Por tal motivo, desde esa madrugada, solía caminar aún más cabizbajo y pegado a las paredes. A veces, incluso, se quedaba estático frente a cualquier muro por espacio de largos minutos. Sencillamente, había oído algún ruido extraño, o circulaban cerca adultos. A su especial y candorosa manera, intentaba no pensar, olvidar. Pero era en vano.
János sabe que desde entonces, cuando miró sin querer y oyó sin pretenderlo, aunque aquel débil gemido fuese sólo producto de su imaginación, no puede decirse que tenga vida. Está acompañado por aquello. Desde entonces cualquier objeto de color rojo consigue producirle ráfagas de estremecimientos. Si cierra los ojos ve una mariposa gigantesca de colores muy vivos en los que predomina el rojo, y esa mariposa, todavía más grande que una águila, se le viene encima de modo violento, abrazándolo. Para devorarlo.
Desde entonces una zona de su cabeza, que él palpa y pellizca de tanto en tanto como si allí tuviese un insecto molestándole, ha sufrido una modificación completa e irreversible, y al contraerse o expandirse, como sucede con el corazón de los seres vivos, le provoca dolor. Pero ya no teme quejarse. Ni un tenue lamento gutural, nada. Únicamente tiene recuerdos. Borrosos, pero a la postre recuerdos.
Por eso, aunque no mudo de nacimiento sí silencioso por decisión propia, se pasó varios años, sobre todo cuando estaba en Csejthe, hablando con el mar que él creía ver en los campos. Necesitaba compartir con alguien ese inútil enfurecimiento, el pánico que día a día lo atenazaba. El vasto océano del campo era su amigo, su único amigo. Siempre estaba ahí y él sabía que no iba a fallarle. Cambiaba de color y también de forma, según fuese la estación del año, pero siempre le contestaba.
A primera hora de la mañana, y también cuando la tarde declina, era el momento en que se le permitía salir de los límites del castillo, aunque por lo general nunca bajase al pueblo, y pasear por los campos y terraplenes de los alrededores. Entonces acostumbraba a sentarse o permanecer tumbado sobre una roca, frente al paisaje abierto. Unas veces se colocaba en posición fetal, ladeado, y dejaba divagar su mente. Otras se cubría la cabeza y el rostro con ambas manos, tal que si quisiera estar más dentro de sí mismo, como protegiéndose de objetos a punto de impactarle.
En el murmullo que llegaba de los campos, él oía un grato y manso oleaje, y aunque no veía flecos de espuma ni estallidos del agua que se requiebra sin tregua, podía percibir allí el eterno y susurrante batido de las olas.
Había personas que al distinguir a aquel niño tumbado sobre la roca en posturas inusuales, o pareciendo dormido en su parsimoniosa contemplación de las nubes, quizá pensaron que estaba trastornado. Sencillamente, le embargaba una gran desazón, que llegó a convertirse en algo crónico y por lo tanto insuperable. Pero lo que le embargaba de verdad no era simple miedo, ni ira, ni tristeza, sino algo que lo trascendía. Y eso carecía de nombre. A lo sumo podría llamársele: vivir. Seguir vivo. Hacerlo con la tranquilidad que confiere saber que al menos los campos, los trigales, las huertas diseminadas aquí y allá, las lejanas alquerías sólo divisables en días muy claros y los diversos tipos de arbustos, pero sobre todo las flores, le escuchan, aunque tampoco ellas puedan hablar.
El pequeño János enmudeció del todo porque hubo algo más, lo que selló su secreto, el primer gran secreto de varios de ellos, que le persiguieron como un enjambre ya durante el resto de sus días. Ocurrió aquella noche, o más exactamente aquella madrugada en la que pudo contemplar el trasiego con los sacos que pretendían alejar furtivamente del castillo.
