El viaje al amor (7 page)

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Authors: Eduardo Punset

BOOK: El viaje al amor
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Diferencias evolutivas: la neotenia

Las diferencias en la concepción del espacio y la vocación de empatía según los sexos son un tema reiterado en la vida de la pareja. Pero hay otras diferencias defendidas con idéntica pasión. Desmond Morris, zoólogo por la Universidad de Birmingham, filósofo por la Universidad de Oxford y uno de los divulgadores científicos más prestigiosos, identifica las diferencias de sexo no sólo en la diferencia de mentalidad sino en la propia historia de las biologías respectivas.

A lo largo de la evolución, los dos sexos se han caracterizado por la neotenia; es decir, los humanos -al contrario que otros animales- han ido conservando sus rasgos juveniles como el ánimo juguetón y la mentalidad infantil en plena edad adulta. Los dos sexos son un cien por cien más neoténicos que los sexos de otras especies.

Mientras se evolucionaba de una especie a la siguiente, se prolongaba y ralentizaba el desarrollo del cuerpo y la mente, dando más tiempo al crecimiento del cerebro y la inteligencia. Como dijo Ashley Montagu (1905-1999), citado por Matt Ridley en su libro The Red Queen: «A Lucy le habría salido el primer molar a los tres años y habría vivido cuarenta, como los chimpancés; mientras que al Homo erectus, un millón y medio de años más tarde, no le habría salido ese diente hasta los cinco años y habría vivido casi cincuenta».

Ahora bien, este proceso no se manifiesta igual en las mujeres que en los hombres. En las primeras la mentalidad de chiquilla se ha preservado en menor grado que en los segundos, mientras que sus formas y perfiles físicos han cambiado notablemente a lo largo de la evolución. Los hombres siguen conservando un mayor parecido con el antecesor común de los chimpancés y nuestros antepasados, pero con mentalidades de niño en mayor grado que ellos y las mujeres. Tal vez, gracias a Desmond Morris, nos sea más fácil entender el sentido de algunas trifulcas familiares aparentemente incomprensibles. «Discuten como niños», dicen los vecinos. Y es que, en cierto modo, lo son.

Células germinales distintas

El factor de diferenciación más importante entre los sexos -para muchos científicos, el único absoluto y determinante- es la disparidad de las células germinales: la contraposición entre los numerosísimos espermatozoides de tamaño minúsculo y los escasos óvulos mucho mayores. El carácter de la distinta inversión parental viene fijado por esa diferencia y, desde luego, cuesta imaginar que no haya incidido en las conductas respectivas del hombre y la mujer a lo largo de la vida.

En realidad, parecería consecuente con los procesos biológicos de la reproducción sexual que la desigualdad notable de tamaño en las células germinales fuera la única diferencia absoluta y universal entre los dos géneros. Estas diferencias de tamaño sí han determinado las pautas de la selección sexual y resultaría extraordinario que no hubieran modulado circuitos neurológicos vinculados a la búsqueda de intereses distintos, por una parte, y a comportamientos complementarios por otra.

En los organismos primitivos que se reproducían sexualmente, las células que se fusionaban durante la reproducción sexual tenían el mismo tamaño y podían considerarse tanto donantes como recipientes. Con el tiempo, sin embargo, el tamaño de unas y otras empezó a cambiar, disminuyendo las células donantes y aumentando las recipientes. Así se consuma la diferencia de sexos entre los portadores de las células germinales más pequeñas y móviles (espermatozoides) y los portadores de las células germinales más grandes y selectas (óvulos).

Cuando nuestros gametos alcanzan tamaños distintos, podemos asignarles sexos diferentes. Las hembras producen los gametos más grandes; los machos los más pequeños. Como se decía antes, no hay ninguna otra diferencia entre machos y hembras que sea completamente determinante.

Para el hombre de la calle que considere ese pasado, la consolidación del proceso exclusivo de reproducción de las células germinales, totalmente distinto de las células somáticas, es la respuesta a la primera de las dos preguntas fundamentales que nos hacemos con respecto al origen del sexo: cuándo aparece y cuáles son sus ventajas. Pues bien, hace setecientos millones de años se reafirmó un proceso que consistió, nada más y nada menos, que en la adopción del sistema sexual de reproducción y la aparición de diferencias de género.

Células germinales distintas quiere decir, entre otras muchas cosas, comportamientos sexuales diferenciados. Es dudoso que la intensidad de la atracción sexual no sea la misma en varones y hembras. ¿Qué razón evolutiva podría explicar lo contrario? En la Universidad de Groningen, en los Países Bajos, un equipo de científicos encabezado por el catedrático de neuroanatomía Gerst Holstege acaba de apuntar a una de esas diferencias de género en los comportamientos sexuales. El orgasmo de la mujer requiere, primordialmente, una inhibición casi total de su cerebro emocional; es decir, se produce la desconexión de emociones como el miedo o la ansiedad. Una vez más, nos encontramos con la importancia de la ausencia del miedo para definir la felicidad, la belleza y ahora el placer femenino.

En el varón, en cambio, los niveles de actividad emocional se reducen en menor medida durante la excitación genital y predominan las sensaciones de placer físico vinculadas a esa excitación. Lo que sugiere el experimento, en lenguaje llano, es que para hacer el amor, las mujeres necesitan estar libres de preocupaciones en mayor medida que los hombres. Otra cuestión sería saber si eso cuadra con las demandas respectivas que la sociedad impone a cada género.

El origen del mundo (1866), óleo de Gustave Courbet, Museo de Orsay,París.

