«Consecuencias de la desesperación», pensaba Pascal, rememorando su osadía. El «ahora o nunca» había precipitado su determinación. Hasta que la chica se definiese, Pascal no sabría si había metido la pata descubriendo sus cartas.
Michelle. Se trataba de una chica muy atractiva, pero además a Pascal le fascinaba su inagotable capacidad de iniciativa, lo observadora que era y su responsabilidad poco común.
Se sentía seguro a su lado, y eso la volvía más excitante para él, aunque, en cierto modo, también más inaccesible en el terreno del corazón.
El amor era un riesgo. ¿Estaría Michelle dispuesta a apostar?
Dominique, curiosamente, no había reaccionado demasiado bien a aquella maniobra sentimental de Pascal, al menos al principio. Y eso se había notado, pues Dominique era un tipo que siempre se estaba riendo de todo, así que sus escasos momentos de seriedad no pasaban desapercibidos para nadie. Pascal lo achacó a una cuestión de celos, pues si Michelle aceptaba su petición, de alguna manera cambiarían las relaciones del grupo. Por eso, aunque la actitud de Dominique le parecía a Pascal algo egoísta, no se lo reprochó. Ya se le pasaría, como de hecho había empezado a ocurrir. Sus enfados duraban poco.
«Si el placer es efímero, ¿por qué prolongar los malos rollos?», solía repetir Dominique ante cualquier contrariedad. Pascal deseaba que, también en esta ocasión, su amigo ejercitase aquella filosofía, acorde con el hedonismo al que Dominique solía consagrar cada día de su existencia. En cualquier caso, no albergaba dudas: cualquier complicación compensaba, si era por Michelle.
Su amiga no le dejaba conciliar el sueño desde hacía meses. No se la podía quitar de la cabeza, y al final había cometido la locura que desde el principio había pretendido evitar: mezclar la amistad que compartían con, quizá, el amor. Le había dicho a la chica lo que sentía. Sin tapujos.
Pascal todavía no se lo creía. Había sido valiente, decidido, por primera vez. Lo que también le había acarreado, eso sí, la mayor inseguridad de su vida.
Malditas paradojas.
Michelle, sorprendida, solo había respondido con un escueto «necesito algo de tiempo para pensarlo, no quiero arriesgar lo que tenemos». Pascal habría preferido una respuesta más impulsiva (sobre todo si era un sí), pero al menos no había obtenido un no rotundo. Si Michelle dudaba, era porque sentía algo por él. Y aquella pitonisa a la que iban a acudir podría orientarle sobre la contestación de ella, ya que la respuesta se hacía esperar.
Por eso había aceptado aquel plan tan extraño que le proponia Dominique. Aunque Pascal siempre se había mostrado muy escéptico en los temas sobrenaturales, cuando uno está desesperado prescinde de todos sus principios sin demasiado esfuerzo, igual que hacen los enfermos acudiendo a pintorescos curanderos.
En fin, que, por culpa de todo aquello, ahora se encontraban ante un polvoriento local de la zona medieval de París, la ciudad donde Pascal vivía con sus padres desde hacía diez años, cuando dejaron España. Habían llegado hasta allí a través de un pasaje llamado Impasse de L'Hótel D'Argenson, un sucio callejón oculto tras un arco que comunicaba con una calle de la zona de Le Marais.
Los dos chicos todavía dudaban en aquel último momento si entrar o no, por el aspecto infame del lugar. Pero allí estaban, frente a la puerta sin número que conducía a su objetivo: Pascal, de pie, con su cazadora oscura y sus pantalones caídos que dejaban entrever el comienzo de los calzoncillos, y Dominique con sus ropas amplias tipo
skater
, su gorra y el gesto travieso, sentado en su silla de ruedas. Se miraron el uno al otro.
—¡Cambia esa cara! La historia la escriben los valientes, ¿no? —intentó animarlo Dominique, siempre audaz.
