La chica intuyó lo que Dominique le iba a pedir.
—¿Qué día es hoy, insensatos? —les espetó el implacable francés—. ¡Treinta y uno de octubre! ¿Y qué ocurre esta mágica noche?
Michelle comprobaba que había acertado en su repentina suposición, pero se mantuvo en silencio, divertida. Algunos barcos con turistas surcaban las aguas del Sena, hasta perderse bajo el cercano Pont Royal.
—Esa americanada de Halloween —caía en la cuenta Pascal—. ¿Te refieres a eso?
Michelle rechazó aquel comentario:
—Celebrar Halloween no es una tradición americana.
—¿Ah, no, doctora Muerte? —ahora quien se sorprendía era Dominique, que cuando pretendía meterse con los gustos siniestros de Michelle, utilizaba aquel apodo improvisado hacía varios meses. Ella se lo permitió en aquel momento, conciliadora.
—Eso es lo que la gente cree por culpa del cine —aclaró la chica—, pero no es cierto. No es una fiesta de Estados Unidos. La palabra Halloween es la forma moderna inglesa del antiguo
All-hallow even
, que significa algo así como «la noche de lo sagrado». Los primeros colonos ingleses e irlandeses que llegaron a América se llevaron con ellos sus tradiciones, entre las que estaba la noche de las brujas del treinta y uno de octubre. Al final se ha acabado celebrando en Estados Unidos más que en Europa pero es una fiesta europea.
A Dominique le interesó aquel descubrimiento:
—Entonces, aclárate, ¿quién se inventó todo ese rollo de los muertos?
Michelle no se consideraba una persona culta, pero sobre Halloween era una especialista, como muchos góticos. No tardó en impresionar a Dominique:
—La noche del 31 de octubre era la festividad principal de los celtas —respondió ella—, conocida como «la noche de las calendas de invierno». En esa fecha, los druidas recogían las bayas de muérdago de los árboles para sus pócimas. Esa noche se encendían muchas hogueras, acudía todo el poblado y se sacrificaban animales. La gente encendía velas y, por lo visto, experimentaban un sentimiento de proximidad con los difuntos tan fuerte que, según la tradición, cualquier ser vivo podía comunicarse con los muertos.
—Bonita historia —replicó admirado Dominique—. Desde luego, os documentáis. No está mal. Aunque en
Google
te saco esa información en cero coma tres segundos.
—Pero si vosotros nunca habéis celebrado Halloween —observó la chica haciendo caso omiso del dudoso cumplido—, y tampoco os va lo terrorífico. Siempre os estáis metiendo conmigo por eso —entonces se interrumpió, sonriendo con astucia—. Ya sé por dónde vas, pedazo de hipócrita. Tú quieres ir a la fiesta.
Pascal seguía sin saber bien de qué trataba todo aquello, aunque, desde luego, estaba de acuerdo en que aborrecía lo fúnebre.
—Bueno —se quejó—, ¿alguien me va a explicar de qué va el tema? No me entero de nada.
—Claro, amigo mío —le respondió Dominique—. Pues resulta que uno de los colegas
frikis
de Michelle va a montar una fiesta guapa en su casa. Y no digas que no —ahora miraba a su amiga—, porque seguro que estás invitada.
Ella se echó a reír:
—¡No voy a negarlo! Lo que pasa es que no imaginaba que os apeteciera. ¿Desde cuándo te atraen las fiestas siniestras?
El aludido puso gesto de cazador:
—Desde que fuentes fidedignas me han confirmado que habrá abundante presencia femenina. Eso sí me cautiva —añadio con retintín—. ¿Contamos con tu influencia para considerarnos invitados a esa negra orgía?
—Vale, vale —accedió Michelle—. Si lo hubiera sabido, os lo habría dicho antes. La fiesta se celebra en casa de Jules Marceaux, a las once. Sus padres están de viaje, así que la cosa promete. Son cinco euros por cabeza con comida y bebida. A propósito, hay que ir disfrazado.
Aquel último dato no entusiasmó a Pascal, que empezó a dudar si era una buena idea acudir a aquella celebración. Sin embargo, Dominique se mostraba exultante.
—Bien, bien, no hay problema. Ya me llega el olor de la carne fresca —hizo como si olisqueara, hambriento, el aire—. Acordaos de la sabia naturaleza: cuando cazan los depredadores es por la noche...
—Yo te veo más de carroñero que de depredador —contraatacó Michelle revolviéndole el pelo—. Pero igual de peligroso, eso sí, ¡y con ruedas!
Dominique puso cara de mártir. El comentario le había hecho mucha gracia a Pascal, que a pesar de sus dudas ante el plan se apresuró a concretar:
—Michelle tiene razón, estás a medio camino entre la hiena y el buitre.
—¡Y tú, como no espabiles, a medio camino entre monja y ermitaño! —reaccionó Dominique—. Te quiero ver esta noche atacando a saco; así presionarás a Michelle para que tome una decisión.
