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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (56 page)

BOOK: El viajero
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—Estoy de acuerdo —el forense decidió desvelar sus cartas—. Tengo la impresión de que arriba vamos a encontrarnos con algo mucho más familiar.

Marguerite frunció los labios, con la mente asediada por imágenes sangrientas.

Poco después se acercaba un agente de policía uniformado.

—Ha habido que despertar a varias familias, pero hemos registrado todos los últimos pisos —comunicó— sin encontrar nada sospechoso. Solo nos queda uno por inspeccionar, pero nadie responde. ¿Derribamos la puerta? El piso —añadió señalando un suave resplandor entre la hilera de rectángulos acristalados de uno de los áticos— coincide con esa ventana iluminada.

—Bueno —dijo Marguerite—, parece que ya estamos más cerca de entender lo que ha ocurrido. El hecho de que en el presunto apartamento de la víctima hayan quedado luces encendidas cuadra con nuestras hipótesis.

—¿Subimos? —propuso el forense, impaciente, sin dejar de espiar todos los tejados que confluían sobre aquella calle.

—Sí, aquí ya hemos acabado. Además, en seguida llegará el juez de guardia para autorizar el levantamiento del cadáver —se volvió hacia el agente—. ¿Han hablado ya con la persona que encontró el cuerpo?

—Sí, señora. Se le ha tomado declaración.

—Pues subamos a ese piso. Si hace falta, echaremos la puerta abajo.

Marcel, antes de entrar en el portal, dirigió una última mirada hacia las zonas en penumbra que divisaba desde su posición. Adoptaba una actitud vigilante, en guardia, mientras su intuición de que el autor de aquel nuevo crimen estaba cerca ganaba solidez.

Sentía su ominosa proximidad entre las sombras.

* * *

Afortunadamente para ellos, los padres de Jules estaban de boda en Fontainebleau. En caso contrario, habrían subido asustados al desván al oír los gritos de su hijo. Por suerte, la situación no se había complicado tanto y la calma se había restablecido de nuevo. Una calma demasiado tensa.

Ya estaban solos una vez más. Solos, sin más compañía que la Puerta Oscura, que parecía hacerles un guiño desde su maciza presencia entre las sombras.

El miedo no había pasado, en absoluto. Todavía se oían respiraciones entrecortadas allí, mientras se iban recuperando del subidón de adrenalina que había provocado el ataque del vampiro. Apenas había durado un minuto todo el peligroso episodio de Varney, pero a ellos se les había hecho eterno. Ahora todo había cambiado, la siempre temida aparición del monstruo se había hecho realidad. La noche, durante aquellos agónicos instantes, les había ofrecido su rostro más salvaje, y la simple idea de apartar la manta que volvía a cubrir la claraboya para enfrentarse a su oscuridad, les parecía escalofriante.

Todavía sudaban, y eso que a través del cristal roto de la claraboya se colaban ráfagas de frío. Sus corazones se empeñaban en no recuperar un ritmo normal. La razón era que ahora se sentían encerrados, aislados. No podían arriesgarse a salir de allí mientras no amaneciese. A la sensación de miedo se unía la angustia de saberse acosados por un monstruo que podía volver en cualquier momento, desde cualquier rincón. Una criatura poderosa que merodeaba, acechante, aguardando el más ligero error para lanzarse sobre ellos y arrebatarles su sangre.

Tras su festín carnicero, Varney dispondría de la Puerta Oscura a su merced, mientras Pascal continuaba en el Más Allá. Semejante perspectiva, desoladora, les dio fuerzas, junto al hecho de que el vampiro no podía entrar sin ser invitado, un recuerdo que apaciguó sus ánimos. No podría llegar hasta ellos si tenían cuidado. Se imponía la prudencia hasta que llegase la luz.