—Cuando no sabes dónde te estás metiendo, no es valentía, es inconsciencia —se apresuró a matizar Pascal—. Me encanta ser un cobarde. Lo sabes perfectamente.
Y es que el joven español no era tan osado como su amigo francés. A pesar de todo, se había dejado arrastrar hasta allí, y poco después ya se encontraban en el interior de aquella madriguera ubicada en el sótano de un decrépito edificio. Un chico joven y desgarbado, que no llegaría a los veinte años, les cobró el precio acordado y, a continuación, los condujo en silencio hasta la bruja.
—Gracias, Edouard —dijo ella al desconocido—. Ahora no pierdas detalle, el proceso es importante.
El tal Edouard obedeció quedándose allí de pie, junto a ellos. Pascal y Dominique dedujeron entonces que el chaval debía de ser un aprendiz de vidente, lo que les provocó una sonrisa incrédula. ¿Había gente interesada en formarse para eso? A juzgar por el entorno, no parecía una actividad muy lucrativa.
En aquel lugar sórdido se realizaban sesiones de adivinación, espiritismo y tarot, como había logrado averiguar Dominique a través de un compañero del
lycée
. Y ahora los dos chicos, a punto de arrepentirse de haber pagado por la sesión, se encontraban ante una anciana que tenía toda la pinta de una auténtica bruja, con su grueso cuerpo cubierto por una túnica de colores chillones y una pelambrera tan intrincada como una jungla.
La pitonisa los recibió con un saludo muy serio, y después no perdió el tiempo. Ignorando los titubeos de sus jóvenes clientes, indicó a Pascal que se sentase e inició la sesión rodeando con sus manos una bola de cristal que destellaba sobre una mesa adornada con símbolos arcanos.
Pascal y Dominique permanecían hipnotizados ante el ritual. El español no pudo evitar fijarse en los dedos de la bruja: de uñas largas, sinuosos y curvos, como garfios deformes. La piel cuarteada que los cubría se estiraba hasta límites insospechados, tomando un tinte blanquecino. Parecían garras.
La mujer, por si cuestionaban sus capacidades paranormales, empezó a lanzar afirmaciones sobre ellos. Sus ojos, lechosos por las cataratas, bailaban de uno a otro.
—Tú —miraba a Dominique—, dejaste de caminar hace doce años por una enfermedad.
El aludido se quedó con la boca abierta; no se esperaba aquello. Como iba en silla de ruedas, el indudable mérito de aquel dato no radicaba en deducir su minusvalía, sino en haber acertado la antigüedad exacta de la dolencia. ¿Cómo lo había hecho? Aun así, Dominique no estaba dispuesto a dejarse convencer: aquello debía de tener trampa.
Pascal contuvo el aliento cuando la adivina le dirigió su gesto turbio. Sin embargo, la bruja suavizó el semblante antes de comenzar a susurrarle:
—Por tus venas corre sangre española, ¿verdad?
Pascal asintió en silencio; su padre era español, y él mismo había nacido en Madrid. No había estado mal el truco, para empezar.
—Nada se le escapa a la Vieja Daphne —la voz de la bruja sonaba como si sus cuerdas vocales fueran astillándose con cada palabra—. Veo muchas más cosas; un espíritu es un abismo, y yo puedo asomarme a vuestro interior.
La anciana, a continuación, los invitó a acercarse todavía más a la mesa donde descansaban sus utensilios de vidente. Ellos obedecieron mientras aún se planteaban si merecía la pena el precio que habían pagado.
—¿Qué queréis saber?
Pascal no tardó en decidirse a preguntar, pues el silencio de Michelle lo tenía desquiciado.
—Yo... —comenzó, con timidez, mirando de reojo a Dominique—, ayer le pedí salir a una amiga, y... bueno, aún no me ha contestado...
