Entonces los ojos de János, aprovechando que en esos minutos había clareado un poco más, se fijaron con renovada atención en la escena. Aquel saco era muy extraño. El trigo no se doblaba así, y era demasiado pesado y maleable como para ser leña.
Sintió como si una fina lluvia calase hasta lo más hondo de sus huesos, pues había intuido algo que lo sacó definitivamente de su modorra. Incluso se agachó unos centímetros por temor a ser visto, cosa que era imposible desde el patio, pero él no lo sabía.
Fue entonces, sí, cuando hizo un gesto indebido. Algo que estaba prohibido y que en innumerables ocasiones le habían advertido que no hiciera, tanto su madre como Kata. Pero fue un gesto inevitable, humano: miró.
Sus párpados, aún llenos de legañas, se movieron en un tenue aleteo entre el desconcierto y la curiosidad propia de un niño que, era verdad, había adquirido las costumbres propias de un gato. Su retina, vidriosa, se dilató con lasitud. El nervio óptico aún debió de tardar varios segundos en captar la imagen que llegaba desde un extremo del patio, al otro lado de un muro de piedra que separaba esa zona de un huerto.
¿Qué veían los ojos del niño, que ni siquiera se atrevía a mirar? ¿Qué, cuando le pareció que todo él flotaba en el aire de aquella madrugada?
Algo en el saco llamó su atención, quizá la forma peculiar de lo que llevaban dentro. Era fláccido y se bamboleaba tenuemente conforme las mujeres, no sin dificultades, iban caminando. Aun sin verlos, pudo distinguir que allí dentro había unas piernas y unos brazos. Lo notó sobre todo por las piernas, que se doblaban de modo inconfundible. Eso solamente podían ser unas piernas.
Se apartó bruscamente del ventanuco, apoyando su espalda contra la pared de piedra. Luego fue dejándola caer con lentitud hasta quedar sentado en el suelo. Comenzó a jadear compulsivamente. Y su primer pensamiento fue: será alguien que se ha puesto enfermo y murió. Ahora lo llevaban a enterrar en cualquiera de los campos cercanos.
Pero los dientes empezaron a castañetearle. No podía frenar ese movimiento. Él tenía sólo ocho años, y quería pensar bien. Porque así lo deseaba su madre. «Nunca pienses cosas malas», era la constante admonición de ella. «Nunca pienses cosas malas». Y de nuevo acudía a su mente la idea de una muerte repentina ocurrida horas antes en el castillo. Aunque parecían ser dos las muertes que habían acaecido, ya que eran dos los sacos, más o menos de idéntica forma, que transportaban aquellas mujeres, ambas de gran corpulencia.
Pese a todo, su instinto le dijo que era posible que él sólo hubiese llegado a ver una parte del proceso. Y, al igual que había visto dos de esos sacos, era probable que, antes de que mirase, ya hubiesen sacado alguno más. Y también parecía lógico que después de haber visto y esconderse, pues eso y no otra cosa sintió que había hecho, aún siguieran transportando nuevos sacos. Pero no iba a ser malo y mirar. Ya tenía bastante.
Empezó a rezar el Padrenuestro en latín, improvisando varias partes, inventándose otras, porque lo cierto es que correctamente sólo sabía el inicio de esa oración.
Su boca no dejaba de temblar, pese a estar rezando. Así se introdujo de nuevo en el jergón y se arrebujó bajo la manta llena de remiendos. Su madre dormía con apariencia tranquila. Estaban a salvo. No había pasado nada, se dijo. No había oído ni visto nada. A nadie contaría jamás aquello. Cuando repetía por enésima vez el inicio de su soliloquio:
Pater Noster quid est in caelis
…, le vinieron a la cabeza los gritos que pudo oír, aunque llegados de muy lejos, y a los que decidió no prestar más atención, pues eso había empezado a ser habitual en el castillo por las noches. Cerró los ojos y pegó su rostro a la espalda de su madre.
