La otra bestia estaba apenas consciente. Gruñía débilmente, y la luz de sus ojos se apagaba por momentos.
Empezó a caer más agua desde arriba. Los hombres habían sacado las bombas y arrojaban frenéticamente agua de mar sobre el barco en llamas.
—Nunca llegaréis al oeste —dijo el hombre lobo a Hawkwood, cuyos ojos veían cada vez menos a causa del humo y el dolor. Para él, la bestia que había sido Ortelius no era más que una sombra recortada entre llamaradas y brillantes cascadas de agua de mar—. Es mejor para los vuestros que no lleguéis. Allí hay cosas que los hombres de Normannia debéis dejar en paz. Dad la vuelta al barco si sigue a flote, capitán. Yo soy sólo un mensajero; hay otros más poderosos cuyos rostros se han vuelto contra vosotros. No podéis sobrevivir.
El hombre lobo se incorporó con una rapidez sorprendente. En el extremo delantero del camarote, los hombres junto a la puerta observaron hipnotizados cómo la bestia se arrojaba, riendo, por la destrozada popa, para desaparecer en el mar.
Una ráfaga de disparos la persiguió en el agua, cubriendo el mar de espuma. Se había esfumado.
—Griella —gimió Murad, y echó a andar hacia el fuego.
Bardolin lo detuvo.
—Es mejor dejar que se queme —dijo, con gran suavidad—. No puede sobrevivir.
Los hombres contemplaron cómo la silueta entre las llamas se volvía más pequeña y pálida. Las orejas se encogieron, el pelaje desapareció, y sus ojos se apagaron. En cuestión de segundos había una chica desnuda tumbada entre las llamas, con el cuerpo destrozado por heridas horribles. Volvió la cabeza hacia ellos antes de morir, y a Hawkwood le pareció que sonreía. Luego su cuerpo se volvió negro, como si alguna fuerza preservadora hubiera dejado de actuar de repente, y las llamas empezaron a lamer un cadáver chamuscado.
El rostro de Murad estaba desolado como una calavera.
—Me ha salvado la vida. Lo ha hecho por mí. Me quería, Bardolin.
—Traed más agua —dijo Hawkwood con calma—, o perderemos el barco. ¿Me habéis oído? No os quedéis ahí parados.
Murad le dirigió una mirada de auténtico odio y salió, pasando junto a los estupefactos soldados.
—El barco. Hay que salvar el barco —insistió Hawkwood, pero el fuego, los mamparos y los rostros se alejaban de él por un túnel silencioso. No podía seguir concentrado en la escena. Había hombres yendo y viniendo, y alguien lo levantó. Creyó ver la cara de Bardolin junto a la suya mientras sus labios se movían sin ruido. Pero el túnel continuaba creciendo. Finalmente se hizo tan largo que tapó la luz, y todas las imágenes desaparecieron. Los rostros y el dolor disminuyeron con la distancia. Resistió todo lo que pudo, hasta oír las bombas achicando agua a su alrededor. Su pobre barco.
Entonces las sombras se apoderaron de su fatigada mente, y lo arrastraron a un lugar de tinieblas aullantes.
—Shahr Indun Johor —anunció el visir. Aurungzeb el Dorado agitó una mano.
—Que pase.
Besó el pezón de su morena concubina ramusiana una última vez y le arrojó una sábana de seda sobre el cuerpo desnudo.
—Puedes quedarte —le dijo en su idioma bárbaro—, pero serás una estatua. ¿Me has oído?
Heria asintió e inclinó la cabeza. Él tiró de la sábana hasta cubrirla por completo, se puso una bata y se la ató a la cintura. Introdujo su daga de empuñadura sencilla en el cinturón, y cuando volvió a levantar la vista, Shahr Johor estaba allí, arrodillado con los ojos fijos en el suelo.
—Arriba, arriba —dijo con impaciencia, y señaló un taburete bajo mientras él tomaba asiento en un diván tapizado de seda junto a la pared.