Jules paseaba entre los bultos de la buhardilla, masajeando su dolorido cuero cabelludo. Había salvado la vida de milagro gracias los reflejos de Dominique, que con su maniobra había dado tiempo a Daphne a llegar hasta ellos para aumentar la resistencia. El chico miró la Puerta Oscura con cierto rencor. Aquel arcón medieval le estaba permitiendo cumplir un sueño apasionante que, sin embargo, se iba transformando en una pesadilla que podía costarle muy cara.

«Todo tiene un precio», reflexionó.

Daphne, tras comprobar con alivio que Jules tenía el cuello intacto, se derrumbó sobre su sillón. A pesar de su increíble energía, la edad le pasaba factura.

Jules seguía moviéndose entre los objetos almacenados en aquel desván, oyendo el tímido murmullo de una conversación recién iniciada entre Dominique y la vidente, cuando notó la vibración de su móvil. Alguien lo llamaba. ¿Quién podía ser a aquella hora?

Jules parpadeó, bloqueado. El número que aparecía en su pantalla era el de Michelle.

* * *

Pascal cayó sobre un grupo de hombres muy sucios que aguardaban junto a una celda, cuchicheantes, con grilletes en las muñecas y los tobillos. Se precipitó desde atrás, por lo que aquellos individuos con apariencia de presos no pudieron ver que surgía de la nada, desde un acceso incoloro abierto en medio de aquella atmósfera cerrada con sabor a calabozo.

Olía muy mal, a sudor, a sangre, a suciedad. Por el suelo correteaban, furtivas, algunas ratas.

Beatrice llegó después, de una forma igualmente brusca. Aunque, por supuesto, nadie se dio cuenta de ello. Invisible e inaudible. Cuando ella se levantó, todos los hombres encadenados se habían vuelto y observaban con extrañeza al recién llegado, que en realidad, con sus ropas medio quemadas y la cara sucia de hollín, no desentonaba en aquel espacio lóbrego.

El chico parecía un prisionero más, y su propio gesto nervioso añadía un detalle oportuno a aquella impresión.

Ellos no miraban su aspecto, sino la daga de Pascal, que asomaba por debajo de su ropa hecha jirones. Un arma allí, en medio de tanta indefensión, tenía un valor incalculable, implicaba una remota posibilidad de salvación, de fuga.

Quizá por eso nadie había gritado, nadie había denunciado su presencia.

De hecho, nadie había hablado todavía. Pascal y Beatrice tampoco. Permanecían aún en proceso de adaptación ante aquella nueva realidad, ubicándose, y los demás individuos estaban demasiado sorprendidos por aquella aparición como para emitir una sola palabra.

También se respiraba mucho miedo. Pascal se fue girando para hacerse una idea aproximada del lugar: paredes de piedra, iluminación con velas y antorchas, techos bajos abovedados, celdas... No había ventanas.

—Estamos en unas mazmorras —susurró volviéndose a Beatrice, lo que provocó que aquellos hombres, que seguían sus movimientos con atención, buscasen en vano a su invisible interlocutor—. En unas malditas mazmorras subterráneas.

Alguno empezó a considerarlo como un demente.

—Ya —respondía ella, asqueada ante aquel entorno sórdido—. No parece que hayamos avanzado mucho en el tiempo. Saca tu piedra y salgamos de aquí cuanto antes.

Pascal estaba convencido de que no sería tan fácil, y acertaba. Justo en aquel instante, llegaron varios guardias armados con espadas, que empezaron a empujar a los prisioneros con brutalidad hacia uno de los calabozos.

—¡Eh, mira! —gritó uno, alarmado, al ver a Pascal—. ¡Ese está suelto! ¡Y va armado!

