—Holly, vete y olvida si puedes que has visto la belleza de Ayesha..
Volvióme la espalda y se arrojó en el canapé, hundiendo el rostro en los almohadones. Salí dando traspiés y encontréme al punto, sin saber cómo, en mi propia cueva
Eran ya cerca de las diez de la noche cuando me eché en mi cama y comencé la arreglar mis perturbadas ideas, reflexionando sobre lo que había visto y oído. Pero cuanto más meditaba menos entendía
¿Estaba yo loco, o borracho, o soñando, o quizá era víctima de la más gigantesca y complicada broma? ¿Cómo era posible que yo, hombre de razón, que no desconocía los hechos científicos más notables de nuestra historia incrédulo hasta entonces en absoluto de todos esos artificios y añagazas que en Europa se conocen con el nombre de sobrenaturalismo, pudiese convenir en que acababa de estar conversando por un rato con una mujer que tenía dos mil años, y pico de edad? Esto era contrario a la experiencia de la naturaleza humana é imposible absurdo... ¿Y cierta emoción?.. ¡Esa no era como todo, más, que un gran disparate!..
Ella
me lo había prevenido bien y yo rehusé atenderá su aviso... ¡maldita sea la fatal curiosidad que perennemente obliga al hombre a escrutar a la mujer, y malditos también los naturales impulsos que la crean!... ¡Caer yo, a mis años, víctima de esta moderna Circe!... Aunque a la verdad, Ella no era moderna.. así lo dijo, al menos: era tan vieja casi como la Circe original.
Meséme los pelos y saltó de mi lecho, comprendiendo que si no hacía alguna cosa material, como Leo, yo, deliraría ¿Qué dijo
Ella
también sobre el escarabajo?... Era el de Leo, el que había salido de la vetusta caja que Vincey había dejado en mi cuarto hacía cerca de veintiún años. ¿Resultaría verdadera después de todo, la historia de marras y la escritura del casco de ánfora no era una falsedad; no era la invención de una individua de floja cabeza? Y en este caso, ¿podría ser Leo el hombre que
Ella
estaba esperando... el muerto que había de renacer?
—¡Imposible! vamos... ¡monserga! ¿quién no oyó nunca que un hombre volviera a renacer?..
Después, se me ocurrió que no había ido a ver cómo seguía Leo. Quitáme los zapatos, tomé una de las lámparas que ardían junto a la cama, y salí a la galería dirigiéndome a su cueva. El aire nocturno movía suavemente la cortina de la entrada como si manos invisibles de espíritus estuvieran corriendo y descorriendo. Me deslicé en el abovedado recinto, y miré. Leo estaba echado, agitándose muy inquieto en su fiebre, pero dormido. Ustane, casi tendida en el suelo y apoyada en el lecho de piedra estaba allí. Estrechaba en la suya una de las manos, de Leo; también dormitaba y ambos formaban un interesante, mejor dicho, un patético cuadro. ¡Pobre Leo! sus enrojecidas mejillas ardían, tenía grandes ojeras y respiraba con gran dificultad. Malo, muy malo estaba y de nuevo me asaltó el temor atroz de que pudiera morir, dejándome solo en el mundo.
Y, sin embargo, si vivía quizá fuera mi rival para con Ayesha aunque no fuese él quien
Ella
aguardaba y entonces ¿ qué esperanza podría yo abrigar, hombre maduro y horroroso, compitiendo con tan brillante y hermoso joven?... Pero, ¡gracias a Dios, mi noción moral no había muerto!..
Ella
no la había matado aún, y allí mismo rogué desde lo más profundo de mi alma al Todopoderoso, que ese muchacho, ese que era más que mi hijo viviera aunque fuera ciertamente el hombre aguardado por la maga.
