—Pero me harán daño, como a ti… —le dijo János.
—No, tranquilízate. Nadie va a hacerte nada.
Volvió a encogerse de dolor.
—¿Y cómo lo sé? —preguntó él, angustiado pero queriendo ayudarla.
La chica dudó un momento y luego, de nuevo sonriéndole, dijo:
—Porque lo que te pido no es para que lo hagas ahora, sino más adelante, cuando seas un poco mayor y ya no estés aquí.
Él asintió. Pese a su miedo, estaba dispuesto a escuchar.
—Recuerda esto. Mirta —balbuceó la chica—. Soy de una aldea llamada Szintrámehrá… a ver, repítelo conmigo: Szintrámehrá…
—Szintrámehrá —cacareó él en un murmullo.
—Muy bien. Lo que te pido es que algún día, cuando te hayas hecho grande y fuerte, vayas a esa aldea y busques a mis padres y mis hermanos, que aún vivirán allí.
János volvió a mover su cabecita, indicando que entendía lo que estaba oyendo.
—Entonces, cuando los encuentres, les dirás que Mirta se enamoró de un joven, en Csejthe, y una noche se escapó lejos con él. Muy lejos, ¿lo comprendes?
—¿Dónde de lejos? —preguntó János, serio y dispuesto a cumplir lo que le pedía.
—Donde tú quieras. Viena, Italia… Diles que, oyesen lo que oyesen de cuanto aquí sucedió, su querida Mirta logró huir en compañía de ese apuesto joven. Diles que está bien, aunque difícilmente podré volver a verlos, porque me hallaré lejos, muy lejos… —Al decir esto último se le empañaron los ojos de lágrimas.
—Lejos —repitió János mordiéndose los labios.
—Así, eres un niño muy listo —repuso la muchacha. Luego, tras suspirar hondamente, añadió—: Es para que no vivan preocupados. Yo sé que tú entiendes lo que quiero decir… ¿verdad?
János movió su cabeza en sentido afirmativo. La chica siguió:
—Esa aldea está muy cerca de Zvolen, junto al Hron, y es muy linda, créeme… Repítelo para que yo lo oiga.
—Zvolen, al lado del río Hron… —dijo János con aire satisfecho, pues se daba cuenta de que, pese al peligro, estaba haciendo algo bueno.
—Eres un amor, criatura, y sé que algún día Dios te premiará por esto… —dijo la joven dando súbitas muestras de dolor, que no obstante pareció disimular contrayendo sus mandíbulas.
Luego le rogó que, por última vez, repitiese cuanto ella le había pedido.
—Mirta, de Szintrámehrá, cerca de Zvolen…
—¿Junto a qué bonito río?
János vaciló unos instantes. Al fin dijo:
—Al Hron —Y luego, sin que ella se lo solicitase, siguió—: Estás con tu esposo, lejos, en Italia.
A la muchacha se le escaparon sendas lágrimas.
—Mucho mejor de lo que yo creía… —añadió con emoción.
Entonces a János se le ocurrió decir:
—Y también les diré que eres muy feliz, y que tienes hijos y vives en un sitio precioso. Que siempre los llevas en tu pensamiento y que los quieres…
La muchacha rompió en llanto, incapaz de dominar sus sentimientos. La cabeza le cayó sobre el pecho, sin fuerza. János también notó que gruesos lagrimones caían por sus mejillas. Se los secó. Al poco, y cuando logró reaccionar, la chica le dijo:
—Ahora vete, y procura que no te vean… ya me entiendes. No le cuentes esto a nadie, ni a tu mamá. Sé que algún día cumplirás tu promesa. ¿Lo harás, no es cierto?
—Te lo prometo —dijo János volviendo a secarse las lágrimas con su manga.
La cabeza de la joven pareció a punto de desplomarse de nuevo. Aún hizo un último esfuerzo para rogarle:
—¡Venga, vete ya…!
