En el momento exacto en que el policía accionó la palanca del limpiaparabrisas para tratar de barrer del cristal aquella pasta repugnante, el automóvil hizo explosión.
Por desgracia para él, el hecho de estar firmemente anclado al asiento por el cinturón de seguridad hizo que la onda expansiva no pudiera arrojarle al exterior del vehículo. Eso seguramente le hubiera ocasionado contusiones de gravedad, o tal vez un traumatismo craneoencefálico del que no hubiera salido con vida, pero lo más seguro es que habría perdido el conocimiento y no habría tenido que asistir impotente a su propio final, lento y doloroso como el de un hereje abrasado en la hoguera por la Santa Inquisición. Antes de empezar a notar los rápidos y devastadores efectos que tienen siempre las llamas sobre la piel humana, y coincidiendo con el final de la detonación, Salvador sintió como si dos diminutos taladros de acero incandescente penetrasen por sus conductos auditivos hasta horadarle los lóbulos temporales del cerebro. Era el dolor causado por el desgarro de las membranas timpánicas, que, con el fragor de la explosión, no sólo reventaron como si fueran frágiles parches de papel de arroz, sino que comenzaron a sangrarle profusamente.
Quizá por efecto de la adrenalina, se produjo una extraña alteración en el orden en que sus sentidos le transmitían la información de lo que ocurría en el interior del vehículo; el olor de su propia carne abrasada le llegó a la nariz antes incluso de que empezaran a torturarle las quemaduras de segundo y tercer grado que las llamas empezaban a ocasionarle en la parte baja del cuerpo, pues el fuego parecía provenir de las mismas entrañas del vehículo.
El fuerte olor a piel achicharrada se mezcló de inmediato con el humo pestilente de la gasolina en combustión, y Salvador, con los ojos inyectados en sangre por la irritación de los gases, notó cómo los alveolos pulmonares se le llenaban de una sustancia negra y viscosa que le provocó una profunda náusea. Aunque las quemaduras más graves afectaban a las piernas, Salvador contempló sus manos y pudo ver cómo su dorso empezaba a enrojecer y a llenarse de ampollas de color blancuzco, a medida que los vasos linfáticos iban quedando al descubierto por efecto de aquel calor infernal.
Viéndose impotente para salir de aquella trampa mortal, Salvador empezó a gritar «¡Socorro!», pero los gases que estaba inhalando convirtieron su llamada de auxilio en un incontrolable ataque de tos.
Salvador no tenía manera de saber cuántos segundos de aquel espantoso martirio le quedaban por vivir aún, pero cuando se dio cuenta por fin de que no iba a ser capaz de zafarse del abrazo mortal del cinturón de seguridad, con el que seguía forcejeando con desesperación, se acordó de la pistola, que descansaba sobre el asfalto a poca distancia de su asiento, y en un esfuerzo sobrehumano consiguió estirar el brazo y hacerse con ella.
No llegó a poder dispararse un tiro en la boca como había planeado, porque las llamas habían alcanzado por fin las parte más vitales de su organismo, y el policía sufrió una parada cardíaca que le ocasionó la pérdida del conocimiento, en el mismo instante en que se le escapaba la vida.
El comisario jefe de la UDEV, la unidad de élite de la Policía Judicial a la que había pertenecido Salvador, se llamaba Ángel Luis Galdón. El comisario sabía que Perdomo —que dependía de la Brigada Provincial de Madrid— había sido la primera persona en entrar en contacto con el cadáver de Ane Larrazábal porque así se lo había dicho el propio Salvador, al día siguiente del crimen; de manera que cuando se confirmó la noticia de que éste había sido víctima de un atentado mortal, Galdón llevó a cabo las gestiones oportunas para que fuera Perdomo quien se hiciera cargo del caso de la violinista estrangulada.
El inspector se presentó a primera hora de la mañana en el despacho del comisario Galdón; los dos policías abordaron, antes que nada, la muerte del agente achicharrado en su propio vehículo.
Galdón tenía una boca larga y aburrida como una dieta vegetariana, y se expresaba en tono monocorde.
—La Policía Científica todavía no tiene un informe definitivo, pero ya me han dado un anticipo por teléfono —le explicó el comisario—. Quienquiera que perpetrara el crimen no utilizó un dispositivo lapa, ni una bomba convencional de tiempo colocada debajo del asiento, sino un explosivo mucho más temible.
—Bomba de solidox, ¿no?
El comisario jefe había llegado a ocupar ese puesto más por su tupida red de contactos profesionales que por sus méritos detectivescos, así que siempre se quedaba atónito cuando un investigador le sorprendía con una intuición correcta o con una deducción arriesgada, que luego se demostraba acertada.
—¿Cómo lo sabes?
—Las instrucciones para construir una bomba de solidox figuran en un manual, que se puede conseguir en internet con cierta facilidad. Es un explosivo que se está poniendo de moda.