Volvíme entonces a mi cuarto tan calladito como vine; tampoco pude dormir, porque la imagen de Leo tendido, tan gravemente enfermo, sólo había servido para aumentar combustible a la hoguera de mi inquietud. Mi cuerpo fatigado y la sobreexcitada mente habían puesto a la imaginación en actividad exageradísima. Evocaba ideas, visiones inspiraciones, casi con extraordinaria claridad. Muchas eran bastante grotescas, otras lúgubres y otras la representación de pensamientos y sensaciones que años hacía estaban hundidas entre los escombros de mi pasada existencia. Pero detrás y encima de todas flotaba la forma de la mujer tremebunda y la memoria de su arrebatante hermosura las penetraba y obscurecía con sus destellos. Y yo medía con mis pasos como un loco mi habitación, y no me cansaba de andar...
De súbito noté lo que, antes no habla visto: una estrecha abertura en el petroso, muro. Tomé una lámpara y la examiné: era un pasadizo. Aún tenía lo suficiente para pensar que, en una situación como la nuestra no era cosa agradable tener pasadizos abocados en el cuarto de dormir sin saber de dónde salían. Por ellos pueden venir las gentes venir cuando uno duerme... Así es que, en parte por curiosidad, y en parte por la necesidad en quo yo me veía de estar haciendo alguna cosa metíme por el corredor. Encontré una escalera y la bajé; seguí por otro corredor, túnel más bien labrado asimismo en la peña viva que iba corriendo, a mi juicio, exactamente, por debajo de la galería en que abrían nuestras habitaciones y a través de la gran nave central. Continué andando por él. Estaba silencioso como una tumba; sin embargo, solicitado por una emoción o atracción que no puedo describir, seguí andando, y mis pies calzados de las medias sólo, no hacían ruido al pisar aquel suelo, pulido y duro. Cuando hube andado unas cincuenta yardas, encontré otro pasaje que cruzaba en ángulos rectos, al que yo seguía y entonces me sucedió una cosa atroz: la fuerte corriente del aire que tiraba aquel corredor apagó mi lámpara y me quedé en la más completa obscuridad en las entrañas misteriosas del monte. Di dos grandes trancos hacia delante al quedarme a obscuras, para cruzar el pasaje travieso, aterrado al pensar de pronto en que podría doblar por él sin darme cuenta de ello y sumirme qué se yo adónde en la tiniebla. Detúveme a pensar qué haría entonces. No tenía fósforos y me espanté al intentar volver sobre mis pasos en aquella negrura absoluta. Sin embargo, no iba a pasarme allí la noche... ¿y de qué me serviría esto si en las minas donde me encontraba lo mismo era el medio día que la media noche?... Miré hacia atrás, sobre mi hombro: nada; ni luz ni un sonido. Miré hacia delante, tratando de penetrar la obscuridad con mis, ojos... ¡ah! allá lejos, vislumbré un suave resplandor. Quizá habría por allí alguna cueva donde encontraría un poco de luz... De cualquier modo valía la pena de que fuera a ver lo que era. Lenta y dolorosamente me adelantó por el túnel, sin separar la mano del muro y tanteando con el pie antes de dar los pasos, por temor de caerme en alguna sima. Treinta pasos di... era una luz suave, vacilante, que pasaba al través de una cortina.. A los veinte pasos más, vine cerca de la luz; di diez más.
Había llegado junto a las cortinas, y como no estaban cerradas del todo, pude ver dentro de la cueva que encubrían y que tenía todas las apariencias de un sepulcro. Ardía en el centro de ella brotando del piso, una llama blanquecina que no daba humo. A la izquierda había una losa con un pequeño reborde como de tres pulgadas, y sobra la losa un cadáver; al menos así me pareció; con un paño blanco echado por encima. A la derecha vi otra losa parecida y sobre ella algunas bordadas ropas. Inclinada sobre la llama estaba una mujer sentada de cara al cadáver y presentándome un costado, embozada en un manto obscuro que la tapaba toda como la capa de una monja. Clavada tenía la vista sobre la llama.
De súbito, y mientras estaba yo pensando en lo que hada púsose de pie la mujer, y con un movimiento convulsivo, desprendióse de su manto obscuro.
—¡Era
Ella
misma!