Aquel dato cambió de un modo radical la actitud de los soldados, que se abalanzaron sobre Pascal, espada en ristre. Pascal no se movió, habría sido absurdo intentar cualquier cosa con tantos atacantes y en un lugar cerrado. Lo empujaron contra el suelo y le arrebataron la daga y la mochila. Beatrice gritó de rabia ante aquel abuso, pero el Viajero le pidió con un gesto que no interviniera, como él mismo estaba haciendo ante aquella humillación. Cualquier error podía complicar aún más la situación. Ya habría tiempo para organizarse. Lo importante era salir con vida de aquella segunda celda de la Colmena.

Mientras lo sujetaban, trajeron a un preso que había intentado aprovechar el revuelo para huir por los pasadizos que conducían hasta el exterior. El hombre no había podido llegar muy lejos, sometido al lastre de las piernas encadenadas. Allí mismo, sin miramientos, lo ejecutaron, ensartándolo con una espada.

Dos tipos uniformados se llevaron el cadáver a rastras, dejando un reguero de sangre que atrajo a las voraces ratas.

Estaba claro que aquella gente no se andaba con tonterías. Pascal comprobó que había acertado al optar por la sumisión. Temeroso, echó una mirada inquieta al hombre que sujetaba su escaso pero valioso equipaje, mientras Beatrice se mantenía a su lado para apoyarlo.

Pascal reparó en cuánto significaba para él la compañía de la chica. No quiso imaginarse sin ella en aquella situación.

Los guardianes, ajenos a la expresión de complicidad del chico, lo pusieron de pie mirándolo con recelo, como si el hecho de haber llegado hasta allí armado fuese síntoma de una gran peligrosidad que había que tener en cuenta. O incluso castigar, pensó asustado Pascal. Quizá por ello no lo pusieron en la misma celda que los demás cautivos, sino que se lo llevaron seguido por la miserable tropa de carceleros. El espíritu errante no se separó de él en ningún momento, aunque tuvo que esquivar mantenía su solidez corpórea— a varios de aquellos guardias, excitados ante la novedad de un posible rebelde que diera juego a su tediosa existencia.

La comitiva se detuvo entre pasadizos de una estrechez claustrofóbica. A Pascal le pusieron entonces los grilletes, enganchando sus piernas y sus brazos con pesadas piezas de metal medio oxidadas que le laceraban la piel, haciéndole daño. Las cosas se complicaban cada vez más, hasta el punto de que su preocupación por un supuesto contagio de peste pasó a un segundo plano.

El chico se percató de que nadie le había preguntado nada: aquellos prisioneros perdían su condición de personas en cuanto eran trasladados a las mazmorras. Convertidos, quizá, en carne de tortura. Pascal intuyó que la presunción de inocencia era un principio demasiado moderno para aquel momento histórico, así que la perspectiva no podía ser menos esperanzadora.

¿De qué estarían acusados todos aquellos hombres? Confió en que no fuera nada demasiado grave, pues era evidente que iba a correr la misma suerte que ellos, si no peor, por llamar la atención con su daga.

El Viajero suspiró; la incertidumbre sobre lo que iba a sucederle solo acrecentaba su ansiedad. En aquella nueva época en la que se encontraban, todo iba demasiado rápido. Pascal se sintió desnudo sin sus pertenencias. Desnudo y, lo que era peor, indefenso. ¿Adonde lo llevaban?

—¿En qué año estamos? —preguntó a uno de los carceleros, provocando en él una carcajada despreciativa.

—En el año del Señor de mil quinientos dos. ¿Es que ni siquiera sabéis eso?

Pero Pascal ya no le hacía caso, buscaba la figura estilizada del espíritu errante.

—Beatrice —susurró cuando la distinguió junto a él—, no pierdas de vista la mochila.

El Viajero era consciente de que, en aquellas circunstancias, el mineral transparente era mucho más valioso que la daga; solo con su guía lograrían encontrar la siguiente puerta hexagonal, que debía conducirlos a la salida de la Colmena de Kronos. Cerca de Michelle. De lo contrario, quedarían para siempre vagando por el tiempo, reviviendo mil pesadillas sin el consuelo de un desenlace definitivo.