—Pues yo debo de pasar demasiadas horas dedicado a firmar papeles; hasta ahora no lo había oído mencionar. Me dicen que es oxígeno sólido, de ahí el nombre, y que viene en una lata de aluminio que contiene seis barritas de color gris que se pueden comprar en la ferretería.
—Eso es porque se emplea en soldaduras como agente oxidante. Su componente más activo es el clorato potásico.
—La Policía Científica dice que lo más fácil y más rápido es machacar las seis unidades de solidox en un mortero, hasta lograr un polvo muy fino, mezclarlo con una cantidad equivalente de azúcar y luego colocarle un pequeño temporizador del tipo 555 y un detonante.
»No es necesario ni siquiera un detonador convencional. Basta con una bombilla de un voltio activada a través de una pila de trece watios. Después, lo único que hace falta es encontrar la manera de introducir el artilugio en el depósito de gasolina del vehículo.
»Aparentemente, lo metieron en el taller, aprovechando que lo había llevado a revisión. Un empleado se puso enfermo y fue sustituido a toda prisa por otro mecánico, que fue el que hizo el trabajito.
—¿Han conseguido detenerle?
—No, pero tenemos la descripción física. Tiene rasgos norteafricanos. Quizá esté conectado con lo de la violinista que investigaba Salvador porque… ¿no me dijiste que tenía unos caracteres árabes escritos en el pecho?
—En este país hay más de medio millón de ellos, así que también puede tratarse de una coincidencia. Es mejor no llegar a conclusiones precipitadas, antes de tener datos suficientes.
—El auténtico drama es que el coche de Salvador tenía poca gasolina, y el estallido de la bomba no produjo una gran detonación.
Pudo haber muerto sin enterarse y en cambio tuvo un fin espeluznante, porque se le trabó el cierre del cinturón de seguridad y las llamas se lo comieron vivo.
Perdomo bajó la vista y guardó silencio al enterarse de la espantosa muerte de su adversario.
—Tú no te llevabas muy bien con Salvador, ¿no es cierto? —dijo el comisario.
—No mucho.
—¿Puedo saber por qué?
—¿Te parece el momento adecuado para tener esta conversación?
—¿Es que te crees todo lo que se dijo de él cuando estuvo en Estupefacientes?
A pesar de que se encontraban en un edificio público y de que, por lo tanto, estaba prohibido fumar, el comisario extrajo un cigarrillo de una pitillera de plata y ofreció otro a Perdomo.
—Gracias, no fumo.
—Tú te lo pierdes. Te vas a morir de todas maneras y estás renunciando a un maravilloso vicio.
Perdomo contempló con desagrado los dedos amarillos de tabaco del comisario y luego respondió a la pregunta:
—No tengo constancia de que Salvador fuera deshonesto, y entre nosotros no había nada personal. Quiero decir que, aparte de dirigirse a mí en las raras veces que coincidíamos en alguna investigación como si él fuera Sherlock Holmes en persona y yo un policía recién salido de la academia, nunca tuvimos ningún encontronazo serio. Otra cosa es que maltratara a diario a algún subinspector y que éste fuera íntimo amigo mío. Al pobre Vilches lo traía por la calle de la amargura y eso me sentaba como un tiro. Salvador se enteró de que el mote por el que le conocía todo el mundo en jefatura se lo había puesto yo y por eso nuestras relaciones eran particularmente tensas.
—¿Inspector Gafet? ¿Es tuyo?
—Sí. Salvador era un cenizo.
—De modo que ¿crees en esas cosas? Me refiero al mal fario.
Perdomo se limitó a encogerse de hombros y no respondió a la pregunta.
—Pero era un buen policía, ¿no crees? —preguntó el comisario.
—Dicen que, rumores a un lado, en Estupefacientes no lo hizo del todo mal. Pero no sabes cómo se puso la otra noche cuando vio que yo había inspeccionado antes que él la escena del crimen. Pensó que quería robarle el caso.
—Y la ironía es que al final sí que te has quedado con él. Pobre Salvador —concluyó el comisario—, lo estaba pasando últimamente muy mal con lo de su chaval. Te enteraste, ¿no?
Perdomo afirmó con la cabeza.
Galdón esperó unos segundos en silencio, para ver si Perdomo hacía alguna acotación más sobre su relación con Salvador, pero al ver que la conversación se había agotado, decidió entrar en materia.
—¿Sabes por qué se ha hecho cargo la UDEV del caso Larrazábal?
Perdomo entendió al instante a qué se estaba refiriendo el comisario. La UDEV era una unidad central radicada en Madrid, compuesta por policías de élite que daban apoyo a las jefaturas provinciales. En ciudades con grupos de homicidio, fuertes y bien estructurados, como Barcelona, Sevilla, Málaga, Valencia y, por supuesto, Madrid, esos inspectores eran siempre los encargados de resolver los crímenes. Incluso en localidades con menos infraestructura policial, los hombres de la UDEV sólo entraban en acción cuando la investigación se estancaba o cuando jefaturas con pocos medios lo solicitaban. Que hubiera asumido, desde el principio y sin ser requerida para ello, una investigación que podían llevar a cabo perfectamente los grupos adscritos a la Jefatura Provincial de Madrid era un gesto de prepotencia.
