—Richard.
Abrió los ojos.
—De modo que al fin has regresado de tu viaje —sonrió Bardolin.
El barco se movía a su alrededor, una presencia tranquilizadora. Percibió que el viento era constante en la amurada, una fuerte brisa que los empujaba rumbo al oeste. En el silencio casi total, oyó que la campana sonaba tres veces, y el ruido le resultó increíblemente reconfortante, como una voz familiar.
Volvió el rostro a un lado e inmediatamente empezó el dolor, como un resplandor fundido y enterrado profundamente en su hombro derecho. Gimió involuntariamente.
—Tranquilo.
—Los fuertes dedos del mago le inmovilizaron la cabeza y le sostuvieron la barbilla.
—El fuego —graznó.
—Lo tenemos controlado. El barco está a salvo, capitán, y seguimos avanzando.
—Ayudadme a sentarme.
—No. Vos…
—¡Ayudadme!
El dolor iba y venía en oleadas terribles, pero él parpadeó y rechinó los dientes hasta convertirlo en una presencia tolerable, algo con lo que podía vivir.
Sus alrededores le resultaban desconocidos. Un pequeño camarote, con una culebrina agazapada contra una pared.
—¿Dónde estoy?
—En la batería. El carpintero ha instalado algunas particiones. Necesitabais tranquilidad.
Reconoció su ubicación, pero el barco le pareció extrañamente silencioso, como si la batería estuviera casi desierta. Oía el golpear de muchos pies por encima de su cabeza, y el murmullo de voces.
—El fuego. El camarote de popa…
—Más o menos arreglado. El carpintero ha trabajado como un poseso. No tenemos cristal para las ventanas, de modo que los postigos tienen que estar cerrados casi todo el tiempo.
—El diario. Bardolin, ¿ha sobrevivido el diario?
El mago parecía afectado.
—No. Se perdió en el fuego, como casi todas vuestras cartas y el antiguo libro de rutas.
—¿Griella?
—En paz. Me equivoqué al traerla a esta expedición, pero salvó nuestras vidas. Al menos la de Murad. Es difícil saberlo. Se sacrificó.
—Lo amaba. —Podía haber sido una pregunta o una afirmación.
—A su manera, sí. Pero aquello no podía acabar bien. Se hubieran destruido el uno al otro, y tal vez sea mejor que haya terminado así. —El brazo del mago, inesperadamente fuerte, afianzó a Hawkwood cuando éste empezó a tambalearse—. Tened cuidado, capitán. No queremos que os rompáis por otras partes.
—Ortelius —dijo Hawkwood, ignorándolo—. No puedo creerlo.
—Sí, ¿quién lo hubiera dicho? ¡Un clérigo inceptino que era un hombre lobo! Eso plantea muchas preguntas, capitán, tanto para la gente de a bordo como para los grandes y poderosos de Hebrion. Tengo la sensación de que, en nuestro orgullo y sabiduría, hemos pasado algo por alto. Hay algo enterrado en nuestra sociedad que nunca hubiéramos esperado encontrar. Algo abominable.
—Mateo, antes de cambiar, dijo que su amo estaba bien situado en la sociedad. No creo que se refiriera al que conocemos.
—Es posible que encontremos respuestas en tierra. Ya no creo que éste sea un viaje de exploración, capitán, ni un intento de colonización. Es más bien un reconocimiento armado. Murad está de acuerdo.
—El oeste. ¿Creéis que…?
—¿Que está habitado? Sí, pero no sé por qué clase de hombres o bestias.
Hawkwood apoyó las piernas en el suelo. Podía controlar el dolor. Iba y venía como la marea. Su brazo derecho estaba firmemente atado a un costado de su pecho, desequilibrándolo.
—¿Es grave la herida?
—Esa cosa os atravesó la clavícula de un mordisco y destrozó los extremos del hueso. He limpiado la herida y he retirado las astillas. Un par de comadres me han ayudado a mantener la infección a raya. Huele bien, y creo que la hemos superado, pero tendréis una cicatriz horrible y un bulto, y vuestro brazo derecho nunca recuperará la fuerza de antes.