—Adiós, Mirta —silabeó János antes de cerrar la puerta dejándola tal y como él la había encontrado. Aún pudo oír, en un tenue murmullo, la voz de aquella chica a la que ya no veía:
—Que Dios te guíe…
János, deslizándose entre las sombras, recorrió varios pasillos hasta llegar a un sitio que conocía. Se había olvidado por completo de su perrillo, que apareció en el lavadero horas después, contento y agitando el rabo, como dando a entender que había hecho una travesura pero que tampoco era para tanto. János se pasó mucho tiempo acariciándolo, aunque su mente seguía puesta en esa chica, Mirta, de Szintrámehrá, cerca de Zvolen, junto al río Hron. Lo repitió en voz queda varias veces. Pensó en apuntarlo, pero algo le dijo que no debía hacerlo. Tenía que memorizarlo como fuese. Tanto rato y durante tantos días estuvo haciéndolo, que hasta soñaba con Mirta y su bonita aldea. Hasta llegó a creer, porque necesitaba hacerlo, que era verdad cuanto ella le había dicho. Ya la imaginaba con su guapo amante y con hijos, viviendo en un lugar de Italia. Pero en su fuero interno sabía que todo aquello era una burda mentira, y que Mirta, a tenor de su estado, iba a ser de las que gritarían en las noches siguientes. Con sus nueve años, János era capaz de comprender todo eso y más, aunque hubiese construido su propio mundo para preservarse del miedo.
Aproximadamente una semana después de aquella conversación volvieron a oírse gritos esporádicos que surcaban la noche de Csejthe. Parecieron llegar de la lejanía, pero estaban siendo proferidos allí cerca, tras los muros. Su madre dormía con apariencia plácida. Kata no estaba en el jergón. Y él, con los ojos muy abiertos, repitió por enésima vez:
—Mirta de Szintrámehrá…
Luego cerró los ojos intentando no oír, pensar en otras cosas. En avispas y petirrojos, en libélulas o en su perrillo, que seguía cojeando y cada día era más travieso. Al final se durmió, pero soñó con Mirta.
János no supo entonces que la joven Mirta, como al parecer había sucedido ya alguna vez con otras chicas, apareció cierta mañana colgada de una viga. Es posible que lograse deshacerse de sus ataduras y, con lo que restaba de ellas y su vestido, o quizá el de sus compañeras, hacer una improvisada cuerda.
Colgada de esa viga, balanceándose con suavidad en la penumbra, la encontraron al ir a buscarla, pues ya le tocaba el turno. Entre Jó Ilona y Ficzkó la hicieron descender y la enterraron a saber dónde. Pero aquel suceso, infrecuente aunque no el único, tuvo que impresionar vivamente a Jó Ilona, quien a su vez hizo algún comentario a Kata. Ésta, por su parte, lo contó a sus íntimas en el lavadero. János, que había aprendido a oír sin dar muestras de prestar atención, cazó al vuelo unas palabras pronunciadas por Kata con signos de pesadumbre:
—Dicen que parecía un ángel.
Aquella noche, las lavanderas que sabían rezar oraron por esa muchacha que valientemente decidió poner fin a su vida antes de que se la arrancasen.
Durante toda la existencia su recuerdo acompañaría a János, quien nunca pudo saber si la chica que apareció colgada de una viga era o no Mirta. Él sabía que sí. Lo intuía, y en ese tipo de cosas la intuición jamás le fallaba.
Mirta, su ángel.
Casi quince años después logró János ir a la aldea de Szintrámehrá, y tras preguntar a unos campesinos encontró a la familia de Mirta. Necesitó de mucho aplomo para no derrumbarse mientras les contaba una fabulosa historia. Todos parecieron enormemente aliviados y contentos, pues tanto tiempo después, y sabiendo que su querida Mirta había sido llevada a Csejthe, ya la daban por muerta. La madre se le abrazó con grandes muestras de agradecimiento, mientras que el padre le aseguraba que ahora ya podían estar tranquilos y morir en paz, pues conociendo el carácter de su amada niña, así se lo dijeron, sin duda sería muy dichosa allí donde estuviera, aunque fuese en alejadas tierras de allende los mares.
Viendo la emoción de aquellos seres a los que las privaciones y penurias no habían podido doblegar, cien veces más nobles que los nobles de noble rango y mullidas cunas, János, que ya entonces era sacerdote, se vio haciendo algo que nunca antes y nunca después volvería a hacer: agrandó su mentira. El buen Dios sabría perdonarle por ello. Así que les dijo que, según había podido oír de cierto vendedor de telas años atrás, Mirta estaba a punto de partir para latitudes que, en efecto, se hallaban al otro lado de los mares, con su propia familia, que ya era numerosa. Estaba prácticamente seguro, afirmó con el mayor de los convencimientos, de que, a tenor de las descripciones que dicho vendedor ambulante le había dado, así como por las preguntas y explicaciones que él mismo dio de Mirta, por fuerza debía de tratarse de ella. Una joven de origen húngaro, de pelo rubio, casada con un muchacho también proveniente de Hungría. Coincidían las fechas, coincidían las descripciones.
De nuevo le dieron muestras de agradecimiento y de su afecto, hasta donde su educación les permitía. Además, les impresionó mucho que János fuese sacerdote. Esto, por si aún quedaba un resquicio para la duda, confirió a su relato una total credibilidad. Antes de irse les pidió que rezasen juntos por la nueva vida que Mirta había emprendido en un sitio lejano. Lo hicieron, y ahí estuvo János otra vez a punto de delatarse, pues la amargura, mezclada con la felicidad de ver a aquellos seres tan emocionados, le impedían casi declamar su oración.
No le dejaron irse sin darle algo de queso y un poco de vino, que sacaron de su pobre despensa. Él intentó rechazar el obsequio, pero pronto se dio cuenta de que debía aceptarlo como muestra de gratitud y para no herir sus sentimientos. Cogió el queso y el vino pues, y partió de aquel lugar.
Fue a los pocos minutos de haber perdido de vista la aldea cuando se sintió desfallecer. Descendió de su caballo a duras penas y se postró de rodillas en el camino. Intentó rezar, pero no pudo. Empezó a llorar como un niño al que pegan o castigan por algo de lo que no se cree culpable. Se desplomó tan alto era sobre la hierba, y allí estuvo, entre hipidos y llorando, un buen rato. Cuando por fin se hubo calmado, reemprendió el viaje.
Mirta, su ángel, se merecía esto. Entonces, ya sí, pudo rezar en silencio por ella y por su alma, que estaría allende los mares, en el cielo.
Y pensó de nuevo en aquella aciaga época, cuando la Condesa aún vivía.