Perdomo estaba ansioso por conocer los detalles de aquella decisión, que Galdón le resumió en dos minutos:
—Fue una orden expresa de arriba. Y cuando digo «arriba», quiero decir «arriba del todo». Ya sabes que la mujer del presidente no solamente es aficionada a la música, sino que canta esporádicamente de forma profesional. Por la identidad de la víctima, éste es un crimen muy sonado, que va a tener un amplio seguimiento mediático, incluso internacional. No podemos cagarla; por eso el caso nos lo asignaron a nosotros desde el principio. Pero muerto Salvador, te considero la persona más capacitada para llevar la investigación, no solamente por el conocimiento directo que tienes del caso, sino porque eres un detective de tres pares de narices. ¿O es que te crees que no nos pusiste a todos los dientes largos cuando atrapaste al Asesino del Unicornio en El Boalo?
—Un golpe de suerte. El tipo estaba repostando gasolina delante de mí y al abrir el maletero me llamó la atención una caña de pescar muy rara, que llevaba medio escondida. Cuando le pregunté dónde la había comprado, me dijo que se la había hecho él mismo, pero enseguida vi que aquello no era una caña de pescar, sino un cuerno de narval. Mi mujer era muy aficiona al mar y alguna vez había contado a Gregorio historias acerca del unicornio marino, entre otras cosas que el cuerno puede llegar a medir lo que aquel trozo de marfil: casi dos metros.
—Tu poder de observación ha salvado la vida de muchas mujeres, Perdomo. El psicópata ese se había cepillado ya a trece mujeres y podría haber seguido así durante años, porque un asesino en serie no se detiene jamás. Y ya sabes que, según la Guardia Civil, su siguiente víctima iba a ser la mujer del alcalde. Fue un gran acto de servicio.
—Gracias por el cumplido, pero volviendo al caso que nos ocupa, aquí hay algo que no entiendo. ¿La UDEV se inhibe de la investigación para que la lleve un humilde inspector de homicidios de la Brigada Provincial?
—No me he explicado con claridad. Mientras dure la investigación, quedas adscrito a mi unidad. Ya he hablado con tu comisario para que redacte el papeleo. Te hemos habilitado un despacho en la Sección de Homicidios y Desaparecidos. Cuando resuelvas el caso —y no me cabe duda de que lo vas a resolver— será la UDEV la que se lleve la gloria.
—Muy astuto. Pero ¿con quién voy a investigar? Estoy acostumbrado a trabajar con Vilches.
—De la Brigada Provincial sólo me interesas tú. Vilches se queda donde está y tú vas a trabajar con el subinspector Villanueva, que era el compañero de Salvador.
Galdón intentó hacer un aro con el humo del cigarrillo, pero no lo consiguió. Luego, al ver que Perdomo se había quedado taciturno, dijo:
—¿En qué estás pensando? Vas a llevar el homicidio más importante del año y no veo que estés tirando cohetes. Cualquier inspector de homicidios del mundo mataría por estar al frente de una investigación así.
—Ése es el problema. ¿Cuántos hombres tienes en la Sección de Homicidios?
—Dieciséis.
—¿Y qué van a decir cuando se enteren de que le encargas la investigación a uno de la Brigada Provincial y no cuentas con ellos?
—Villanueva es de la UDEV y va a estar contigo en la investigación.
—Pero va a estar a mis órdenes. Créeme, esto va a traer problemas.
—Para eso estoy yo, para resolverlos. Si uno de mis hombres se atreve a ponerte las cosas difíciles, no tienes más que decírmelo y lo crujo en el acto. Empezando por el propio Villanueva. ¿Le conoces?
—Nos hemos visto un par de veces.
—Está jodido, porque se llevaba muy bien con Salvador y lo que quiere es que le ponga a trabajar en el caso de su compañero, no en el del Auditorio. Pero estaría demasiado implicado emocionalmente y no lo haría bien. Además, te tiene que poner al día de lo que llevamos hecho hasta ahora. En cuanto al caso de Salvador, he puesto a trabajar a cuatro hombres, el doble de lo normal. Vamos a pillar al hijo de puta que lo hizo antes de lo que te imaginas.
El comisario Galdón apuró tanto el cigarrillo que se quemó los dedos con la brasa. Luego añadió:
—Pobre Salvador, descanse en paz. Te digo yo que era un buen policía. Con sus cosas, como todo el mundo, pero que se le perdonan, ¿no? ¿Vas a ir al funeral? Es mañana.
Perdomo hizo un gesto de duda, que provocó una reacción inmediata en Galdón.
—Sí, hombre, sí; debes ir, no me jodas. Cualquier cosa que hubiera entre vosotros, ya es hora de dejarla atrás.