Lo que faltaba. Disfrazado de mujer. Pascal suspiró con resignación. Como chica asesina, ¿podría dar celos a Michelle? A lo mejor semejante pinta le ayudaba a ligar con el resto de las chicas... Se acercó hasta el baúl, que ofrecía un aspecto mucho más antiguo incluso que el resto de los muebles y enseres que lo rodeaban. Jules levantó con esfuerzo su rechinante tapa maciza agarrándola de unas asas de bronce que sobresalían de sus extremos, hasta que quedó apoyada en el lado opuesto. El interior estaba a rebosar de telas y diversos objetos.
—Vaya, sí que hay cosas —observó Pascal—. ¿Es que tu bisabuela coleccionaba ropa?
Jules sonrió.
—No. Lo que pasa es que, justo hace ahora cien años, desapareció sin dejar rastro. Una historia extraña. Se supone que abandonó a su marido, mi bisabuelo, y nunca se la volvió a ver. El caso es que no se llevó nada, así que todo se metió ahí. Enigmas familiares.
—Menuda señora.
Jules se echó a reír.
—Ya lo creo. Oye, te dejo para que vayas eligiendo algo que ponerte, tengo que ejercer de anfitrión. Ya sabes dónde estamos; basta con que bajes las escaleras hasta el cuarto piso y entres por la puerta de la derecha, ¿de acuerdo? ¡Y date prisa, faltan veinte minutos para la medianoche, momento en el que haremos un brindis por los muertos y comenzará la elección para el premio al mejor disfraz!
—Vale, muchas gracias, en seguida bajo.
Marceaux recogió su candelabro y salió del desván, volviendo a cerrar la puerta a sus espaldas. Pascal, al que no entusiasmaba quedarse solo, agradeció la luz de la lámpara que colgaba sobre la estancia, aunque fuese algo insuficiente para el tamaño de aquel espacio de techo inclinado. Decidió darse prisa para volver cuanto antes a la fiesta. A fin de cuentas, tampoco iba a lograr un buen vestuario por mucho tiempo que permaneciese allí.
Empezó a rebuscar inclinándose de puntillas sobre el arcón abierto, un grueso armazón de tal profundidad que el borde le llegaba casi hasta el cuello. Echaba fuera todo lo que pudiera interesarle, después haría la selección final. Pronto se percató del escaso material interesante que iba superando su descarte. Qué vergüenza iba a pasar, no tenía ninguna posibilidad de lograr una apariencia digna con aquellos trapos.
¿Conseguiría la determinación suficiente como para no invertir toda la noche en elegir qué ponerse? Por una vez, su indecisión podía resultarle muy oportuna, si así retrasaba el instante de bajar a la fiesta y hacer el ridículo.
Cuando ya llevaba unos cuantos minutos apartando prendas polvorientas, descubrió un collar oxidado que podría servirle.
Por desgracia, cuando ya lo estaba tocando con la mano, empujó sin querer un montón de ropa, lo que hizo que aquel objeto se perdiera al fondo del baúl.
—
¡Merde!
Pascal dejó de alzarse sobre el lateral de aquella especie de cofre gigante. Para una cosa que lo había convencido... Empezó a sacudirse los pantalones y el jersey, quitándose la suciedad que se le había adherido al apoyarse en el borde del baúl, y después se colocó las prendas que habían superado su criba inicial. Acto seguido se aproximó a un gran espejo de marco dorado que permanecía apoyado sobre varias cajas, al otro extremo de la habitación. Comprobó que su aspecto resultaba bastante pobre.
¿Y qué podía hacer ahora? Iban a dar las doce, tenía que apresurarse.
Al fin, tomó una decisión que le permitiría rebuscar mejor, así que volvió sobre sus pasos. Se arremangó, hizo fuerza con los brazos para elevarse sobre el arcón y, dando un pequeño salto, cayó dentro, aterrizando sobre la masa blanda de toda aquella ropa acumulada. Una densa nube de polvo se elevó por el impacto de su peso, pero, a los pocos segundos, Pascal había dejado de toser y buceaba ya entre las telas para localizar el collar que le había gustado. Al mismo tiempo seguía encontrando otros elementos de
atrezzo
que podían serle útiles y que se colocaba sobre la marcha.