A pesar de su incertidumbre, Pascal todavía detectó en su amigo cierta incomodidad ante aquel tema. ¿Celos de amistad? Si Michelle optaba por el sí, ya se encargaría él de demostrar a Dominique que la relación entre los tres no corría ningún riesgo.
—El amor... —la pitonisa ponía gesto ausente mientras colocaba seis cartas sobre la mesa y acariciaba su bola de vidrio transparente—, una de las mayores fuerzas de la naturaleza. Se han hecho tantas cosas por amor... Generosos sacrificios, pero también terribles crímenes...
El tembloroso resplandor de unas velas constituía la única iluminación de la estancia. Edouard permanecía quieto en la penumbra circundante. Durante un rato, Daphne se limitó a mover sus esqueléticos dedos alrededor de la bola de cristal, aproximando su rostro hasta casi tocar su superficie. Acabó alejando su cara de la esfera, inquieta, y levantó dos de las cartas que seguían sobre la mesa.
—La chica se llama Michelle, ¿verdad?
Pascal y Dominique asintieron en silencio, absortos.
—La respuesta de esa joven no la veo clara, porque hay algo... hay algo que se interpone... no me deja ver...
En aquel punto, y contra todo pronóstico, el corazón del joven español se había detenido, pendiente de cada palabra de la bruja, como si para él se hubiera convertido en el oráculo más fiable. ¿Qué había visto ella en aquella bola?
—Vislumbro... vislumbro una nube oscura que se cierne sobre vosotros —susurró Daphne, mientras su mirada acuosa se posaba en la de los chicos—. Y un largo viaje dentro de poco tiempo. Un viaje en el que esa Michelle está presente de algún modo que no consigo determinar. Es muy raro...
Dominique, desde su silla de ruedas, sintió la necesidad de sonreír ante aquella interpretación que ella parecía tomarse en serio, pero el gesto grave de su amigo Pascal y su propia cortesía bastaron para contenerlo. ¿Un próximo viaje? Lo dudaba, teniendo en cuenta que las vacaciones de Todos los Santos en el
lycée
terminaban esa semana y no volvería a tener más hasta dos meses después. En eso aquella farsante había metido la pata. Lo de adivinar el nombre de Michelle sí había estado bien, en cambio.
La pitonisa Daphne, ajena a los pensamientos del chico, enfocó sus inquisitivas pupilas hacia Pascal.
—Tú eres quien viajará —sentenció—. No hay duda. Y tu amiga se verá involucrada en ese extraño camino que has de recorrer.
«Bueno, si cuento con la compañía de Michelle, el asunto ha mejorado», pensó Pascal.
—Porque ese viaje no se refiere a una relación entre nosotros dos... —aventuró, procurando interpretar aquellas palabras bajo el sesgo de sus esperanzas.
—No —la respuesta fue contundente. Por lo visto, eso sí se distinguía bien en la bola de cristal.
Dominique no parecía descontento con aquella contestación y semejante actitud empezaba ya a molestar a Pascal, que se removió en la silla volviendo a mirar a la bruja. Aquella mujer, ¿le estaba contando todo, o se guardaba algo? Era la primera vez que visitaba a una adivina, y lo que había empezado como una buena idea para distraerse aquella tarde, hacía rato que le estaba poniendo tenso. Iba a salir de allí no solo sin saber la contestación de Michelle, sino acompañado de una incógnita más. Un viaje. Lo que faltaba. El mundo esotérico siempre le había asustado un poco —demasiada puesta en escena—, al margen de que al final fuese todo un montaje. Algo de lo que empezaba a dudar ante aquella mujer.
—¿Y puede ver el destino de ese viaje? —indagó Dominique, deseando averiguar hasta dónde se atrevería la bruja a llegar en su aparente embuste—. Ya que no puede decirnos si Michelle va a salir con mi amigo...
Daphne esbozó una sonrisa de tiburón, ofreciendo unos dientes podridos entre cuyos huecos le silbaba el aliento. Se pasó la lengua por ellos, como relamiéndose.
