El viajero (7 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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* * *

Media hora después de que el carillón que había en el vestíbulo del instituto anunciase la medianoche, el profesor Delaveau cerraba su maletín y salía de su clase. Había acudido aquella tarde al centro para terminar algunas tareas pendientes, pues el lunes regresarían los alumnos de las vacaciones de Todos los Santos, y su trabajo se vería multiplicado.

No quedaba nadie allí. El instituto estaba a oscuras, salvo por las islas de resplandor anaranjado que provocaban los pilotos de emergencia. A Henri le hizo gracia aquella quietud; nadie habría podido imaginar el jaleo que se organizaba en cuanto llegaban los chavales por la mañana. Él prefería a los adultos del horario nocturno por lo contrario: disfrutaba de la tranquilidad.

Se detuvo de golpe al girar una esquina e incorporarse a un nuevo corredor, entre sorprendido e intrigado. En su camino se interponía, confundiéndose con las sombras, la silueta de un hombre de espaldas que aguardaba de pie. Los separaban unos treinta metros.

El desconocido no alteró su estática postura cuando Delaveau le habló:

—¿Hola? ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? El centro está cerrado.

Nada. Silencio. El tipo se mantenía tan hierático como una escultura.

No parecía un profesor.

—¿Me oye? —Henri dio varios pasos hacia el individuo—. No puede estar aquí.

Delaveau empezó a ponerse nervioso. Hasta ese momento, la situación se le había antojado rara pero no peligrosa, aunque el panorama estaba cambiando a peor. A menor distancia, la imagen del desconocido comenzaba a adquirir un aura siniestra que él no había apreciado al principio. Sus ropas estaban hechas jirones y hasta el docente empezaba a llegar un hedor repulsivo. ¿Se trataba de un ladrón? En ese caso, él acababa de sorprenderlo con las manos en la masa, pero ¿por qué seguía sin reaccionar? A lo mejor estaba drogado. Esa gente...

Caminó un poco más, con la intención de llegar hasta el interruptor que alumbraría todo el pasillo, a ver si eso obligaba a reaccionar al desconocido. Cogió el móvil de su chaqueta; al menor problema, avisaría a la policía.

La silueta entre las sombras inició un lento movimiento hacia él; se estaba volviendo. Henri respiró aliviado, dando algunos pasos más. Si aquel tipo colaboraba sin causar problemas, estaba dispuesto a dejarlo ir. No llevaba nada en las manos, así que aún no había podido robar objetos del centro.

La figura terminó su giro, lo miró a la cara y entonces Henri Delaveau supo que había menospreciado el riesgo de aquella situación. Se detuvo como si le hubieran clavado los pies en el suelo, aterrado. Aquellos ojos... aquellos ojos no humanos que lo observaban despedían un brillo amarillento que relampagueó mientras el extraño ser esbozaba una sonrisa cuajada de colmillos. Se oyó el chasquear de las largas uñas de sus dedos; la bestia estaba impaciente, resucitaba en su podrido interior la exquisita sensación del apetito.

Durante las décimas de segundo que duró aquella escena en que víctima y cazador se observaban mutuamente, el profesor Delaveau lanzó una mirada de angustia hacia la puerta de salida del centro, próxima pero inaccesible: en medio se erguía aquella especie de monstruo, impidiéndole escapar. Solo podía retroceder, lo que implicaba alejarse de la salvación, perderse por algún rincón del edificio donde terminaría prisionero, esperando de forma ineludible a su verdugo.

Henri gritó cuando la fiera empezó a caminar hacia él, sin prisa, y echó a correr bloqueado por el espanto, lanzando su maletín por los aires. Cuando su instinto de supervivencia le hizo recuperar la cordura, se acordó de la salida de emergencia y en su mente se dibujó la ruta que debía recorrer para alcanzarla. Se volvió para localizar a su perseguidor y fue incrédulo testigo de una transformación imposible: la silueta negra se iba agachando sin detenerse, empezaba a experimentar unas ligeras convulsiones y, poco después, avanzaba veloz a cuatro patas... convertido en un lobo cuyas fauces espumeantes de hambre mostraban unos agudos dientes. Jamás había sentido tanto miedo. Lo racional de su mente era arrasado por los terrores más primitivos.

Aunque ya veía la otra puerta que conducía a la calle, Henri se dio cuenta de que tampoco llegaría; por cada metro que recorría, la bestia avanzaba tres, y ya oía las pisadas detrás de él, casi rozándolo. Moriría si insistía en alcanzar aquella salida, así que no tuvo más remedio que entrar de golpe en una de las puertas ante las que iba pasando en su carrera. Cerró tras él a toda velocidad, apoyando su cuerpo para que la fiera no pudiera seguirlo hasta allí. Nada más hacerlo, oyó un sonido que le heló la sangre: las zarpas del animal rascaban con furia la madera de la puerta, al otro lado.