Duró la fracción de un segundo:
Darvulia miró hacia el ventanuco. Su cara, bajo la capucha, se dirigió hacia esa parte concreta del muro por la que asomaban los ojos, la frente y el cabello, entonces castaño y rizado, de János.
Miró concretamente hacia donde él estaba. Fue entonces cuando se apartó con brusquedad de allí, lleno de pavor. Hasta pasados varios años no llegó a saber que esa vieja repulsiva estaba casi completamente ciega, y que si miró en la dirección en la que János estaba, tuvo que ser más por su intuición que porque en realidad viese a alguien allí.
Pero János sintió dicha mirada como si un afilado cuchillo le atravesara el cráneo de parte a parte. Ya nunca iba a olvidar esa mirada, aunque tampoco él, como es obvio, pudiese distinguir los ojos de Darvulia. Sólo su rostro, dirigiéndose precisamente hacia el lugar en el que se hallaba situado el ventanuco. Y su quietud una vez localizó el citado ventanuco. Fue suficiente.
El corazón de János, que hasta entonces había latido de manera apresurada, de pronto se aceleró de modo alarmante. Al igual que tardó varios años en averiguar que la vieja Darvulia estaba prácticamente ciega, y por ello era imposible que le viese, tardó otro tanto en averiguar que si en el ser humano el corazón late una vez por segundo, el de los pequeños pajarillos que trinan en los arbustos y en el bosque lo hace mil veces por segundo.
Es probable que así latiese, también, el corazón de Erzsébet durante el episodio con la costurera. Pese a que todo en su apariencia externa recordara a una efigie, su corazón acababa de convertirse en el de un pajarillo. Una cría de águila, pese a que se viera obligada a continuar reptando entre las sombras.
La pregunta seguía siendo: ¿Cuándo, dónde y cómo ese corazón alcanzó su compás adecuado? Según pudo colegir János a tenor de los relatos posteriores de Kata, la lavandera, es más que probable que eso ocurriese en el castillo de Leká, situado en una escarpada ladera, entre Dunajská y Kolárovo, no muy lejos del Danubio.
De hecho, el castillo estaba situado algo más al sur, cerca del Komárno, donde las aguas del Vág y del Nytra se juntan en una zona casi inaccesible de torrenteras.
Fue la segunda y definitiva incursión de Erzsébet en la sangre. Todavía era muy joven. Posiblemente estaba recién casada y era la época en la que ella, no deseando tener hijos de momento, aún era libre para moverse a su antojo de aquí para allá. Fue entre los sombríos muros de Leká, adonde había ido acompañada de su habitual cohorte de chicas de servicio. Quizá estaban ya con ella Dorottya Szentes, Dorkó, pero no Jó Ilona, ni tampoco Kata Benieczy. A ésta se lo contarían testigos presenciales de aquel hecho, quienes muchos años después todavía eran incapaces de reprimir hacer el signo de la cruz en la frente cuando lo referían. Pirgist lo había oído en distintas versiones que, pese a no diferir demasiado entre sí, poseían detalles propios. Pero de hecho coincidían en lo esencial.
Lo que empezó siendo una disputa casera se convirtió en algo de mayor envergadura, sobre todo por el significado que aquel episodio ejerció en el futuro comportamiento de Erzsébet.
Había salido a galopar por la campiña circundante, y en ese paseo invirtió prácticamente toda la mañana. En el castillo de Leká ya tenían preparado el baño, pues sabían que en cuanto ella llegara, sudorosa y sucia, lo exigiría de inmediato. La alcoba en la que se alojaba era un constante ir y venir de cubos, tinajas y barreños humeantes. Por fin apareció, y mostraba un evidente mal humor, lo que era habitual tras el esfuerzo. Además, no había conseguido cazar ni una pieza, algo que la enfurecía especialmente. Aún no podía saber que horas después obtendría, y con un estímulo que iba mucho más allá de lo imaginable, esa codiciada presa.