Vestida estaba como la vi la víspera cuando se descubrió a mis ojos, con una blanca túnica estrecha escotada en el pecho y ceñida al talle por la bárbara sierpe de oro de la doble cabeza suelta sobre la espalda la negrísima copia de su ondeada cabellera. Mas su rostro era lo que me impresionaba y me tenía el corazón metido en prensa y no ya por la potencia de su hermosura sino por la de un fascinante terror. Bella era aún, en verdad, pero en aquellas palpitantes facciones en la adolorida mirada de los ojos hacia arriba vueltos, habla tanta pasión feroz, tanta agonía tanto ensañamiento vengativo, que mi pluma es incapaz de describir.
Estúvose quieta por un momento con las manos elevadas sobre la cabeza y en tanto la blanca veste se deslizó cayendo sobre el cinto de oro, y dejó desnuda la deslumbrante belleza de su torso... Con los dedos enredados, arqueada hacia atrás un poco, la vi, y la expresión de una inmensa malignidad se condensaba fulminante sobra su rostro.
Desplomáronse al fin las crispadas manes y volviéronse a elevar, y por mi vida y por mi honor afirmo que la llama subía y bajaba con ellas arrojando cada vez que subía un lívido y atroz resplandor sobre
Ella
sobre la figura humana tendida en la lesa y cubierta por un paño blanco, y sobre todo los roleos y detalles de los esculpidos muros del recinto.
Abatiéronse de nuevo los brazos ebúrneos y al hacerlo empezó a hablar en arábigo, o a silbar más bien y con tal acento que me cuajó la sangre en las venas y paralizó por un instante, el corazón.
—¡Maldita sea!... ¡perennemente maldita!...
Bajaron los brazos y la llama bajó. Subieron la amplia lengua ígnea se empinó con ellos. Cayeron otra vez.
—¡Maldita sea su memoria!.. ¡Maldita sea la memoria de la egipcia!...
Subieron y bajaron luego.
—¡Maldita sea la hermosa hija del Nilo, por razón de su hermosura!.. ¡Maldita porque su magia prevaleció contra mí!.. ¡Maldita porque me robó al que adoraba!..
Y al caer por último, la llama cubrióse los ojos con las manos.
—¡Es inútil!... inútil... —clamó sollozando: ¿Quién podrá nunca herir a los que duermen?... ¡Ah, no! ni aun alcanzarlos puedo.
Mas luego, continuó en va perversa ceremonia:
—¡Maldita sea al nacer de nuevo!.. ¡Que maldita renazca!.. ¡Que maldita sea desde la hora en que renazca hasta que se duerma otra vez!... ¡Sí, que maldita entonces sea porque pueda alcanzarla mi venganza y pueda en absoluto destruirla!..
Subía y bajaba la llama reflejándose en sus mortecinos ojos; el silbante sonido de sus terribles maldiciones que mis palabras, las escritas mucho menos, no pueden explicar en todo su horror se extendía por el subterráneo deshaciéndose en pequeñas repercusiones mientras que las alternativas de luz lívida y de sombra obscura se sucedían sobre la blanca y tremenda forma tendida en su lecho fúnebre de piedra Al fin pareció cansarse y cesó. Sentóse en el rocoso suelo y echándose con un movimiento desesperado de la cabeza la cabellera obscura sobre el rostro y seno, que quedaron eclipsados como bajo una densa nube, empezó a sollozar con inmenso dolor que partía el alma.
—¡Amor mío, amor mío!.. ¿Por qué te ha despertado ayer así ese extranjero? Hace quinientos años que no penaba tanto... ¡Ay! si contra ti pequé ¿ya no lavé mi pecado?... ¿Cuándo a mí volverás... a mí que lo tengo todo y que sin ti no tengo nada?.. ¿Qué es lo que yo puedo hacer?... ¡ay! ¿qué hará? ¿qué hará? Y quizá ¡ay! quizá la egipcia viva allí donde tú estás, y se burle de mi memoria... ¡Ay! ¿por qué, si te maté, no morí contigo?.. ¡Ay, morir no puedo!.. ¡Ay!...