Podían oír el canto de los pájaros en los jardines del exterior del serrallo, el burbujeo del agua en las fuentes. Aquella habitación era una de las más privadas de todo el palacio, donde Aurungzeb disfrutaba de sus tesoros más exquisitos, como la muchacha encogida en la cama junto a la otra pared, cubierta con una sábana que temblaba al ritmo de su respiración. Los gruesos muros de la estancia la aislaban del laberinto del resto del complejo. Uno podía gritar con toda la fuerza de sus pulmones sin ser oído.
—¿Sabes por qué estás aquí? —dijo el sultán de Ostrabar y Aekir.
Shahr Johor era un joven de fina barba negra y ojos oscuros como el ébano pulido.
—Sí, majestad.
—Bien. ¿Qué opinas de tu nuevo nombramiento?
—Intentaré con todas mis fuerzas que se cumplan vuestros deseos y ambiciones, majestad. Estoy a vuestras órdenes.
—Bien dicho —gruño el sultán con vehemencia—. Tu predecesor, el estimado Shahr Baraz, ha caído enfermo a causa del peso de sus años. Un soldado magnífico, pero me han dicho que sus facultades ya no son lo que eran, y de ahí nuestro fracaso ante esa absurda fortaleza ramusiana. Tú continuarás donde lo dejó Baraz. Tomarás el dique de Ormann, pero antes reorganizarás el ejército. Mis fuentes me informan de que está algo desmoralizado. Se acerca el invierno, los pasos de las Thuria están cerrados, y tu única línea de aprovisionamiento será el río Ostio. Cuando llegues al dique, harás que el ejército se acuartele para el invierno, y atacarás de nuevo cuando el tiempo mejore. Entre tanto, los ramusianos tendrán que lidiar con ataques costeros de nuestros nuevos aliados, los sultanatos de Nalbeni y Danrimir. No podrán reforzar el dique, y tú lo tomarás cuando se fundan las nieves del invierno.
—Entonces, ¿no he de atacar de inmediato, majestad?
—No. Como he dicho, el ejército necesita cierta… reorganización. La campaña actual ha terminado. Te encargarás de mejorar las comunicaciones entre los campamentos y los depósitos de almacenamiento en Aekir. Creo que Baraz estaba construyendo una carretera; uno de sus últimos planes coherentes. Todo tiene que estar listo para que en primavera el ejército pueda avanzar de nuevo. El dique será aplastado y marcharéis sobre Torunn. Para entonces, te habrá llegado una nueva leva. ¿Tienes alguna pregunta?
Shahr Johor, el nuevo comandante supremo de los ejércitos merduk de Ostrabar, vaciló un instante y dijo:
—Una pregunta, majestad. ¿Por qué se me eligió para este particular honor? El segundo de Shahr Baraz, Mughal, está mejor preparado.
El rostro sofocado de Aurungzeb se ensombreció. Sus dedos jugaron con la empuñadura de su daga.
—Mughal siente un apego absurdo por Shahr Baraz. No puedo dejarlo al mando. Será trasladado a otra parte, igual que casi todos los oficiales anteriores. Quiero un nuevo comienzo. Los viejos
hraib
nos han encorsetado durante demasiado tiempo; el mundo ha entrado en una nueva era, en la que esos códigos trasnochados son más una molestia que una ayuda. Tú eres joven y has estudiado las nuevas formas de guerra. Quiero que apliques tus conocimientos a las siguientes campañas. Hay un cargamento de cuarenta mil arcabuces bajando por el río Ostio mientras hablamos. Equiparás con ellos a los mejores hombres, y los adiestrarás en las tácticas que los torunianos han empleado contra nosotros en el pasado. Dejaremos de enfrentarnos a las armas de fuego sólo con acero, músculos y coraje. La guerra se ha convertido en un tema científico. Serás el primer general de mi pueblo en hacer la guerra según las nuevas reglas.
Shahr Johor se arrojó al suelo.
—Me honráis demasiado, mi sultán. Mi vida es vuestra. Os enviaré los despojos de todos los reinos ramusianos. Occidente entrará en el redil de la verdadera fe, si Ahrimuz lo quiere.
—Lo quiere —dijo Aurungzeb con vehemencia—. Y yo también. No lo olvides. —Agitó una mano—. Puedes irte.
Shahr Johor retrocedió sin dejar de hacer reverencias. Aurungzeb permaneció inmóvil un largo rato después de su partida y luego dijo bruscamente:
—¡Levántate!
Heria se enderezó, y la seda se deslizó de sus hombros como el agua.
—Levanta la cabeza.
Ella lo hizo, mirando fijamente un punto del ornamentado techo.
Aurungzeb se deslizó hacia ella. Sus movimientos eran silenciosos como los de un gato, pese a estar al borde de la corpulencia. La devoró con los ojos. Una mano parda y cubierta de anillos acarició su torso. Ella permaneció inmóvil como el mármol, una hermosa estatua esculpida por un genio.
—Quiero darte un nombre —jadeó el sultán—. Has de tener un nombre. Ya lo sé. Te llamaré Ahara. Es el antiguo nombre del viento que sopla hacia el oeste en las estepas de Kambaksk y Kurasan. Mi pueblo siguió ese viento, y con él viajó la verdadera fe. Ahara. Dilo.
Ella lo miró sin comprender. El sultán blasfemó y empezó a hablar en el vacilante normanio que era el idioma común en los reinos occidentales.
—Tu nombre es Ahara. Dilo.
—Ahara.
Él esbozó una gran sonrisa, y sus dientes blancos centellearon entre su barba.
—Haré que te enseñen nuestro idioma, Ahara. Quiero oír cómo lo hablas en nuestra noche de bodas.
Los ojos de ella continuaron inexpresivos. El sultán se echó a reír.
—Hablo solo, ¿verdad? Estos ramusianos… Tendrás que ser consagrada en el culto del Profeta, por supuesto. Y estás tan flaca, con las marcas del viaje todavía visibles. Haré que te alimenten bien, hay que poner algo de carne en esos huesos. Me darás hijos en el futuro, y se pasarán tanto tiempo matándose unos a otros que dejarán en paz a su anciano padre. —Volvió a cubrirla con la sábana—. Serás la esposa número veintiséis. Debí haber tenido más, pero soy un hombre frugal.
Señaló la puerta con un brazo.
—Vete —dijo en normanio.
Ella salió de la estancia, con la seda hinchándose en torno a sus hombros como un par de alas. Aurungzeb oyó el sonido de sus pies sobre el mármol y el pórfido del suelo. Sonrió al aire vacío de la habitación. Estaba de buen humor. Había conseguido una nueva esposa soberbia, y se casaría con ella, pese a las inevitables objeciones. Era una joya demasiado preciosa para tenerla como simple concubina.
Y se había librado de aquella reliquia del pasado, Shahr Baraz. Las órdenes habían partido con un correo especial, acompañadas por un escuadrón seleccionado de guardias de palacio para ejecutarlas. Pronto la cabeza del anciano viajaría en carreta hacia Orkhan en un tarro, conservada en vinagre. Había sido un siervo fiel, un soldado soberbio, pero, después de haber conseguido lo imposible con la caída de Aekir, había dejado de ser necesario. Además, se estaba volviendo peligrosamente insubordinado. Shahr Johor era distinto. Para empezar, era precavido, y, con el ejemplo de Shahr Baraz, comprendería que no le convenía desobedecer a su sultán.
Aurungzeb se recostó en la cama, arrugada y con olor a sexo.
Era una lástima no poder capturar el dique en la misma campaña en la que habían tomado Aekir. Habría sido una verdadera hazaña. Pero no tenía demasiada importancia verse obligado a esperar a que acabara el invierno. Ello le daría la oportunidad de cementar sus nuevas alianzas con Nalbeni y Danrimir.