Pascal habría jurado que Michelle hacía un casi imperceptible gesto de desagrado. ¿Le molestaba la idea de verlo a él tonteando con otras chicas? Sintió que sus esperanzas renacían, y eso que ni siquiera estaba seguro de aquel indicio.
Dominique, en cambio, estudiaba los rostros de los dos, imbuido en sus propias deducciones.
—Vale, vale —Pascal aceptaba ahora con toda la intención, probando la estrategia de los celos—. Haré lo que pueda.
Michelle no dijo nada, aunque parecía seria; se detuvo para observar la corriente del río; Pascal dejó de empujar la silla de Dominique y aprovechó para descansar. Metros más abajo, en el camino que avanza junto al cauce, la gente paseaba bastante abrigada.
—¿Habrá ritos satánicos? —soltó de improviso Dominique, para cambiar de tema—. En una noche así...
—Ya te vale —le recriminó ella dándole un suave cachete en la cara—. ¡Los góticos somos gente normal! Si es que no cambiarás nunca...
A pesar de lo que acababa de decir, Michelle no pretendía que Dominique cambiara. A fin de cuentas, aunque el hedonismo de su amigo era auténtico, sabía de buena tinta que el machismo rancio de sus bromas constituía tan solo una pose, una actitud postiza con la que afrontaba una vida marcada por la sensación de inferioridad con que vivía su minusvalía. Quizá se tratara de un mecanismo de defensa, un intento de parecerse a los demás chicos que sí podían caminar. Y es que el verdadero Dominique, en medio de una frivolidad que no solo no disimulaba sino de la que hacía una desafiante ostentación, tenía un fondo sensible que nadie habría imaginado. Una sensibilidad que, por supuesto, jamás habría reconocido. Pero Michelle, siempre atenta, iba captando esos detalles en el día a día, un pequeño tesoro de observaciones que guardaba con cariño y que rescataba cada vez que Dominique soltaba alguna barbaridad.
La noche iba cayendo sobre la ciudad. Los tres amigos se separaron, pues tenían que preparar el vestuario que exhibirían durante la fiesta. Además, Dominique y Pascal tenían que negociar la hora de vuelta a casa con sus respectivos padres, una cuestión de la que Michelle se veía libre gracias a las normas bastante tolerantes de la residencia donde se alojaba.
Pascal se dirigió a una estación de metro, con las manos hundidas en los bolsillos. De vez en cuando se subía un poco los pantalones, más caídos a cada paso. Cerca, siguiendo la orilla del río, alguien tocaba el saxo. París, siempre París.
JULES Marceaux iba a la misma clase que Michelle, la B del curso
Premier
, en el
lycée
Marie Curie de París. Su anatomía parecía corresponderse con sus propios gustos: alto y flaco, su abundante pelo rubio caía desordenado sobre una tez muy pálida y pómulos salientes. Sus ojos, algo hundidos en el rostro, comenzaban a brillar en cuanto se aludía a algo tétrico en la conversación.
Jules tenía dotes artísticas, de las que hacía gala fabricando monstruos de látex a tamaño real. Todo un
friki
que guardaba una completa galería de los horrores en su casa, más de veinte seres deformes. Vivía en el número 2 de la rué Chaveau-La-garde, cerca de la iglesia de La Madeleine, que quedaba a la vista desde las ventanas del edificio. Toda la casa, construida a finales del siglo XIX, era propiedad de los Marceaux, pues había pertenecido a los descendientes de esa familia desde hacía varias generaciones. Salvo algunos pisos y locales alquilados a empresas y a una inquilina, el resto estaba ocupado por el matrimonio Marceaux y su único hijo, Jules. Los Marceaux, una familia venida a menos, no disponían del dinero necesario para restaurar el viejo edificio, por lo que la casa presentaba un aspecto sucio y decadente que, por supuesto, fascinaba a Jules y a todo su grupo de siniestros.
Pascal, camino de su cita con Michelle y Dominique, recuperó de forma involuntaria el recuerdo de la pitonisa Daphne y su profecía. No le gustó, pues quería disfrutar de la fiesta de Halloween sin malos rollos; para él ya era bastante problemático lo de tener que disfrazarse, algo que al final no había hecho, incapaz de decidir qué ponerse. Y encima lo de Daphne. Deseó que su presunta cita con la muerte quedase muy lejos, aunque al mismo tiempo necesitaba a Michelle cerca, estuviese o no involucrada en aquel extraño viaje.
—Y tú, ¿por qué no te has disfrazado? —le preguntó ella cuando se encontraron, cerca del domicilio de Jules—. Ya os advertí que era obligatorio.
—Ya lo sé —refunfuñó él—. Pero es que no tenía nada que sirviese... ¡Este plan no estaba previsto!
—Tampoco hacía falta gran cosa —Dominique señalaba su propio vestuario: simples ropas viejas manchadas de pintura roja como si fuera sangre, y un puñal de plástico—. Hay que echarle imaginación, colega.
Pascal miró al suelo mientras se rascaba el cuello, una de sus típicas poses evasivas.
—De eso no tengo, ya lo sabéis. O a lo mejor —alzó la cabeza— sí voy disfrazado, de impaciente —miró a Michelle con toda su ironía.