Y se arrojó contra el suelo boca abajo, y sollozó lloró de un modo que, me parecía que el pecho e iba a estallar. Contúvose de pronto, alzóse sobre sus pies echando hacia atrás violentamente, la enorme cabellera dirigióse rápida hacia la forma yacente sobre la losa.
—¡Ay, Kalikrates! —exclamó, y al oír este nombre me estremecí. —¿Te contemplaré de nuevo el rostro, aunque esté destrozada mi alma? Hace una generación que no te he mirado, víctima de mi propia mano... —Y con ella temblorosísima tomó la franja del sudario que cubría el cadáver, mas luego quedó inmóvil. Luego empezó a hablar de nuevo en voz muy baja como espantada en sus propias ideas.
—¿Te levantaré? —murmuraba como dirigiéndose al muerto. —¿Te levantará para que te alces ahí, frente a mis ojos como antaño?...
¡Puedo hacerlo!..
Y extendió sus manos sobre el cadáver poniéndosele todo rígido el cuerpo, y la mirada vaga y fija. Retrocedí horrorizado detrás de mi cortina erizándoseme el cabello porque, no sé si fue o no mi imaginación, creo que vi correr un movimiento bajo el sudario, y que se alzaba y bajaba cual siguiendo la palpitación del pecho de un hombre dormido. Mas de repente, recogió los brazos.
—¡Ay!... ¿y con qué objeto? —dijo roncamente. —¿Para qué producir la semejanza de la vida si no puedo retrotraer el espíritu?.. Aun cuando ante mí te levantaras, no habrías de conocerme, y no harías sino lo que yo quisiera... La vida que dentro de ti habría la mía propia sería y no la tuya ¡ay, Kalikrates!..
Calló por un momento, y luego se dejó caer sobre sus rodillas ante el cadáver, y empezó a besar las manos a través del sudario y a llorar.
Había algo tan horrible en el espectáculo de esa mujer tremenda desahogando su pasión con un muerto... mucho más horrible aun que todo lo que había precedido a ese mismo acto, que yo no pude contemplarlo por más tiempo, y temblando con todos mis miembros me apartó de allí, y me marchó hundido en la sombra profundísima del pasadizo, con la convicción de que había presenciado la infernal tortura de una alma condenada.
Anduve no sé cómo.
Caíme por dos veces; doblé en el pasadizo travieso, mas conocí mi error a tiempo de corregirlo con fortuna; veinte o más minutos vagando estuve hasta que se me presentó la idea de que había pasado sin notarlo la escalerilla por donde antes bajé...
Exhausto de fuerza y casi muerto de espanto, caí entonces sin sentido sobre el durísimo suelo.
Cuando volví en mí, noté un débil rayo de luz en el pasadizo detrás de mí. Arrastréme en esa dirección y me encontré que era la escalerilla por donde bajaba el resplandor de la madrugada tan débil en aquellas cavernas. Subí por allí y entré por fin en mí cuarto. Arrojéme en mi lecho y al punto me acometió un sueño, mejor dicho, un estupor profundo.
Cuando abrí los Ojos vi a Job, curado ya completamente de su paludismo, que estaba parado ante el tragaluz abierto, sobre el exterior. No tenía cepillos para limpiar la ropa, así es que la sacudía, la doblaba cuidadosamente y luego la colgaba a los pies de mi lecho de piedra. Después de esto sacó mi
nécessaire
de viaje del saco-maleta Gladstone, y lo abrió preparándolo para mi uso. Lo colocó también sobre mi lecho a los pies pero temiendo sin duda que lo tirase yo al moverme púsolo, sobre una piel de leopardo en el suelo y retrocedió dos o tres pasos para ver el efecto que hacía. No le pareció satisfactorio, sin duda porque se fue a la maleta, la cerró, la sostuvo sobre uno de sus cantos apoyada contra el pie de mi cama y colocó encima el
nécessaire
. Examinó después los cántaros de agua que constituían nuestro aparato de baño, y murmuró: