—¿Cuál era el motivo de esa animadversión tan radical de su mujer hacia el novio de Ane?
—Mi esposa había tenido, antes de empezar a salir conmigo, un novio italiano. Era un fascista, en el sentido literal de la expresión, que se había refugiado en España después de la caída de Mussolini. A mi Esther la engatusó enseguida, con las malas artes de los italianos, ya sabe: invierten en ropa cara y en zapatos bonitos, y eso casi nunca falla con las chicas. Mozart también los detestaba, ¿sabe? Decía que eran todos un hatajo de charlatanes. Éste la dejó preñada a los tres meses de noviazgo. En cuanto el fascista se enteró de que estaba embarazada se borró del mapa y nunca más se supo. Desde entonces, mi esposa siempre ha profesado a los
spaghetti
, como ella los llama, una animadversión profunda. Dice que todo lo que tienen de guapos lo tienen también de oportunistas y manipuladores, pero evidentemente, en el caso de Andrea, se equivocó, porque no he visto jamás a nadie que trate a una mujer con la ternura y la delicadeza con la que lo hacía él.
—¿Su esposa sigue teniendo tirria al italiano?
—No. El hacha de guerra quedó enterrada hace mucho tiempo. De hecho, esta noche Andrea duerme en casa.
Perdomo extrajo del bolsillo de la americana una copia de papel pautado encontrado en el camerino de la víctima y se lo mostró a don Íñigo:
—Parece la caligrafía de mi hija —dijo el violinista nada más echar el primer vistazo.
—¿Está seguro?
—No al ciento por ciento, porque la caligrafía musical no es tan reconocible como la alfabética, pero si no es la suya, solamente puede ser de otra persona: Andrea. Él y mi hija habían acabado por tener una caligrafía muy parecida.
—La Policía Científica ha examinado el documento original y sólo ha encontrado huellas de su hija, así que es muy posible que sea su letra, pero ¿sabe lo que me llama la atención? En Madrid, me dijo un músico que la partitura era «un garabato musical, sin el menor interés». ¿Usted qué opina?
A don Íñigo debió de parecerle curiosa la afirmación del policía, porque respondió:
—Habría mucho que hablar sobre qué es el sentido musical, inspector. Hoy en día se componen cosas muchísimo más raras que ésta. He visto partituras que son auténticas tomaduras de pelo, y eso que yo, aquí donde me ve, no soy demasiado tradicional en ese aspecto. De hecho, en el Conservatorio tenemos un laboratorio de música electroacústica, y siempre que los alumnos me han llamado para colaborar en algún concierto, jamás les he puesto ninguna pega. ¿No ha oído hablar de una pieza de John Cage llamada
4 minutos y 33 segundos
? También es para piano, como ésta, sólo que lo único que pone en la partitura es
tacet
, la palabra que se usa en música para indicar que hay que permanecer callado. El pianista llega con un cronómetro, cierra, en vez de abrir, la tapa del piano, coloca la partitura en el atril, pone en marcha el crono, y durante cuatro minutos y treinta y tres segundos no toca absolutamente nada.
—Menos mal que son cuatro minutos y no cuatro horas —acotó Villanueva desde el segundo plano al que le había relegado Perdomo.
—¿Puede ser música del mismo autor?
—Desde luego, la pieza rarita sí que es. Lo primero que me extraña es que no hay indicación de tempo. No sabemos a qué velocidad hay que tocar esto, si es un alegro o un
adagio.
También me llama poderosamente la atención una cosa: en todos los compases, las notas tienen un valor decreciente, y no se repite ninguna nota que tenga el mismo valor. ¿Lo ve? Primer compás: hay un
do
, que es una blanca, otro
do
a la octava más alta, que es una negra, luego un
mi
, corchea, y la nota más aguda es otro
mi
, con valor de semicorchea. Este patrón se repite a lo largo de los once compases. ¿Quiere que se la toque al piano, para que se haga una idea de cómo suena?
—Sería de una inestimable ayuda, señor Larrazábal —afirmó Perdomo.
Don Íñigo intentó trepar al auditorio desde la platea, pero se dio cuenta de que estaba muy mayor para el esfuerzo y decidió utilizar una de las dos escaleras laterales. Los dos policías le siguieron hasta el piano, que habían relegado a un rincón del escenario para hacer más cómodo el ensayo.
Don Íñigo colocó la misteriosa partitura en el atril del piano y antes de empezar a tocar aclaró:
—Voy a interpretarla a un tempo lento, no porque crea que es el adecuado, sino porque yo no soy pianista y no pueden esperar de mí grandes alardes de virtuosismo. ¿Quiere cronometrarla? Como la pieza no tiene título, le podemos poner el nombre de la duración, como a la de John Cage.
El inspector esperó hasta que el segundero del reloj llegara a las 12 y dijo:
—¡Ya!
Siguieron treinta segundos de música un tanto monocorde, en la que la línea melódica parecía estar en el bajo y que don Íñigo interpretó sin un solo error ni titubeo. Cuando llegó a la doble barra final, el músico exclamó:
—Ya tenemos nombre para la pieza:
Treinta segundos.
Pero más que un fragmento musical, esto parece una progresión de acordes de librería, de las tantas que hay en música.
Don Íñigo explicó a los policías que, igual que en ajedrez hay secuencias de movimientos iniciales que se llaman aperturas y que están perfectamente tipificadas —P4R-P4R—, en música existían decenas de progresiones preestablecidas de acordes, que en ocasiones recibían hasta nombre, como las aperturas ajedrecísticas.
—Si en ajedrez tenemos, por ejemplo, la apertura Ruy López, en música existe, entre otras muchas, el
Passamezzo Antico
, una progresión sobre la que se compusieron centenares de obras durante el Renacimiento —entre ellas
Greensleeves
— y que consiste en
la
menor,
sol
mayor,
la
menor,
mi
mayor. Si me deja una copia de esta partitura, puedo consultar en la biblioteca del Conservatorio, a ver si la progresión que me ha traído se corresponde con alguna fórmula famosa.
Perdomo agradeció enormemente la colaboración al padre de Ane y antes de marcharse le confesó:
—Señor Larrazábal, estamos trabajando con la hipótesis de que la partitura es un mensaje. Tal vez esta música nos diga por qué acudió su hija a la Sala del Coro la noche en que fue asesinada.
Cuando Perdomo estrechó la mano a don Íñigo para despedirse de él, ocurrió algo que hizo que se le helara la sangre en las venas. Por el rabillo del ojo izquierdo, tuvo la sensación de estar viéndose a sí mismo, en una postura idéntica a la suya, es decir, con el brazo extendido en la posición de dar la mano a otra persona. Durante una décima de segundo pensó que, a través de su visión periférica, estaba captando su propia imagen reflejada en un espejo o un cristal, pero incluso antes de girar la cabeza para enfrentarse a aquella inquietante visión, supo que no se trataba de un reflejo, ya que en la imagen estaba él solo, sin el violinista cuya mano estaba apretando.
«Esta vez no estaba soñando —pensó—. Esta vez he visto un auténtico fantasma estando completamente despierto».
Perdomo volvió a sufrir pesadillas las dos noches siguientes a su regreso de Vitoria, y como en todas surgían de manera recurrente tanto su esposa fallecida como Milagros Ordóñez, al inspector le pareció sensato recabar la opinión de su amigo José Carlos Albert, uno de los psiquiatras forenses de mayor prestigio del país y amigo personal suyo desde el bachillerato, que ambos habían cursado en el mismo colegio. Se veían de Pascuas a Ramos, pero cada vez que quedaban para tomar un café sus conversaciones, aunque breves, resultaban sumamente enriquecedoras para ambos.
Albert había sido adscrito recientemente a los Juzgados de Instrucción de Barcelona, pero viajaba a menudo a Madrid, invitado por distintas cadenas de televisión, que habían decidido explotar su indiscutible talento mediático y sus profundos conocimientos sobre criminología y medicina forense. Era un tipo de mediana estatura y pelo canoso, de ojos oscuros, muy penetrantes, que empleaba para hipnotizar a la cámara. A Perdomo los ojos de Albert siempre le habían recordado los del pintor Pablo Picasso.
Quedaron citados en una de las cafeterías de la estación del AVE en Atocha, ya que el forense disponía de muy pocos minutos libres, antes de acudir a la televisión, y Perdomo tampoco deseaba abusar de su escaso tiempo.
—¿Cómo llevas el duelo? —preguntó Albert tras darle un abrazo.
—Depende mucho de los días. Ahora estoy más animado, porque veo que Gregorio empieza a poder hablar de su madre, aunque la otra noche fue espantoso, hice algo que a mí mismo me asustó. Llamé a mi mujer al móvil, para oír su voz en el buzón.
—No todas las personas necesitan el mismo tiempo para elaborar una pérdida, Raúl. No te presiones. Y ahora dime, ¿en qué puedo ayudarte?
Perdomo le narró muy sucintamente las pesadillas que estaba padeciendo y terminó haciendo referencia al fantasma que había visto en Vitoria. Albert le escuchó sin interrumpirle, con gran concentración, y finalmente emitió su diagnóstico:
—Los primeros que bautizaron lo que tú has visto o creído ver en Vitoria fueron los alemanes, que lo llamaron
doppelgänger
, literalmente, «el que camina al lado». Lamento decirte que en las leyendas nórdicas esta aparición es un augurio de muerte. Aquí en España nos solemos referir a ello como bilocación, es decir, que tienes la sensación de estar en dos lugares al mismo tiempo.
—¿La sensación? —protestó Perdomo. Yo sé lo que vi en Vitoria, y no es ningún cuento de parapsicólogo barato. Me vi a mí mismo ahí, a mi izquierda, justo en el momento de estrechar la mano al músico. ¿Cómo es posible?