—No hay bola de cristal en este mundo capaz de salvar la distancia que separa el destino de tu viaje, Pascal. Te dirigirás a una región remota para la que no hay mapas...
La vidente sí había logrado vislumbrar el final de aquel trayecto, y estaba sorprendida por su descubrimiento. Sorprendida y preocupada. Nunca le había ocurrido algo así y no sabía cómo interpretarlo. Ni siquiera se atrevía a facilitar a los chicos aquella información.
Daphne no podía imaginar lo que iba a desatarse a partir de aquel día, pero su semblante inquieto delataba su perplejidad. Y supo, sin exteriorizarlo, que sus inquietantes intuiciones no habrían terminado cuando aquellos jóvenes clientes se hubieran marchado. Y no se equivocaba.
Dominique, mientras tanto, comprobaba que la mujer elegía bien sus respuestas. Ajeno a la verdadera preocupación de la bruja, atendía a detalles casi anecdóticos: ¿cómo sabía el nombre de su amigo? Lo había vuelto a hacer, el tema de los nombres lo dominaba demasiado. Podía ser una profesional que se ganaba bien los euros que cobraba por consulta, pero la situación resultaba igual de alarmante. Empezaba a compartir con su amigo las ganas de salir de allí.
Pascal formuló con timidez una última pregunta:
—Pero ¿tiene algún nombre ese lugar tan lejano al que se supone que voy a ir y que va a afectar a Michelle?
La pitonisa acentuó su repentina seriedad sin apartar sus ojos de él. Incluso Dominique permanecía mudo tras el interrogante, sintiendo un repentino frío en la espalda. Aquello, definitivamente, ya no era gracioso.
Daphne atrapó con una de sus garras la baraja de tarot, incluyó las cartas de la mesa y procedió a mezclar. A continuación, fue colocando los naipes sobre el tapete, uno a uno, bocabajo, siguiendo un dibujo geométrico. Su índice derecho terminó separando una de las cartas dispuestas.
—¿Seguro que quieres saberlo? —interrogó a Pascal, en un último intento de escabullirse—. A veces es mejor dejarse sorprender por los acontecimientos... casi nunca se está preparado para el destino...
Si hubiera podido, Pascal habría abandonado ese siniestro juego en aquel instante, pero la presencia de Dominique le impulsó a llegar hasta el final. Se repitió que todo era una especie de broma que gastaba aquella gente para sacar pasta a los crédulos. Solo eso. Así que asintió con la cabeza, y la bruja volvió con lentitud la misteriosa carta que custodiaba bajo su mano.
Todos se quedaron sin respiración: el dibujo que acababa de quedar ante su vista mostraba un esqueleto cubierto por una túnica, que apoyaba en su hombro una guadaña.
Era la
Muerte
.
SUS presagios se estaban cumpliendo. Desde su encuentro con aquel muchacho español llamado Pascal, hacía dos días, la Vieja Daphne percibía enigmáticas señales que no acertaba a interpretar. Tampoco dormía bien. ¿Cómo entender el misterioso viaje del chico que había vislumbrado en las cartas? ¿Acaso estaba aquel joven a punto de morir? ¿Iba a ocurrir algo sobrenatural en París? Sentía mucha energía en todos los rincones de la ciudad. Estaba asustada, por primera vez en mucho tiempo.
Anochecía y el frío empezaba a notarse. Daphne se arrebujó en sus ropajes, que llamaban la atención de los escasos viandantes con los que se cruzaba. Atravesaba la antigua plaza Jean de Bellay cuando, de improviso, lastimeros gritos infantiles comenzaron a resonar por todos lados, cambiando de intensidad, mezclándose, retorciéndose en la atmósfera vibrante de la plaza. Chillidos agudos que parecían a punto de reventar los cristales de las ventanas de los edificios próximos. El cielo, mientras tanto, había adquirido una tonalidad púrpura y las nubes desaparecían arrastradas por un viento huracanado.