Sabía que los ramusianos solían considerar a los Siete Sultanatos como un único poder merduk, pero la realidad era distinta. Había rivalidades e intrigas, incluso guerras menores entre sultanatos. En los últimos meses, Danrimir había llegado a depender de Orkhan hasta tal punto que era prácticamente un estado cliente de Ostrabar, pero Nalbeni era otra historia.
El más antiguo de los países merduk, Nalbeni había sido fundado antes del fin de la Hegemonía fimbria. Era ante todo un poder naval, y su capital, Nalben, tenía fama de ser el mayor puerto del mundo, a excepción del de Abrusio en el oeste. Nalbeni no confiaba en Ostrabar, aquel estado advenedizo al norte del mar Kardio, de modo que, naturalmente, se había aliado con él para vigilar de cerca su evolución. Había sido una buena forma de introducir diplomáticos de Nalbeni en la corte de Aurungzeb. Diplomáticos de grandes orejas y portamonedas repletos. Pero así era el mundo. Ostrabar necesitaba a Nalbeni para mantener la presión sobre Torunna desde otra dirección, de modo que, cuando Shahr Johor atacara el dique en primavera, no tuviera que enfrentarse a todo el ejército toruniano.
La guerra no terminaría pronto; en realidad, acababa de empezar. «Cuando esto termine», pensó Aurungzeb, «tendré a los Siete Sultanatos bajo mi autoridad, y los ejércitos merduk habrán llegado al borde mismo del Océano Occidental. Quemaré Charibon, y sus sacerdotes negros serán crucificados por millares. Por todo el continente crecerán los templos de la verdadera fe. Si el Profeta lo quiere.»
Una sombra cruzó el umbral. Aurungzeb se incorporó de inmediato.
—¿Akran?
—No, sultán. Soy yo, Orkh.
—No has sido anunciado.
—No he sido visto.
La sombra entró en la habitación, y no era nada más que eso: una ausencia de luz, una mera forma.
—¿Qué quieres?
—Hablar con vos.
—Habla, pues. Y deja que te vea. Estoy harto de estas historias de fantasmas.
—Tal vez no os guste lo que veáis, sultán.
—Muéstrate. Te lo ordeno.
La sombra adquirió sustancia, otra dimensión. En un instante apareció un hombre vestido con una larga túnica parda. O lo que había sido un hombre.
—¡Por las barbas del Profeta! —jadeó Aurungzeb.
La cosa sonrió, y las luces que eran sus ojos se convirtieron en dos rendijas refulgentes.
—¿Esto es lo que te ocurrió cuando…?
—¿Cuando Baraz mató a mi homúnculo? Sí. Estaba pasando vuestra voz a través de él, actuando como conducto; por eso no pude protegerme de las… consecuencias hasta que fue demasiado tarde.
—Pero ¿por qué te ha ocurrido esto?
—La erupción de poder fue como el estallido de un cañón con el barril bloqueado. Una parte del dweomer que había servido para fabricar el homúnculo rebotó contra mí, y mi papel en la conversación me impidió levantar barreras de protección. El accidente me cambió. Estoy trabajando en un remedio para sus desgraciados efectos.
—Ahora comprendo por qué te movías por aquí como una sombra.
—No quería asustar a vuestras concubinas… especialmente a una tan deliciosa como la que acabo de cruzarme en el corredor.
—¿Qué quieres, Orkh? He de reunirme pronto con los embajadores de Nalbeni.
—Soy vuestros ojos y oídos, majestad, pese a la dolencia que me aflige. Tengo agentes en todas las ciudades de Occidente. En parte, es gracias a mis redes de informadores que este sultanato ha llegado a la prominencia de que hoy disfruta. ¿No es cierto?
—Puede que haya algo de cierto en lo que dices —admitió Aurungzeb con una mueca. No le gustaba que le recordaran su dependencia del hechicero, ni de nadie más.