CAPITULO VI

PASCAL seguía sin cobertura en el móvil. Michelle era incapaz de prestar atención al desfile de hombres-lobo, dráculas y psicópatas que había en el salón donde se encontraba, algo increíble teniendo en cuenta lo mucho que le gustaba todo aquello. Pero es que los minutos transcurrían y su amigo continuaba sin dar señales de vida. Además, estaba convencida de que todo era por su culpa. Si le pasaba algo a Pascal, no se lo perdonaría. Se sentía tan responsable...

Pronto le tocaría a ella desfilar, pero le daba igual. Asomándose a una de las ventanas desde las que se divisaba la iglesia de la Madeleine, se preguntó qué habría ocurrido si hubiera accedido a salir con Pascal. Había estado a punto de hacerlo, de hecho. Le gustaba su forma de ser y su físico, pero no estaba segura de la verdadera naturaleza de sus sentimientos hacia él. ¿Y si luego la relación no prosperaba? En esos casos, la amistad jamás volvía a ser la misma, e incluso a menudo terminaba por romperse. ¡Ella no quería eso!

No obstante, la posibilidad de que un amor no prosperase por su actitud cobarde... ¿Qué hacer? Ella se enfadó por dentro: tampoco le había dicho que no a Pascal, solo necesitaba un poco de tiempo. ¿Era tanto pedir?

Dominique fingía puntuar a las chicas que pasaban por su lado, pero en realidad se sentía también inquieto.

—¿Vamos a buscarlo a la calle? —Michelle seguía con lo suyo.

Dominique se acercó con la silla y se inclinó hasta abrazarla por la cintura.

—Yo también estoy nervioso —reconoció—. Pero no tenemos ni idea de adonde puede haber ido, no lo encontraremos.

—¿Y si llamamos a su casa?

Dominique se encogió de hombros.

—Si quieres, lo hacemos. Pero vamos a despertar a sus padres casi a la una de la mañana, y les daremos un susto tremendo. Como luego no sea nada...

—Ya.

Michelle tuvo que reconocer que las palabras de su amigo eran razonables.

—Vamos a darle media hora más —concluyó Dominique obligándola a agacharse para darle un beso en la mejilla—. Si para entonces no ha vuelto, organizamos una búsqueda por la zona con todos los invitados a la fiesta. Ahora relájate, que te tocará en seguida salir a exhibirte.

* * *

Henri Delaveau se pasó una mano por la frente para quitarse el abundante sudor que le resbalaba por la cara. Tenía la ropa empapada. Sin separarse de la puerta, alcanzó varios muebles que amontonó para bloquear la entrada. Después, intentó adivinar qué ocurría al otro lado, en el pasillo. Ya no llegaba hasta él ningún ruido. ¿Se habría marchado aquel monstruo? Lo dudó, recordando su primera apariencia humana. Desconcertado en medio de su miedo, tuvo que reconocer que acababa de asistir a una transformación típica de la leyenda del vampiro: convertirse en lobo. Su mente racional se negó a aceptarlo.

Cogió su móvil y llamó a la policía. Para que no lo tomaran por un bromista, lo único que dijo fue que le estaban atacando unos ladrones armados en el instituto, y que no sabía lo que resistiría. Dio la dirección y colgó.

Ahora tenía que aguantar aquel terrible encierro hasta que llegaran los agentes. Si tardaban mucho, perdería el juicio.

Henri fue separándose de la puerta con sumo cuidado para que ningún tropiezo lo delatara. Tras esperar unos segundos y comprobar que el silencio continuaba, caminó por aquella pequeña habitación, un vestíbulo para entrevistas con padres, buscando algo con que defenderse. No había ventana, solo un espejo al que se asomó para comprobar su aspecto: parecía un demente en pleno ataque de locura.

Otra vez ese olor tan desagradable. El cristal del espejo le devolvió entonces una imagen letal: los bultos que él acumulase minutos antes como bloqueo volaban por los aires, impulsados por la puerta, que se había abierto con inusitada violencia hasta golpear la pared. Desconchones de pintura cayeron al suelo, mientras la imagen del corredor vacío quedaba a la vista.

Delaveau dejó de mirar a través del espejo y se volvió. Tras él, un rostro pálido y demacrado que no había detectado el cristal, cuyos ojos amarillos lo miraban sin parpadear, aproximaba su boca abierta para morderlo en el cuello. Como los vampiros, volvió a deducir con el estupor más absoluto. ¿De dónde había salido aquella criatura infernal?

No tuvo tiempo de nada. El profesor sufrió un dolor intenso al sentir los colmillos introduciéndose en su carne. Como si el monstruo le hubiera inoculado con aquella mordedura un veneno paralizante, su malestar se transformó en una repentina debilidad que le impidió defenderse. No podía mover ni un músculo mientras el vampiro le iba succionando la sangre, al igual que las arañas envenenan a los insectos atrapados en su tela para que no se resistan a ser devorados.

La luna llena iluminaba París, adornando de plata la suave superficie del Sena. Una sábana de miles de ventanas iluminadas cubría el bosque de edificios de la ciudad. Tinieblas en Halloween.