Como décadas antes ocurriese con la trágica muerte de María Estuardo, tampoco el asesinato de Enrique IV de Francia pareció conmover lo más mínimo a Erzsébet, quien cuando sucedió el magnicidio, en 1610, se hallaba inmersa en su diaria bacanal de sangre. Pese a que cuantos llegaban del exterior le hablaban de ese tremendo suceso, ella se mostró indiferente, provocando la sorpresa entre quienes se lo mencionaban. Y el hecho era de capital importancia, por las repercusiones políticas y también religiosas que lo habían precedido y por las que después habrían de seguir. Este rey, descendiente de los Valois y de los Capetos, fue el primero de la dinastía de los Borbones, y era de carácter frívolo, a menudo disoluto, pero se hizo querer en la medida de lo posible por su pueblo, que estaba dividido a causa de los litigios religiosos que afectaban a toda Europa. Se hizo proclamar soberano en el campo de Saint-Cloud, y con la ayuda de Inglaterra venció al Duque de Mayenne en las batallas de Ivry y Arques. Puso sitio a París, pero la ciudad se le resistió tenazmente, aguantando el cerco hasta la llegada de las tropas españolas, bajo el mando de Alejandro Farnesio, quien acudía en ayuda de los parisinos. Felipe II pretendía el trono de Francia para su hija Isabel Clara Eugenia. En el año 1593 Enrique IV hizo solemne abjuración del calvinismo que hasta entonces profesaba. Fue en la basílica de Saint-Denis, y pudo entrar triunfante en París. Cuando concluía el siglo se firmó la Paz de Vervins y, para acabar de una vez por todas con los enfrentamientos religiosos, el rey promulgó el llamado Edicto de Nantes, que garantizaba la libertad religiosa y la igualdad de derechos civiles para todos sus súbditos. Ayudado por el Duque de Sully, dio un gran impulso a la nación, pero lo cierto es que, en cuanto le fue posible, atacó los intereses españoles en Holanda e Italia, así como a los Austrias de Centroeuropa, favoreciendo a los protestantes alemanes frente a la política del emperador hispano. Su asesinato a manos de un exaltado en la primavera de 1610 hizo temer por la ya más que precaria estabilidad de Europa, y en efecto, años después ésta quedaría destrozada en una sangrienta contienda que iba a durar décadas. En el entorno de los Habsburgos se vivieron con expectación los acontecimientos que rodearon el magnicidio, que por la cercanía física les importaba más que la ejecución de María Estuardo. De hecho Hungría, tras la destrucción de su reino en la batalla de Mohács luchando bajo las órdenes de Jan Hunyadi y su hijo Matías Corvino, era el adversario con el que una y otra vez se topaban los turcos en sus intentos de expansión por el valle del Danubio, habiendo estado aquéllos, ya en 1521, a punto de tomar Viena. Las circunstancias habían obligado a Hungría a unirse a Bohemia, pero Mohács dio al traste con esa alianza. Sólo tiempo después, y siempre bajo el temor de un nuevo y definitivo ataque otomano, Hungría optó por aliarse con Bohemia y Austria bajo la dinastía Habsburgo. Francia, en esa estrategia, era fundamental. De ahí que la esquiva política de Enrique IV ante la amenaza turca fuese un constante problema, pues con su enemistad con la Casa de Austria privaba a la Cristiandad de un gran aliado. Lo cual no consiguió, siquiera cuando se supo del magnicidio, que Erzsébet se preocupase lo más mínimo, ya que ella misma, algo más allá de Csejthe, en la parte oriental del Vág, había tenido que soportar incursiones turcas, que por fortuna eran esporádicas y poco consistentes. Un rey de más o de menos en Europa, aunque fuese asesinado en el país que tenía visos de convertirse en el más importante del continente, tampoco iba a ser motivo de sus cuitas o cábalas. En cualquier caso, su nula reacción ante la noticia del crimen perpetrado en la persona del carismático rey francés no hizo sino despertar el desconcierto, cuando no el recelo, entre quienes se lo comentaron. Realmente, muy loca debía de estar, o muy insensata debía de ser, para no dar muestras de preocupación.
Hacia mitad del año 1610 las cosas se habían precipitado en Csejthe. Erzsébet se hallaba en estado de suma alteración ante el anuncio de la visita que algunos de sus parientes pensaban hacerle por Navidades. Si se negaba a ello despertaría más sospechas, y si aceptaba de buen grado, se vería obligada a un trasiego de chicas que en nada la complacía.
De ese modo los meses finales del verano y del otoño de dicho año hubo que trasladar a decenas de esas muchachas, algunas heridas, otras desnutridas, y las más definitivamente aterradas a lejanos castillos, hasta que pasase el peligro. Pero ello, como ya había podido constatar con preocupación, suponía incurrir en nuevos riesgos, pues eran los
haiducos
quienes debían trasladar las carretas con aquellas jóvenes.