«Pero estoy vivo», pensó Hawkwood. «Eso es algo. Y mi barco está a flote; eso también es algo.»
Llevaba sólo un trozo de lino en la cadera; sus piernas le parecieron extrañamente pálidas, y los pies muy lejanos. Los contempló con aire ausente, y entonces le asaltó una oleada de pánico.
—Bardolin, la bestia me mordió. ¿Significa eso que tendré la misma enfermedad? ¿Cambiaré?
—El mal negro no se contagia del modo que la gente cree. No se transmite por un mordisco.
—Pero Ortelius convirtió a Mateo en hombre lobo.
—Sí. Y debo admitir que eso me intriga. No temáis, capitán, fuera cual fuera el rito arcano y sangriento que convirtió al grumete en cambiaformas, no se practicó con vos. Los hombres no se contagian de licantropía por un mordisco, digan lo que digan las supersticiones. Gregory lo confirma, y mi antiguo maestro, Golophin, también lo creía. Aquí hay algo más que todavía no comprendemos.
Algo aliviado, Hawkwood se relajó.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué le haría eso al pobre Mateo?
—Mi teoría es que necesitaba ayuda. Había visto que estábamos decididos a continuar rumbo al oeste, de modo que decidió acabar con nosotros tres: vos, Murad y yo. Para hacerlo rápidamente y de un solo golpe, necesitaba a otro conspirador. Tal vez también se sentía… solo. ¿Quién sabe? No pretendo ser un experto en las almas de los cambiaformas, pese a que conocí a Griella mejor que nadie. Hay un misterio en ellos, que tiene que ver con la relación entre el hombre (o la mujer) y la bestia. —Hizo una pausa y sonrió irónicamente—. Mis disculpas. No pretendía daros una conferencia.
—Lo sabíais. Sabíais lo que era cuando la trajisteis a bordo.
—Lo sabía, que Dios me perdone. También estaba algo enamorado de ella, ¿comprendéis? Pensé que la podría controlar. Hasta tenía algunas ideas locas sobre curarla. Pero eso ha terminado. Lo llevaré sobre mi conciencia.
—Está bien. De todos modos, todo ha terminado, y tal vez sea mejor así. Decidme, ¿cuánto tiempo ha pasado desde el incendio y todo lo demás? ¿Cuánto tiempo llevo aquí tendido?
—Ocho días.
—¡Ocho días! ¡Dulces santos del cielo! Ayudadme a levantarme, Bardolin. Debo hablar con Velasca. He de comprobar el rumbo.
Bardolin lo empujó de forma gentil pero inexorable hasta tenderlo de nuevo.
—Parece que Velasca sabe cómo navegar hacia el oeste, y el viento ha sido siempre constante. Os lo enviaré aquí abajo si queréis, pero vos no iréis a ninguna parte. Al menos hasta dentro de un tiempo.
Hawkwood volvió a hundirse entre las mantas. La cabeza le daba vueltas.
—Muy bien. Enviádmelo al instante, ¿de acuerdo? Y también al carpintero. Quiero hablar con él sobre las reparaciones.
—Muy bien, capitán. Haré que bajen lo antes posible. Bardolin salió con el ceño fruncido.
Ocho días. Podía faltar una semana para avistar tierra, si Velasca había mantenido el rumbo. Iban a conseguirlo. Hawkwood lo sentía en sus castigados huesos. Podía sentir la tierra, agazapada en algún lugar del horizonte inconsciente, iluminado sólo por la intuición de un navegante. Estaba allí, y se acercaban a ella con cada hora de navegación del barco bajo el viento favorable.
Murad estaba en la barandilla del alcázar, con uno de sus oficiales a cada lado. Su postura se ajustaba automáticamente al movimiento del barco. Su cabello largo y lacio volaba al viento, y se había vestido con su traje de montar negro. Llevaba el estoque envainado a un costado. Aunque su rostro estaba blanco como el yeso, la cicatriz que le recorría una enjuta mejilla parecía haber adquirido un tono rojo llameante, y sus ojos eran oscuros como endrinas.
