoco le extrañó especialmente. Fue en Csejthe donde amasó sus secretos, tan ocultos en el fondo de la conciencia que incluso ahora, cuando del castillo otrora amenazador muy poco quedaba en pie, se le antojaba todo nebuloso, intangible.
Porque János Pirgist sabe que de nuevo ha ocultado algo. Se lo ha ocultado a sí mismo, como queriéndolo olvidar, pero ahí está. La imagen vuelve y vuelve, interfiriendo en sus pensamientos. No lo escribió en las cuartillas anteriores por temor a saber de qué o quién, pero lo único cierto es que no lo hizo. ¿Será capaz de explicarlo ahora? ¿Se atreverá a decirlo todo? Debe intentarlo. Ya nada ha de temer, eso piensa para darse ánimos.
Fue la madrugada en que miró a través del ventanuco del cuarto en que dormían las lavanderas y pudo ver cómo esas mujeres que constantemente acompañaban a la Condesa, transportaban gruesos sacos en los que él creyó distinguir formas humanas.
Fue la madrugada en que la vida dentro del castillo cambió radicalmente para él. Allí, en el patio, las mujeres transportaban esos sacos. Y allí, Darvulia, la temida y evitada por todos, daba órdenes y azuzaba a los gatos con su cayado.
Antes de apartar el rostro del ventanuco, asustado, János vio algo más, aunque estuviese a cierta distancia de donde se desarrollaba la escena.
Un pie. Eso fue lo que vio, horrorizado: un pie colgando y lleno de sangre, que pronto ocultaron bajo la tela del saco. Ante sí, y a través de aquel pie que se balanceó lánguidamente durante varios segundos, fue cuando en su mente empezó a gestarse el vitral gótico de colores como destellos, de formas fluctuantes y amenazadoras, que no era sino el colofón de una escena de suplicio. Aquel espanto policromo, lleno de negros, grises, azules y rojos, a diferencia de los inertes fragmentos de los vitrales que sus ojos habían podido recorrer con detenimiento en alguna iglesia que visitase con su madre, se movía de manera especial. Creyó que gemía. No es probable que la muchacha estuviera aún moribunda, pero tampoco se podía descartar tan macabra eventualidad.
¿Cómo era posible que él creyese oír un débil gemido, a esa distancia del patio, cuando a su vez se sentía incapacitado para oír, pues así se lo propuso? Quizá fue su imaginación, o la certidumbre de los gemidos, éstos sí, reales, escuchados en la lejanía horas antes. János llegó a poseer una especie de percepción táctil y a distancia, aunque en realidad se trataba de puro instinto de supervivencia, similar al de los seres irracionales.
Incluso él, medio dormido y creyéndose mudo, sordo y loco, contuvo la respiración cuando ante sus ojos apareció aquello que por fuerza tenía que ser un pie. Pero seguía sin estar ciego. Llevado por su intuición del peligro, permaneció inmóvil. Era una piedra más. Luego, lo recuerda perfectamente, entreabrió la boca, como si se ahogase por faltarle el aire. Fue ése el momento en que cerró los ojos mientras lanzaba un alarido hacia adentro. Hubiera querido ser ciego, pero no lo era.
Nadie lo oyó, de eso está seguro. Su grito sólo lo oirían las piedras de aquel muro que iban a dar al patio. Sólo ellas pudieron percibir, de tener capacidad para ello, la contracción de su torso menudo, que de inmediato se apretó contra la pared.
Su mudez le salvó la vida.
No ser ciego se la quitó, de algún modo, pues desde ese preciso instante se sabía condenado. Fuera porque pudo vérsele asomando su cabecita a través del ventanuco, fuese porque lo que terminaba de contemplar iría acompañándole ya durante el resto de su existencia, estaba condenado.
Su serenidad en aquellos momentos críticos le salvaría del desastre inmediato.
No obstante, le sacudió la seguridad de que su esqueleto iba deshaciéndose de temor, igual que un tronco en la chimenea, conforme sus ojos observaban.