Se bañó y, luego de una ligera comida, se acostó un rato. Hizo que dos de las criadas se quedasen con ella. ¿Qué sucedía en aquellos ratos de intimidad? Es difícil de saber, pues acerca de tales cosas casi nunca llegan a conocerse datos concretos. Pero al mismo tiempo resulta fácil de imaginar. Ella sabía a la perfección qué chicas podían ser proclives, sin necesidad de imponérselo por la fuerza, a sus volubles y caprichosos juegos, en los que las mayores obscenidades se realizaban entre risas.
Por la tarde, cuando ya el día empezaba a languidecer, se hizo peinar la larga melena. Por aquel entonces su pelo era castaño, pero ella se hacía echar tintes constantemente a fin de que pareciese negro. Todas las chicas eran conscientes de que peinarla suponía horas interminables de cepillado. Aún faltaban algunos años para que aparecieran las primeras hebras de plata en su pelo, que ella recibió con la mirada errática, impotente de furor.
Una de aquellas chicas, por distracción o impaciencia, le dio sin querer un fuerte tirón en el cabello. Una guedeja se le había quedado enredada entre las cerdas metálicas del grueso cepillo. Erzsébet se quejó agriamente, mirándola con inquina. Pero no hizo más, cuando todas sin excepción esperaban sin duda el bofetón de rigor o los golpes de vara sobre la negligente que había dañado a la joven Señora.
En aquellos días, y según parece inducida a ello por una pariente de los Báthory que también se alojaba en Leká, aunque algo mayor que Erzsébet, ésta se hacía contar una y otra vez la leyenda referida a un personaje que viviese un siglo antes. Esta parienta llegaba de Transilvania, en concreto de cierta villa situada en las faldas de los montes Făgăras, llamada Talmacvil, a orillas del caudaloso Olt. La leyenda en cuestión describía a un gran guerrero de nombre Vlad Tepes, pero a quien también se conocía como Vlad Drakul. Tenía dos hermanos, Rudu y Mircea, que luchaban junto a él contra los turcos doquiera los hubiese. Su padre, el Vlad más famoso hasta entonces, se enfrentó a Jan Hunyadi, gobernador de Hungría, quien lo derrotó, entronizando a Vladislav I, un
voivoda
aliado. Tanto Vlad como su hermano Rudu fueron capturados por los turcos y llevados en cautiverio a un lugar de Anatolia. Allí, prisionero, vivió varios años, pero al final consiguió que sus captores aceptaran canjearle por un fuerte rescate en oro y joyas. Fue al regresar a Transilvania cuando la sanguinaria personalidad de Vlad Tepes, quien de otro lado era un fanático cristiano que pagaba misas allí adonde fuese, adquirió su triste fama. Se limitó a hacer con los prisioneros que iba capturando, pues en escaso tiempo reunió otro ejército bien adiestrado, ni más ni menos que lo que había visto hacer a los otomanos: empalarlos vivos, con lo que morían, siempre lentamente y luego de horribles sufrimientos. Por eso acabó llamándosele Drakul,
el Empalador
. Fueron miles las víctimas que terminaron sus vidas de este modo cruel. Acompañado en todo momento por su fiel y feroz guardia moldava, así como de un séquito de caballeros que pertenecían a la Orden del Dragón, y que vestían capa negra con forro de terciopelo rojo en su interior, asistía impasible y complacido a tales ejecuciones masivas.
Lo cierto es que asoló pueblos enteros, habitados únicamente por labradores y campesinos, dedicándose a la rapiña y al crimen. La excusa podía ser la que se quisiera: que allí habían dado cobijo o alimento a algún turco, lo que de ser cierto lo habría sido bajo las lógicas coacciones. Eso a él poco le importaba. El escarmiento siempre le pareció útil. Después de estos desmanes, y para probar su fe cristiana, volvía a montar misas con todo boato. De él se decía que había llegado a beber sangre de sus enemigos, pero parece que tal aseveración nunca pudo ser probada por nadie. No era su estilo. Él mataba y diezmaba en el nombre de Cristo, y difícilmente se hubiese mezclado en prácticas sacrílegas. La guerra era la guerra, y la fe, algo muy distinto.