* * *

Su dedo índice presionó la tecla de descolgar antes de que su mente pudiera procesar lo que estaba sucediendo. Jules actuó sin pensar, aquel inesperado acontecimiento —¡una llamada de Michelle!— lo pilló tan fuera de juego que su cuerpo se adelantó a su cerebro en décimas de segundo. También una cierta búsqueda de protagonismo lo había impulsado a no decir todavía nada a Daphne ni a Dominique, que seguían hablando con voz queda, separados por muebles y bultos al otro extremo del desván. Jules quería ser el primero en transmitir la noticia y para eso necesitaba contestar a aquella llamada. Tenía que hacerlo.

Si hubiese reaccionado con más calma, habría caído en la cuenta de que Michelle nunca le habría llamado a él en primer lugar, sino a Pascal o a Dominique. Pero no lo hizo. Y contestó.

—¿Sí?

—¡Soy Michelle! ¡Pascal ha logrado rescatarme! ¿Dónde estáis?

Jules no daba crédito a lo que oía. Era la inconfundible voz de Michelle, que lo envolvió con el hechizo del triunfo, de la victoria sobre el Mal. ¡Ella estaba a salvo!

—En... en mi desván —contestó el chico, trémulo de la emoción, volviéndose hacia la bruja y Dominique con el ansia de contarles lo que estaba sucediendo.

—Me lo imaginaba —decía la chica sin alterar su tono alegre—. Por eso he venido hasta tu casa, estoy junto al portal. ¿Puedo entrar? ¡Tengo muchas ganas de veros!

Jules no se lo pensó dos veces y respondió:

—¡Claro! Ahora te abro...

En cuanto pronunció esa frase, una negra premonición lo invadió, colapsando todo su cuerpo como un veneno paralizante. Quiso morderse la lengua. Pero ya era tarde.

—¿Michelle? —preguntó, todavía con el móvil pegado a la oreja—. ¿Michelle?

Ella no contestó. Había colgado. El entusiasmo de Jules se esfumó en un instante ante aquel síntoma sospechoso, dando paso a una dolorosa mortificación.

¿Había metido la pata? Ni siquiera se atrevió a considerar las consecuencias que podían derivarse de ello.

Jules había alzado la voz sin darse cuenta durante la presunta conversación con Michelle, lo que había llamado la atención de la bruja. Daphne, poniéndose de pie, se había acercado hasta el chico para esperar a que terminase de hablar por teléfono. Había escuchado, por tanto, sus últimas palabras.

—¿Michelle? —interrogó ella, ahogando un estremecimiento que crecía en su interior a cada segundo—. ¿Has dicho Michelle?

En realidad, la vieja pitonisa no necesitaba preguntar. El rotundo aspecto de culpabilidad que mostraba Jules era más que suficiente para desvelar cualquier incógnita. A pesar de ello, conteniendo su propia crispación, Daphne quiso obligarlo a reconocer su gravísimo error, un inocuo castigo en comparación con el irreparable daño causado.

Dominique, ajeno aún a lo que ocurría, se acercó hasta ellos, inquieto por la atmósfera de tensión que se había impuesto en el desván.

—Era su voz... —comenzó a justificarse Jules mirando hacia el suelo—. Yo creí...

—Y te ha pedido entrar... —le cortó ella, que requería a toda costa la respuesta a ese interrogante.

Jules no confirmó aquella suposición, manteniéndose mudo.

—Contesta —ordenó la vidente con una autoridad intimidante.

—Me lo ha pedido —Jules se tomó un instante para recuperar el aliento—, y le he dicho que sí. Pero no era ella, ¿verdad? —ahora Jules alzaba el rostro, tembloroso, en busca de un apoyo que no encontró en el semblante pálido de la bruja—. El vampiro me ha engañado como a un imbécil... pero era la voz de ella... exactamente la misma, es imposible. Tendrías que haberla oído...

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