El combés estaba lleno de gente, y los pasamanos cubiertos de soldados. Casi toda la compañía del barco se había reunido para presenciar el castigo.
—Adelante, Sequero —dijo Murad en tono inexpresivo.
Sequero se acercó a la barandilla.
—¡Sargento Mensurado, traed al acusado!
Hubo una ebullición de actividad en el combés. Mensurado y otros dos soldados se abrieron paso entre la multitud con un cuarto hombre, cuyas manos estaban atadas a la espalda.
—Leed los cargos, alférez.
Sequero habló en voz alta y clara para que lo oyeran todos los presentes:
—Gabriello Habrar, se os acusa de que, en el undécimo día de Endorion del año del Santo quinientos cincuenta y uno, pronunciasteis, en el castillo de proa del galeón
Águila
gabrionesa, ciertas palabras perjudiciales para el ánimo y la determinación de una expedición financiada por la corona, denigrando así la autoridad de nuestro comandante y de su señor, nuestro rey soberano, Abeleyn de Hebrion e Imerdon.
Sequero hizo una pausa y miró a Murad. El noble asintió brevemente.
—Por lo tanto, se os condena a la estrepada. Sargento Mensurado, adelante. Tambor.
Se oyó un tamborileo áspero y reseco cuando un soldado empezó a golpear la piel de cabra de su instrumento. Un marinero situado en la verga mayor soltó una soga, que Mensurado y sus compañeros fijaron a las muñecas del acusado. El otro extremo de la soga fue arrojado a los soldados del pasamanos.
Murad levantó una mano.
El hombre fue izado en el aire por las muñecas, con las manos en un horrible ángulo respecto a la espalda, y los omóplatos abultando grotescamente. Chilló de agonía, pero el redoble del tambor ahogó el sonido. Permaneció colgado, pateando y retorciéndose. A los pocos minutos, los gritos cesaron y el hombre continuó balanceándose al extremo de la cuerda como un saco de carne, con los ojos hinchados y la lengua sangrando por habérsela mordido.
—Bajadlo —ordenó Murad, y apartó la vista para contemplar la estela del galeón. Sequero y Di Souza se unieron a él—. Quiero disciplina —dijo Murad fríamente—. Vosotros, caballeros, no habéis cumplido con vuestro deber. Los hombres están resentidos y medio amotinados. Esto debe terminar, aunque tenga que azotar y pasar por la estrepada a todos esos bastardos. ¿Está claro?
Di Souza murmuró un asentimiento. Sequero no habló, pero tenía los ojos brillantes.
—¿Deseas decir algo, alférez? —quiso saber Murad, volviéndose hacia su aristocrático subordinado.
—Sólo que si pasáis por la estrepada a todos los hombres del tercio, nos quedarán muy pocos soldados capaces de empuñar un arcabuz cuando por fin avistemos tierra —dijo Sequero, sin intimidarse lo más mínimo ante la inexpresiva mirada de reptil de su oficial superior.
Murad lo contempló durante largo rato, y el alférez palideció pero se mantuvo firme. Finalmente una sonrisa distendió el rostro del noble.
—Prefiero tener a un hombre tullido y leal que a uno sano y que no lo sea —dijo en voz baja—. Parece, Sequero, que empieza a importarte el bienestar de los hombres, por mucho que sean escoria de la más baja. Tal vez este viaje te esté enseñando a tener la compasión de un plebeyo o de un fraile mendicante. Si, en algún momento, tu creciente simpatía por la soldadesca común interfiere con tus deberes y tu lealtad a tu superior y a tu rey, estoy seguro de que serás el primero en hacérmelo saber.
Sequero no dijo nada, pero dirigió a su oficial superior una mirada de odio. Murad volvió a sonreír, aquella sonrisa fría y muerta que era peor que una mueca de ira.