* * *

Pascal aterrizó en la superficie blanquecina del sendero justo a tiempo de escuchar, tras él, el sonido seco de una dentellada en el aire. Después, tirado sobre el suelo arenoso, cerró los ojos con fuerza esperando que se produjera el inevitable encuentro con aquellos seres que lo acosaban y que, a buen seguro, no tardarían en devorarlo.

Nada de eso ocurrió. Durante unos interminables segundos, Pascal siguió con la tortura de aguardar su propia muerte, pero los gruñidos de las bestias se mantenían merodeando por aquellas tinieblas pegajosas sin osar entrar en la zona iluminada. El chico se atrevió entonces a abrir los ojos y a recuperar un atisbo de esperanza. Seguía vivo, y acababa de aprender una lección importante en aquel mundo recóndito: mientras se mantuviese dentro del camino iluminado, estaría a salvo de los peligros de la oscuridad.

Aquel pensamiento le sonó a metáfora del bien y el mal. No la olvidaría.

Cuando se hubo recuperado del susto, estudió un paisaje distinto que le había pasado inadvertido: detrás del pequeño montículo donde se incrustaba la puerta del pasadizo por la que había accedido a aquel mundo, se extendía un inmenso lago. Sus aguas negras, muy quietas, acababan confundiéndose con la noche del horizonte, brumoso por una niebla que cubría toda la masa líquida, lamiendo su superficie.

Pascal se aproximó a la orilla apurando el sendero. La marea oscura que llegaba hasta allí era de una consistencia aceitosa y despedía un olor repugnante.

No se atrevió a introducir la mano bajo aquel fluido putrefacto, pero aproximó su cara intentando adivinar qué extraña materia era aquella. Su propio reflejo en las aguas negras se transformó de repente en varios rostros desconocidos, deformados por gestos mudos de sufrimiento. Aquellos tipos gritaban, pero hasta Pascal solo llegó el efecto de unas ondas concéntricas en el líquido oscuro, que burbujeó. El chico saltó hacia atrás esperando horrorizado que aquellas personas que había visto fugazmente emergiesen del agua. Por fortuna no lo hicieron, ni se encontraban a su espalda. ¿Qué habían visto sus ojos?

¿Es que no había más que espantos en aquella realidad estática?

Pascal se tomó su tiempo para recuperarse de la impresión, sin volver a acercarse al lago. Jirones de niebla llegaban hasta él. En medio de la quietud de aquel mundo, Pascal percibió un ruido que se fue repitiendo de forma rítmica. Algo iba chocando contra la superficie del lago. ¿Remos?

De entre la bruma empezó a tomar forma la silueta de un hombre sobre una barca. Receloso, Pascal habría querido esconderse, pero allí era imposible, y tampoco pudo reunir el valor suficiente como para salir huyendo, así que aguardó con el cuerpo encogido. Su propio drama ante la llegada del extraño remero lo constituía una invisible barrera: el peligro que parecía emanar de todo el territorio sombrío que lo rodeaba. ¿Adonde huir que no supusiera precipitarse a peores amenazas? Por eso esperó, con el alma en vilo, paralizado. No tenía otra opción.

El desconocido navegante se encontraba cada vez más cerca. ¿Quién podía atreverse a navegar por aquellas aguas infestadas de rostros moribundos?

La embarcación, de madera oscura, llegó hasta la orilla y se detuvo. No se balanceaba. Quien la conducía se quedó de pie sin decir una palabra. Vestía una amplia túnica, y se cubría el rostro con una capucha que impidió a Pascal ver su cara. El chico intuyó que lo miraba, así que se aproximó con prudencia. Se trataba de la primera presencia humana que veía en aquel entorno inconcebible.

Pascal tampoco se atrevía a romper aquel silencio tan antiguo. A los pocos pasos, el ruido de una cadena tensándose, acompañado de jadeos, lo detuvo. Procedía de uno de los lados oscuros del sendero. Pascal entrecerró los ojos escudriñando las tinieblas, mientras el misterioso barquero lo observaba, inmóvil.

Lo que vio tenía que ser un error de la naturaleza: una criatura parecida a un perro deforme, de tamaño gigantesco, intentaba zafarse de una cadena que lo sujetaba a un poste. Pascal tuvo claro que había detectado su presencia, y eso lo excitaba. Lo anormal de aquel animal, aparte del tamaño, consistía en que... ¡tenía tres cabezas! Y todas, mirándole con agresividad, le mostraban unas fauces abiertas de afilados dientes entre los que resbalaba la espuma de la rabia.

La cadena volvió a resistir un nuevo tirón de aquel musculoso cuerpo, y los jadeos del monstruo guardián se convirtieron en fieros rugidos. Pascal, tras echar un último vistazo al barquero, que continuaba quieto, prefirió no comprobar el aguante del poste que sujetaba al deforme animal, y volvió sobre sus pasos.

El joven se alejó de la salida cerrada del túnel en dirección opuesta al lago negro, volviendo la vista atrás de vez en cuando, por si al misterioso barquero se le ocurría seguirlo. Ya no se fiaba de nada.

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