Pero la joven Erzsébet fue cogiendo un dato de aquí, otro de allá, hasta hacerse su propia idea del personaje. Finalmente, y no sin una ostensible decepción, tuvo que oír por enésima vez el relato de cómo Vlad Drakul fue asesinado por uno de los caballeros que hasta esa fecha le eran adictos. Nunca quedaron claras las causas de aquella muerte del Empalador. Algo, sin embargo, cautivó la fantasía de Erzsébet. Algo que en aquel relato de torturas y destrucción la habría fascinado sin que ella, posiblemente, tuviera conciencia de eso. Quizá algo que imaginó, o que su imaginación agrandó más allá de lo que oía. El caso es que esa misma tarde se había hecho contar, seguramente en busca de nuevos matices que añadir a sus fabulaciones, la leyenda de Vlad Tepes. Alguien así, pudo pensar, debió de haber sido un Báthory, pues de esa otra familia, los Vlad, que ella supiese, nada había quedado. ¿Qué familia podía ser que permitía su propia desaparición?
Eso poco había de importarle a ella, mucho más cruel que curiosa. ¿Era cruel o mala? Seguramente empezó siendo mala, luego de ser traviesa y, aún después, esporádica, ambiguamente perversa. De ciertos hechos hablaban sorprendidos hasta sus propios parientes, como de algo que solía hacer en cuanto le era posible, pero que en cierta ocasión pudo reportar desagradables consecuencias. Y si con los hombres era simplemente mala, sus costumbres en los juegos mantenidos con algunos de sus primos resultaban harto relevantes. Haciéndose la coqueta, mientras estaba en el campo con ellos, cogía con tiento una peonía silvestre de su rama. En la variedad de éstas que se parece a las rosas, tiene espinas a lo largo de su tallo. Erzsébet introducía allí los dedos con diligencia y, al tacto, la arrancaba de la rama. Luego, aparentando timidez, se la entregaba a cualquiera de aquellos patanes que tenía por primos, todos una gavilla de concupiscentes y borrachos prematuros. Ellos la cogían con fuerza, clavándose las espinas. Entonces ella, según fuese la reacción, obraba en consecuencia. Unas veces reía, burlona. Otras pedía perdón, aunque su faz revelaba todo lo contrario. Algunas, quién sabe, quizá hizo ademán de acercar su boca a aquellas heridas. El caso es que a un primo flojo de salud se le infectaron las heridas y a punto estuvo de morir. Fue en Marészalka, en cierta pequeña fortaleza que tenían allí los Báthory, aunque no llegaba a ser considerada castillo. Se hallaba en la ruta hacia el sur, Budapest, yendo por Nyiregyháza. Quizá en algo así estaba pensando aquella tarde en Leká, quizá.
Fue entonces cuando se produjo el tirón en su cabello. Miró con fiereza a la causante, y es posible que dijese algunas palabras de amenaza. Pero al rato de nuevo parecía haber se hecho la calma. Ella observaba con deleite algunos de sus vestidos recién planchados, deslizando las manos sobre esas preciadas prendas, ajena a lo que ocurría a su alrededor. Y lo que ocurría es que varias de las criadas, que minutos antes jugaban y reían, aunque siempre con recato y en voz baja, pues allí seguía estando la Señora, empezaron a pelearse. Primero entre jadeos y carcajadas débilmente contenidas. Luego, ya más abiertamente. Una amenazó a la otra con un alfiler. Quizá en ese momento Erzsébet, mientras asistía a una escena que habría podido cortar en seco con una simple mirada, llamándolas al orden, recordó el alfilerazo que aquella estúpida le dio en Kolozsvar. Pero las dejó hacer, aparentemente divertida.