—Podéis iros los dos. Ocúpate de Habrar, Di Souza. Que una de las brujas de a bordo le eche un vistazo. Sequero, habrá prácticas de tiro esta tarde después de comer.
Ambos saludaron, giraron sobre sus talones y abandonaron el alcázar. La multitud del combés ya se estaba dispersando, no sin dirigir muchas miradas furiosas al noble que haraganeaba en el coronamiento del galeón.
A Murad no le importaba. Sabía que su visión de una colonia en el oeste gobernada por él no era ya más que un sueño, una niebla matutina que sería consumida por el sol. Tras hablar con Bardolin, se había dado cuenta de que estaba de acuerdo con el mago; en el oeste había algo, y el propósito de Ortelius era impedir que lo descubrieran. Pero ¿quién había enviado a Ortelius? O bien el clérigo cambiaformas había sido asignado a aquella misión por un monarca ramusiano, lo que era improbable (ningún rey utilizaría como agente a un inceptino cambiaformas), o bien trabajaba para alguien que ya se encontraba en el oeste. El continente sin descubrir de Murad ya tenía dueño.
Pero ¿quién era?
Hombres lobo. Cambiaformas. Magos. Estaba harto de todos ellos. Le daban escalofríos. Y el recuerdo de sus sueños (lo que había creído que eran sueños) todavía le hacía yacer insomne y cubierto de sudor durante la noche. Había compartido la cama con una bestia, había sentido su calor y la mirada cruel de sus ojos.
Recordó el cuerpo de Griella, tenso como una soga debajo de él, la suavidad bronceada de su piel. Y volvió la mirada a la estela del barco, para que la escoria de abajo no pudiera ver el brillo ardiente que inundó sus ojos negros e inexpresivos.
El galeón recorría sesenta leguas al día, y el viento del nordeste lo impulsaba a una velocidad constante de siete nudos. Habrían navegado unas cuatrocientas ochenta leguas desde que Hawkwood fuera confinado a su camastro. La distancia recorrida equivalía a toda la extensión del mundo conocido, desde los desiertos al sur de Calmar hasta el lejano norte helado de Yazdegard. Y el océano seguía pareciendo infinito.
El incendio a bordo había afectado la vela de mesana y consumido las burdas y una buena parte de los obenques. Si se hubiera producido una tormenta en aquel momento, habrían perdido el mástil, pero el mar se portó bien con ellos. Las llamas habían sido sofocadas con agua extraída por medio del dweomer, y algunos de los hechiceros de a bordo habían levantado moles de cien galeones de agua para arrojarlas sobre la mesana, el alcázar y la popa. Mientras Hawkwood estaba inconsciente, las reparaciones habían avanzado a buen paso, y el galeón volvía a estar entero, con sólo unas cicatrices ennegrecidas para señalar cuan cerca había estado del desastre. Pero, según dijo el carpintero a Hawkwood aquella tarde, habían usado toda la madera almacenada para reparaciones, y no podrían hacer nada más. Si el barco volvía a sufrir daños, no tendrían con qué repararlo. Tampoco tenían cabos ni cables de repuesto. Habría que hacer nudos y empalmes hasta que desembarcaran.
Velasca también presentó su informe. Había llevado un diario tolerablemente legible durante los días en que había gobernado solo el barco, pero se sentía obviamente aliviado de ver a su capitán consciente y con la cabeza clara. Sabía poco sobre navegación; apenas era capaz de usar el sextante y mantener el rumbo marcado por la brújula. En cuanto pudo, Hawkwood volvió a subir a cubierta, haciendo avistamientos de la Estrella Polar y comprobando sus cuentas una y otra vez. Tenía a un hombre sondando en las cadenas de proa, y reducía velas durante la noche, pese a las protestas de Murad, que quería avanzar con toda la lona que poseía el galeón. Fue incapaz de transmitir al noble su convicción de que se estaban acercando a tierra. Era una suposición de navegante, tal vez algo en el olor del aire o el aspecto del océano, pero Hawkwood estaba seguro de que el Continente Occidental no estaba lejos.