Llegó entonces hasta él el sonido grave y repetitivo de algún reloj de carillón próximo, cuyo péndulo acababa de impulsar sus agujas hasta marcar la medianoche, provocando así doce impactos vibrantes que habían logrado atravesar tabiques hasta alcanzar el desván.
Pascal captó el aviso. Ya eran las doce.
Pero aquel ruido de fondo no fue el único que le sorprendió. De repente, sonó sobre su cabeza un fuerte chasquido y se quedó a oscuras. Dejó de ver en medio de aquel mar de ropa; solo notaba un olor rancio y el tacto suave de las prendas acariciándole el rostro y los antebrazos. Detuvo su búsqueda, desorientado. El arcón se debía de haber cerrado por accidente, una claustrofóbica idea que le produjo un ataque violento de ansiedad. Pero era imposible, dado el peso de su tapa. A no ser... a no ser que alguien lo hubiera hecho. ¿Se trataba de una broma? ¿Alguien había subido hasta el desván para cerrar el baúl? No tenía ninguna gracia. Notó que se asfixiaba de los nervios, así que procuró tranquilizarse, sin mucho éxito.
Se levantó como pudo para empujar la tabla superior desde dentro; necesitaba volver a ver la luz de inmediato. Se había erguido con cuidado hasta quedar agachado, pues no veía nada y podía golpearse la cabeza. Con las manos tanteó lo que ahora constituía su techo, y empujó con ganas. Nada, aquello no se movía ni un milímetro.
El baúl sufrió entonces un fuerte vaivén que le hizo perder el equilibrio, cayendo otra vez sobre la ropa, mezclándose con ella y con el polvo desatado, que le provocó un segundo ataque de tos. El único pensamiento que le vino a su mareada cabeza fue que quienes le habían encerrado allí, ahora arrastraban el arcón. No entendía nada. ¿Una travesura programada de Halloween? ¿Era él la víctima para el sacrificio?
Nuevos movimientos violentos lo impulsaron hacia todos lados, rebotando contra la dura superficie de madera. Gimió de dolor, mientras se cubría la cabeza con los brazos y adoptaba una postura fetal para protegerse. La inusitada fuerza de los giros reducía el efecto amortiguador de la ropa vieja.
No lo podía creer: aquellas últimas sacudidas solo podían deberse a que subían y bajaban de golpe el baúl. ¡Pero era imposible, aquel arcón debía de pesar más de cien kilos! ¿Se trataba de una pesadilla? Se pellizcó la mano y recibió en seguida la mala noticia del dolor.
Aquello estaba sucediendo de verdad, por inconcebible que fuese. El siguiente zarandeo despejó todas sus dudas; conmocionado en medio de la oscuridad, sintió que perdía por un instante el sentido de la gravedad y quedaba bocabajo. Después, la nada que lo rodeaba y él mismo empezaron a dar vueltas a velocidad creciente. La ropa volaba en la negrura, su mareo se hacía más intenso. ¿Cuándo acabaría semejante locura? No aguantaría mucho sin vomitar.
En algún remoto lugar debieron de oír sus ruegos internos: tan de improviso como todo había comenzado, las demenciales sacudidas cesaron. La mente de Pascal, en medio del miedo, resucitó la profecía de la pitonisa Daphne. Igual había muerto y no lo sabía. Al principio no se atrevió a moverse, por temor a que el artífice de aquella tortura reanudase los golpes. Localizó su teléfono móvil y lo extrajo del bolsillo, procurando no revelar sus movimientos. Tenía que pedir ayuda, pero su esperanza se quebró pronto: la pantalla de su móvil le lanzaba el dramático mensaje de que allí no tenía cobertura, un mensaje que se clavó en su cerebro como un dardo. Maldijo en silencio.