—Estrés —respondió escuetamente el psiquiatra forense—. Cuando estamos muy alterados, se producen fenómenos mentales muy curiosos, y como la gente no sabe explicárselos, los atribuye a la existencia de espectros.
—Pero yo estoy perfectamente —protestó el policía.
—Te han confiado el caso del año y te encuentras bajo una presión mediática y profesional muy fuerte. Y me has dicho hace un momento que llamas a tu esposa fallecida al móvil, de tanto que la echas de menos. Estás todavía en carne viva, Raúl.
Perdomo agachó la cabeza durante unos segundos, abrumado por las sensatas palabras de su amigo. Luego preguntó:
—¿He visto un fantasma? Necesito saberlo.
—La verdad es que si fuera un fantasma estarías apañado. Lo cierto es que ni yo ni nadie te puede decir exactamente por qué se producen estas apariciones, pero me temo que pertenecen a la misma familia que las alucinaciones hipnagógicas.
—¿Hipnaqué? —dijo confundido el policía.
—Las alucinaciones que se producen entre el sueño y la vigilia, generalmente cuando todavía no nos hemos quedado dormidos, se llaman hipnagógicas. A veces pueden ser aterradoras. ¿Nunca has sentido esa sensación de estar despierto y no poder moverte?
—Sí, claro, alguna vez.
—Lo que yo te recomiendo es que tomes un buen ansiolítico durante una temporada. Si al cabo de unas semanas sigues con pesadillas o se te repitieran las alucinaciones, me vuelves a llamar y te busco un especialista.
El psiquiatra miró el reloj, y como Perdomo hizo ademán de levantarse de la silla, el otro le tranquilizó con una sonrisa.
—Tengo todavía cinco minutos. ¿Quién es esa mujer de tus pesadillas?
—Milagros Ordóñez, una psicoanalista de niños que afirma que ha colaborado con éxito con la policía en media docena de casos. Dice que tiene percepción extrasensorial.
—¿Y quieres saber si te puedes fiar de ella? La respuesta es no. No conozco a esa señora personalmente, pero créeme, son todos unos mangantes.
—Esa mujer me dijo que la habían operado hace poco de un tumor cerebral y que a raíz de la operación algo había cambiado en su cabeza. Desde ese momento, había comenzado a tener percepciones extrasensoriales. ¿No es posible que, al manipular su cerebro, el cirujano haya activado alguna zona de su cerebro que normalmente está dormida?
—No soy especialista en el cerebro, pero el mito mayor de nuestra época es esa teoría de que sólo usamos el diez por ciento de nuestra mente. Es un reclamo publicitario que emplean constantemente los charlatanes que venden cursos para desarrollar la memoria o para mejorar la concentración. Lo cierto es que la mayor parte del tiempo empleamos solamente un diez por ciento del cerebro
en un
determinado momento
, pero eso no quiere decir que al cabo del día no lo hayamos empleado casi en su totalidad.
El forense llamó al camarero para abonar la consumición y luego volvió a dirigirse a su amigo, al que notó bastante decepcionado.
—¿He dicho algo que no querías oír?
—No, es solamente que esa mujer, Milagros, parecía sincera. Si lo que me contó es mentira, no alcanzo a imaginar qué interés podría tener en engañarme.
—¿A qué te refieres?
—La gente siempre cuenta mentiras para obtener algún tipo de ventaja: para sacar dinero, para evitar ser castigado. ¿Cuál podría ser el móvil de esa señora?
—A lo mejor no te estaba mintiendo. Quiero decir, que es posible que ella sufra algún tipo de delirio o alucinación psicótica, y cuando te dice que tiene poderes paranormales es porque de verdad está convencida de que los tiene.
—No parecía una psicótica.
—A lo mejor solamente quería ligar contigo, hombre. Tú estás todavía de buen ver.
Perdomo sonrió tras el comentario.
—¿Crees que trataba de impresionarme?
—Todo puede ser. ¿Es atractiva?
—Es mayor que yo.
—No te salgas por la tangente. Te pregunto si es sexy.
—Es resultona. ¿Y qué?
—Quizá lo único que estés buscando es una buena excusa para volver a verla.
—¿Una excusa? ¿Y para qué necesito una excusa?
—Tal vez el hecho de llamarla solamente porque te apetece te haga sentir aún demasiado culpable y estés buscando un motivo menos egoísta y más profesional para encontrarte de nuevo con ella.
—Y tú me habrías fastidiado el plan al decirme que es una farsante, ¿no es eso?
—No te fíes de mí. La única manera de comprobarlo es que la pongas a prueba.
—¿Es ése tu consejo? ¿Que la ponga a prueba?
—Sí, yo soy tu excusa. Llámala y pregúntale qué cree ella que puede hacer por ti.
—Te conozco. Tú estás convencido de que no es posible que tenga poderes.