Pero nunca olvidaría el movimiento de aquellos sacos, el suave vaivén de sus extremos y laterales.
Se sentía tonto, ciego, sordo, mudo, y empezaba a creer que era una maldición no poder olvidar. Esa sensación iba a serle insoportable con el paso de los años. Porque una y otra vez, cuando creía haber avanzado en su acercamiento al núcleo del enigma que rodeó a la Condesa Báthory, en esos momentos en los que estaba seguro de haber establecido unas bases sólidas para entender la genealogía profunda del mal que anidaba en ella, de nuevo veía derrumbarse una a una todas sus expectativas al respecto.
¿Era Darvulia a quien se debía la genuina inclinación a la crueldad que parecía sentir esa mujer que nació para tenerlo todo, hijos, felicidad, riquezas, y que sin embargo de todo ello prescindió para seguir alimentando el fuego perverso de una pasión que la consumía: maltratar a inocentes, torturarlas y finalmente darles muerte, pues ésa y no otra fue su auténtica pasión desde muy joven? Seguramente no. A lo sumo Darvulia, con todo su ritual de conjuros y pócimas alucinatorias, vio consternada que cuanto le había contado a Erzsébet en los últimos años a fin de que ésta pudiese mantener intacta su belleza, algo imposible y que atenta contra las más elementales leyes de la vida, la introdujo en el culto de la sangre. Pero ella, bruja e infame, no hizo sino cumplir su patético papel de ser un eslabón más, otra mecha que se encendía. ¿Acaso esas plantas de poderes mágicos y efectos imposibles de imaginar por quien nunca las hubiese probado, y de ello podía hablar Pirgist con fundamento pues él sí se introdujo en esa desquiciada ruta mental en pos de obtener respuestas, acaso esas plantas, fuese inhalando su vapor, bebido su extracto, masticado e ingerido lo que resultaba de su maceración una vez prensadas, eran las causantes directas de los actos que en una espiral sin freno Erzsébet había empezado a cometer? Sin duda, no. También esas plantas, que en ella ejercían un poder venenoso pero en otras personas, y en ajustadas dosis, tenían los efectos precisamente opuestos, eran un mero peldaño en su ascensión suprema y solitaria al trono de la locura.
La génesis de su mal, por lo tanto, era necesario rastrearla en diversos factores, cada uno de los cuales, aislados, habría hecho de ella un personaje de inicuo carácter y costumbres bárbaras o licenciosas: la lógica serie de perturbados mentales que hubo en su familia, su más que posible epilepsia, cuyos brotes surgían tan de improviso y con tanta intensidad como tan pronto se iban, su creencia en lo oculto, su atracción por lo obsceno, su exacerbada y demente lujuria, incapaz de satisfacerse si no era causando un extremo dolor físico a alguien indefenso. Todo ello fue la mezcla que la llevó a ser como era.
Pero es que ella nació en Nyírbáthor, junto a los montes Maramures, y en esa región, así como en zonas boscosas colindantes, los campesinos aún creían en los poderes del dios
Isten
y la diosa
Mielliki
, o en el diablo
Ördög
, a quien rendían pleitesía numerosas brujas a las que, como sucedió con Darvulia, acostumbraban a seguir perros medio salvajes, nacidos y criados en el bosque ignoto, al igual que gatos siempre negros, cuya simple visión abotargaba los sentidos.
Nació en una época de fabulosas historias y leyendas de un salvajismo difícilmente comprensible en sociedades más civilizadas, donde el búho y la comadreja blanca, denominada
Savoldu
, eran animales sagrados a los que se reverenciaba lo mismo que a la Cruz, lo cual da pábulo a pensar que la mentalidad de aquellas gentes estaba, en lo religioso, profunda e insoslayablemente escindida. Allí, y así tuvo que vivirlo Erzsébet desde su más tierna infancia, que nunca fue tierna porque ella no lo era, se respiraba una atmósfera de secular atracción hacia seres invisibles, como
Delibab
, el hada del viento, o las divinidades llamadas
Tünders
, a las que se consideraba hermanas de todas las maravillas del mundo.