LA fiesta era todo un éxito. Los dos salones de aquella planta estaban abarrotados de gente disfrazada bailando —música siniestra, claro— repartidos en diferentes grupos. La zona de los sofás, en cambio, había pasado a convertirse en el equivalente al reservado de las discotecas, y varias parejas se besaban procurando no estropear su vestuario demoníaco, que después tendrían que lucir. Y es que quedaba mucha noche por delante.
Como el anfitrión había preferido evitar la luz eléctrica, diversos candelabros permanecían estratégicamente situados para lograr una iluminación decimonónica que encajaba a la perfección con la velada fúnebre. Jules, eso sí, había tenido la prudencia de colocarlos en lugares apartados para que no hubiese riesgo de que alguien los empujase por accidente, provocando un incendio.
—Parece que Pascal no se decide a bajar —Dominique, pendiente del transcurso de los minutos, comprobaba en la pantalla de su móvil si les había enviado algún mensaje—. Ya se ha perdido el brindis, y a este paso tampoco va a participar en el desfile.
Michelle, moviéndose al ritmo de la música, una inquietante canción de Angélida, suspiró. En la penumbra se distinguían los monstruos de látex de Jules, que parecían seres auténticos esperando a su víctima.
—Ya sabes cómo es, le dará vergüenza. ¿Por qué no se relaja y se divierte? De vez en cuando hay que hacer alguna locura...
Dominique estuvo de acuerdo:
—Sí, en ocasiones es demasiado tímido. ¡Hay que vivir la vida!
Los dos sabían que, en el fondo, el problema de Pascal no era la timidez, sino la inseguridad. Le faltaba confianza en sí mismo.
—Para, tío —ella se apresuró a matizar—. Tu extremo es todavía peor. Eres demasiado...
—¿Hedonista? —terminó el chico, enérgico—. ¿Y eso es un problema? El placer es importante.
Carpe diem
, como en esa peli de los poetas. Hay que disfrutar de la vida, la gente sería más feliz. Hay que vivir, que son dos días. Ya habrá tiempo de descansar después de muerto.
Michelle seguía bailando. Sonrió con resignación, dispuesta a seguir a Dominique en aquel juego de simulación que a ella no engañaba: él tampoco pensaba de aquel modo, al menos no de forma tan radical.
—En la vida hay algo más que el placer, Dominique —repuso—. No puedes sacrificarlo todo con ese único objetivo. Un planteamiento así te acabaría saliendo muy caro.
—Es posible.
—A Pascal solo le falta un poco de iniciativa. A ti te faltan muchas otras cosas, así que espabila.
Mientras Michelle se echaba a reír, el chico, esforzándose por tomarse a broma aquel comentario, adoptó un tono irónico en su réplica:
—Qué profundos sois los siniestros, ¿no? —intentó levantar la falda a su amiga, pero ella lo esquivó a tiempo—. Este ser tan incompleto te propone ir a buscar a Pascal.
—Sí, vamos. A ver si podemos convencerlo a tiempo para el concurso.
—¡Y deja de bailar así, siempre provocando!
Michelle se echó a reír.
—A ti te pone cualquier cosa que se mueva y respire.
* * *
Oscuridad. Los minutos transcurrían y la calma era total, así que Pascal decidió apartar con cuidado las telas desordenadas que envolvían su cuerpo. Le dolía todo, pero se esforzó por adoptar una postura más natural que aquella con la que había terminado después de que hubieran agitado el baúl como si estuviesen haciendo un cóctel rabioso. La tranquilidad continuaba, lo que contribuyó a su propia serenidad. El problema ahora era reconocer cuál de las paredes que tanteaba correspondía a la tapa del baúl. No tenía ni idea, y sin ese dato no lograría escapar de aquella inexplicable trampa. Sintió no disponer al menos de un mechero, y se conformó con el resplandor de la pantalla del móvil. Al menos de momento no le faltaba el aire, pero un venenoso sentimiento de horror iba devorándole poco a poco las entrañas. Era como estar enterrado vivo.
Aquella idea lo hizo detenerse, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. ¿Lo estaba? ¿Permanecía sin saberlo bajo tierra, atrapado en un espacio rectangular que había terminado por convertirse en su propio sarcófago? Recordó con espanto un conocido documental que ofrecía imágenes de la exhumación del cuerpo de un individuo que fue enterrado vivo por equivocación. Se dieron cuenta demasiado tarde: la madera del interior estaba arañada por todos lados, y el cadáver presentaba los ojos y la boca abiertos al máximo en el gesto de un terrible grito que nadie pudo escuchar. Y lo peor: las uñas de las manos de aquel cadáver estaban destrozadas, manchadas con sangre seca al igual que sus nudillos abiertos. La víctima había agonizado durante horas intentando escapar, hasta dejarse los dedos en carne viva. ¿Iba a ser ese su final?
Decidió no pensar más, o se volvería loco. Le costó caer en la cuenta de que continuaba —o eso creía— en casa de Jules Marceaux, pero lo logró. Se impuso un objetivo que bloquease su mente, necesitaba estar ocupado: recordó que tenía que identificar la tapa del baúl si pretendía escapar de aquel cubículo. Aproximando su teléfono encendido, tocó la primera pared que lo aprisionaba y la recorrió con las manos, prestando atención a cualquier detalle que pudiera orientarlo. Nada. Palpó la segunda y la tercera placas, obteniendo el mismo nulo resultado. Fue al llegar a la siguiente cuando le ocurrió algo todavía más extraordinario que todo lo anterior: no la encontró. Así de simple y de absurdo. Ante sus ojos, enfocados hacia donde debía estar ese lateral del arcón, lo único que ahora se percibía era una oscuridad absoluta, y sus dedos no alcanzaban nada sólido, solo aire. La luz del móvil tampoco lograba captar aquel extremo de la madera.
Primero estiró su mano, luego el brazo. Sus crispados dedos continuaban rasgando la nada de un espacio vacío. Imposible, el baúl no era tan amplio hacia ninguno de los lados. Fue acariciando las demás paredes, que sí permanecían donde él suponía, para procurar centrarse. Después, con cierto temor, cambió de postura para liberar una de sus piernas y comenzó a estirarla hacia la pared que buscaba, sacudiéndose una blusa que se le había enganchado en el pantalón. Nada, de nuevo. Aquella parte del arcón, incomprensiblemente, faltaba.
Pero, entonces, ¿por qué solo veía negrura? Gritó, y un prolongado eco le devolvió su voz, perdiéndose hacia el hueco vacío. Ya no había duda: allí había una especie de agujero cuadrado, una tabla del baúl había desaparecido y en su lugar se abría un túnel de longitud indefinida. Absurdo, pero cierto. No tenía sentido esperar, nada podía ser peor que su situación actual, así que se puso a cuatro patas y comenzó a avanzar por aquel pasadizo. El silencio era total. ¿Adonde conduciría aquella oscura galería?
Pasaban diez minutos de la medianoche. ¿Le estarían buscando sus amigos, o supondrían que se había negado a bajar a la fiesta disfrazado? Gritó, pero no obtuvo ninguna respuesta.
El túnel se iba ampliando, así que a los pocos metros pudo avanzar encorvado. Las paredes se habían redondeado, dando la impresión de que recorría una cañería gigante. Oyó un ruido. Al dirigir su mirada ciega en dirección a él, se encontró con el inesperado brillo de dos ojos amarillos, de pupilas afiladas, casi felinas, que lo observaban a cierta distancia. Se detuvo con brusquedad, transformado su agobio en miedo. No estaba solo. Un aliento putrefacto lo alcanzó, una bocanada de aire muerto que le provocó arcadas. Aquella mirada que había detectado sus movimientos en medio de las tinieblas destilaba maldad... y un hambre de siglos.