Michelle prefirió ignorar aquel ataque con una sonrisa de mártir. Ella iba de vampiresa, con una dentadura postiza dotada de grandes colmillos que aún no se había puesto porque le impedía vocalizar.
—No te preocupes, Pascal —lo animó, pacífica—. En casa de Jules tienen un montón de trajes antiguos, seguro que encontramos alguno que te sirva.
—Gracias —en su tono poco entusiasmado se notaba que accedería a ponerse algo por pura resignación—. Al menos así no daré la nota siendo el único que no va disfrazado.
Pronto llegaron hasta el portal de la casa de Jules. Pascal presionó el botón oportuno, y en seguida empujaron el viejo portón de madera azul con celosía que constituía el acceso al número dos de esa calle. Pasaron al interior. Eran las once y diez, y en el cuarto piso comenzaba la fiesta.
En total había unas veinticinco o treinta personas caracterizadas como monstruos, casi todas estudiantes de
Premier
y
Terminal
, primero y segundo de bachillerato. Así que los más jóvenes eran Pascal y Dominique, que estaban matriculados en
Quatriéme
, un curso menos.
—Y toda esta gente, ¿de dónde sale? —preguntó Dominique a Michelle—. En nuestro centro, los góticos sois muy pocos.
—Ya, es que han venido amigos de otros institutos. También hay algunos que se visten así solo para salir los fines de semana.
—Góticos de fin de semana... —susurró Dominique—. Lo peor.
Los invitados se habían repartido entre varias habitaciones preparadas con un montón de sillas y algunos sofás, y en la cocina se había instalado una especie de autoservicio de comida y bebida donde cada uno se servía lo que le apetecía. Los vasos y platos eran de plástico. Las estancias y el anticuado mobiliario que se intuía en los rincones pedían a gritos una reforma tan profunda como la que requería el edificio que los cobijaba.
—Bienvenidos a mi humilde morada —Jules había llegado hasta ellos y los saludaba de forma ceremoniosa, caracterizado de Frankenstein y con un viejo candelabro de velas encendidas que chorreaban cera. Dio dos besos a Michelle—. Y vosotros sois Dominique y Pascal, supongo.
Los conocía de vista, pues se habían cruzado muchas veces en los pasillos del
lycée
. Los ojos de Marceaux refulgían como nunca en su cara maquillada, no en vano era el anfitrión de aquella emblemática noche. Se dieron la mano, y los dos amigos recién llegados le agradecieron que les permitiera participar en la fiesta.
—Eso es cosa de Michelle, ya la conocéis. No es fácil decirle que no a nada.
Pascal pensó entonces que lo difícil de verdad era que ella diera una contestación, afirmativa o negativa.
—Pues Michelle debería aprender de esa capacidad de respuesta —añadió con sarcasmo.
Dominique sonrió ante la cara atormentada que ponía la aludida.
—Tú no vas disfrazado en esta terrorífica velada —Jules, sin haber entendido el último comentario de Pascal, le echaba una ojeada de arriba abajo—. Acompáñame, esto hay que solucionarlo, pero ya. Antes de la medianoche, la hora de los muertos, tienes que estar vestido de algo que dé miedo.
—Te esperamos por aquí —añadió Dominique—, a ver si logras asustarnos con tu disfraz.
—Lo dudo —respondió él, con un acento lúgubre que iba muy bien con la ambientación de la fiesta.
Su amigo le dio un puñetazo suave en la pierna:
—Anímate, si una ventaja tiene tu cara es que a poco que la adornes ya asusta.
Mientras Dominique y Michelle lo dejaban para dirigirse a la cocina, Pascal se volvió con intención de seguir la esquelética figura de Jules, que ya se alejaba a buen ritmo en dirección a las escaleras, acompañado del halo fantasmagórico de su candelabro.
Tras subir un montón de peldaños, el anfitrión se detuvo al llegar a una puerta que conducía a las buhardillas del último piso. Todas estaban unidas por dentro, formando un gran desván a dos alturas que, a juzgar por el polvo que cubría todo, nadie utilizaba desde hacía años. Dejó su candelabro sobre una mesilla y presionó un interruptor. Al momento, la débil luz de una lámpara colgada en el techo deshizo la oscuridad en zonas iluminadas y rincones en sombras.
—Es el cuarto de los trastos —explicó Marceaux—. En esta casa no se tira nada, así que cuando algo no sirve, se sube aquí y se olvida. Mi bisabuelo y mi abuelo hacían lo mismo, así que imagina todo lo que habrá. No creo que lo sepan ni mis padres.
—Ya veo —Pascal no podía disimular su escasa motivación—. ¿Encontraremos algo para disfrazarme entre todo esto?
—Bueno, hay algunas cosas que sí tengo localizadas, como el baúl de la bisabuela Lena —le indicó que lo siguiera hasta un arcón enorme de madera labrada—. Dentro hay mucha ropa. Seguro que algo te sirve, aunque la mayoría sea de mujer. Puedes vestirte de asesina.