Era tal su interés por ilustrarse en dichos temas que llegó a erigirse casi en una erudita en ellos. Lo que no tenía cerca, y por ello no podía comprobar con sus propios ojos, se lo hacía traer, si se trataba de algún objeto o sustancia. O se lo hacía describir, si de lo que se trataba era de una fábula. De ese modo aprendió, siendo ya muy joven, los secretos de
Dziéwanna
, diosa de los bárbaros, o los misterios del inmenso bosque de avellanos de Zutibure, donde es tal su espesura que, se decía, el sol apenas nunca roza la tierra. También supo de la adoración a símbolos erigidos con yesca y musgo seco, que podían hallarse cerca de Habsburg, en la Sajonia Oriental, o en el Broksberg, cerca de Gotzlav, sitio en el que se seguía adorando al dios Krodo, y donde efectuaban libaciones de sangre en honor a Harduc, el Señor de la Guerra, actos en los que usualmente se añadía el sacrificio de un caballo blanco para aplacar su funesta cólera. Aunque varios sacerdotes cristianos derribaron muchos de estos ídolos, y el obispo Geroldo exorcizó bosques enteros, las gentes de aquellos lugares continuaron compaginando su curiosa manera de entender la fe: de un lado honraban las enseñanzas de la Biblia y del Evangelio. De otro, no querían prescindir de un culto a toda esa serie de divinidades paganas. Y era frecuente, aun en aquella época, que a sus animales de compañía les pusiesen nombres como
Senki
, Nadie, o
Bus
, Melancolía, o Kedvellon, Pena.
Siempre tristeza y temor. No eran proclives a la alegría aquellas gentes que debían soportar un clima abrasador en verano y temperaturas glaciales en invierno, donde los otoños parecían ser caldo de cultivo ideal para vientos huracanados y torrenciales lluvias que duraban semanas enteras. Sólo la primavera, justo en ese período inmediato a la plena irrupción del estío, veía llenarse de flores los campos. Eso fue lo único que durante aquellos aciagos años alegró el corazón del pequeño János Pirgist. Las flores de los campos, que él miraba soñando que eran el mar, que entonces aún no había llegado a ver. Allí vivía, siempre con un secreto supeditado a otro, como el de la madrugada en la que se levantó antes de tiempo.
En la soledad de su escritorio piensa que cuando la Erzsébet era niña, una chiquilla de la misma edad en la que él atisbó a través del ventanuco y vio lo que vio, ya se habría quedado con la música que emanaba de los relatos que sin duda alguien le contaría. Y sin duda prestó especial atención al dato de las libaciones de sangre en honor a Harduc. La niña que empezaba a leer no sólo en húngaro, sino también en alemán y latín, combinando la lectura de la Biblia con la
Oración Fúnebre
, el texto más antiguo escrito en húngaro. La niña de apariencia tranquila pero con súbitos accesos de furia a la que poco importaba cómo vestían las esposas de los nobles que visitaban sus castillos, con atuendos que recordaban iconos y pinturas representando personajes sasánidas o bizantinos. Tampoco le importó nunca lo que contaban aquellas aristócratas, la mayor parte de ellas de conducta tosca y casi todas vocingleras, de cuanto habían visto en Presburgo, en Praga o allí donde estuviese la corte de los Habsburgos. La que apenas prestaba oídos a las melodías entonadas por trovadores magiares, canciones henchidas de nostalgia que oyeron, siglos atrás, Hegedüs y los miembros de la ilustre familia de los Kobzós, descendientes directos del famoso Atila, rey de los hunos.
No, ella quería saber más y más acerca de todos esos ritos y aquelarres de brujas y endemoniados de los que tanto se hablaba, aunque fuera en chascarrillos y nadie los hubiese visto jamás. Ritos que tenían lugar en el Harz alemán o el monte Tonale, en los Alpes Orientales o el monte Meliboeus, cerca de Brunswick, y también en enclaves de Francia como Bvanny, Casignan, Sabene o Chamblay. O, en la propia Hungría, en las zonas de Sárvár y Vasoakv. Su cultura, en ese sentido, ya no iba a dejar de crecer ininterrumpidamente. Pero al final siempre estaba su predilección por Lilith, llamada en esas tierras Lilitu, la lúbrica diosa del amor, que pervierte a los hombres mientras duermen, incitándoles al adulterio y a la concupiscencia.
Erzsébet amaba a Lilith por encima de cualquier otra deidad. Porque era Lilith la que, según las antiguas versiones de la Biblia, fue primera esposa de Adán. Fue Lilith la que le indujo a practicar formas del amor que iban contra la naturaleza humana, y por ello, con el advenimiento del catolicismo, se la borró de cualquier texto bíblico. Erzsébet había rastreado sus huellas entre las páginas del sagrado libro, y sólo en Isaías dio con una referencia a tan detestado personaje, aunque no se la mencionara por su nombre real. En la
Vulgata
, en cambio, sí podían hallarse menciones a ella. Lilith, la succionadora de sangre y semen. Lilith, a quien todavía ahora, en muchas aldeas de Hungría, se temía como a la peste, inscribiendo las familias en la entrada de sus viviendas el lema: «Adán y Eva, sí. Lilith, no». Porque Eva, pese a su pecado, que en realidad no fue más que producto de la curiosidad, era la mujer buena y sumisa a los deseos de su hombre. Lilith, en cambio, era viciosa e insaciable. Si los niños enfermaban y morían, se debía a Lilith, y a Lilith las enfermedades venéreas. Contaba la leyenda que Lilith, expulsada por los ángeles del Paraíso, y antes de que Dios hubiese creado a Eva, huyó hasta el mar Negro, precisamente a la zona de Transilvania en la que nacieron los antepasados más remotos de los Báthory. Allí vivió largo tiempo, ocupada en sus maldades. ¿Cómo no iba a amarla Erzsébet si Lilith era, como se conocía en Astrología, el punto en el que la Luna, estando completamente alejada de la Tierra, alcanza su grado de mayor oscuridad? Así, como concepto filosófico aplicado a las ciencias del cielo, ella seguía amándola. Se sentía Lilith en su cenit. Brillaba con rutilante esplendor, aunque de ella sólo emanasen tinieblas. Estaba en su apogeo, y Lilith la protegía.
Lilith se encontraba a su lado, como un ente protector, cuando la niña Erzsébet, mientras jugaba con sus primos a los trineos, los embestía por detrás, intentando despeñarles por barrancos helados. Alguno le pegó, pero eso poco habría de importarle. Al contrario, le estimulaba para intentar no fallar en un nuevo y premeditado golpe. Entonces de ella se decía, no sin haberla castigado, que era irremediablemente traviesa. Pero no era traviesa, era mala, y su maldad sólo ella podía sentirla plenamente en cada embestida con su trineo, pese a que la conminaran a no hacerlo, pues podía provocar un fatal accidente, cosa que varias veces estuvo a punto de conseguir.
La niña Erzsébet nació con corazón de anciana resentida. Pero su ancianidad se remontaba a muchos siglos, a milenios si cabe. Tanto que ni podían contarse con los dedos de ambas manos. Se remontaba hasta cuando ora se temía, ora se rendía culto a esa Lilith que los hebreos consideraban el monstruo de la noche. Ya adolescente, Erzsébet sabría de carrerilla los nombres de cada uno de los demonios que durante el sueño penetran subrepticiamente por los orificios del cuerpo hasta poseerlo sin remedio. Ella les habría ofrecido no sólo gustosa sino servil sus
nadvaras
, sus agujeros de carne por donde la vida fluye. Sus nueve orificios se los ofreció a esa cohorte soñada: las dos fosas nasales, los dos ojos, las dos orejas, su vagina, su ano, su boca. Todo.