El varón compite con otros de su misma especie para recabar los favores de una hembra determinada. A la hembra, en cambio, lo que le importa -por la cuenta que le trae- es no equivocarse en el proceso de selección. Las dos cosas ocurren en edades muy tempranas. Pero el resto de su vida, la seducción es un fenómeno mucho más cultural e indiferenciado que se ejerce en aras de agradar, también, al resto. Sólo así se comprende que jóvenes sin pretendiente todavía, o mujeres maduras con el matrimonio bien sellado, se sometan a operaciones de cirugía estética. En el seno de la pareja, los móviles estrictamente sexuales amainan, dando cabida a otros no menos importantes que se analizan más adelante, al hablar de la vida en común. En el contacto social con el resto del mundo, sin embargo, aquellos móviles no pierden en absoluto su vigor.

A estas alturas, el lector se habrá percatado del contraste hasta gracioso entre el análisis moderno de las diferencias de género, fundamentado en la biología, y los relatos aireados por la creatividad literaria en el pasado. Incluso cuando se hacía referencia a lo mismo -órganos reproductivos o células germinales-. Bastará un ejemplo referido a la supuesta obsesión atávica desarrollada por el hombre para contemplar la anatomía íntima de la mujer, la vulva.

Según Nicolas Vedette (1633-1698), «todos nuestros placeres y desgracias que ocurren en el mundo proceden de allí». Frank González-Crussi, catedrático emérito de Patología en la Northwestern University de Chicago, sostiene que la masacre del 17 de julio de 1791 en París, en el Campo de Marte, fue el resultado de la mencionada obsesión por parte de dos pillos, tras una serie de malentendidos entre ellos y una testigo ocular; sumado a la excitación de la muchedumbre presa del fervor de la Revolución francesa.

Otro ejemplo. Uno de los cuadros más sorprendentes del Museo de Orsay, en París, es una pintura de Gustave Courbet (1819-1877) titulada El origen del mundo, que representa con pelos y señales el órgano reproductor de la mujer. El chismorreo de la época sugiere que Courbet pintó al natural la vulva de la irlandesa Joanna Hiffernan, novia de su amigo el pintor americano James MacNeill Whistler, acostada en la cama después de hacer el amor. La revelación del cuadro hizo saltar por los aires la amistad entre los dos pintores.

El origen de la reproducción sexual

Decía antes de esta digresión en la literatura y el arte que la segunda cuestión importante relativa al origen del sexo radicaba en identificar qué ventaja evolutiva impuso el sexo como método reproductivo predominante en los organismos más evolucionados. ¿Es más eficaz el sistema actual de reproducción sexual de los mamíferos humanos que los sistemas asexuales?

Parece incomprensible que a estas alturas del desarrollo científico y de la experiencia acumulada por miles de millones de humanos no se sepa, a ciencia cierta, ni en qué momento, ni cómo, ni con qué propósito aparecen dos sexos perfectamente diferenciados: macho y hembra.

Para los lectores empeñados en querer saber las cosas a ciencia cierta y que todavía abriguen, por ello, huellas de dudas en torno al dilema del sexo, traigo a colación el recuerdo de una visita al Hospital de Puerta de Hierro en Madrid, tras meses de molestias continuadas en el estómago. El médico y la enfermera me esperaban, amablemente, para hacerme una gastroscopia.

–¿Quiere decir, doctor, que van a introducirme un tubo garganta abajo hasta el estómago? – pregunté incrédulo y asustado.

–Es la única manera de saber a ciencia cierta -recuerdo perfectamente las palabras del médico- lo que le pasa.

–¿Y para qué quiero yo saber a ciencia cierta lo que me pasa en el estómago si, a ciencia cierta, no sé absolutamente nada? – fue mi respuesta.

Dudas al margen, cuando se analiza la amplia literatura sobre el origen y la prehistoria de los sexos hay un hecho sorprendente para el observador del siglo xxi: la fuerza arrolladura del instinto de atracción sexual, que lo coloca en el pelotón de cabeza de la lista de instintos primordiales.

Como demostró el biólogo molecular Seymour Benzer, pionero en el estudio de los vínculos entre los instintos genéticos y el comportamiento, y como contara muchos años después Jonathan Weiner en su fascinante libro Tiempo, amor, memoria: en busca de los orígenes del comportamiento, una mosca Drosophila (la mosca del vinagre) macho, que no haya visto jamás a una mosca hembra, por su condición de mutante ciego, criado en la soledad total de una botella, no se arredra ni un instante para husmear primero, componer una melodía seductora con el vibrar de sus alas después y, finalmente, copular y transmitir genes a una hembra también mutante ciega, recién introducida en su inhóspito recinto. Una vez más, chocamos con un instinto básico y complejo con el que ya se viene al mundo sin la ayuda de ningún manual de aprendizaje.

Ahora bien, muchos organismos unicelulares y algunas plantas y animales se reproducen indefinidamente sin sexo. Existen especies de insectos que se las arreglan con sólo hembras reproductoras por partenogénesis y lo mismo ocurre en algunos peces y reptiles. En las plantas, la reproducción asexual es incluso más común. Mencionemos sólo el diente de león y la alquemila o pie de león, que producen semillas asexuales, o la zarzamora, que se propaga de manera vegetativa, por acodo del tallo en el que se forman raíces adventicias. Hay especies hermafroditas que poseen los dos sexos, con diferentes variaciones. Hay animales que pueden autofecundarse, como la tenia o solitaria. Otros, como los caracoles de tierra, realizan una copulación doble, actuando de macho y de hembra al mismo tiempo. Y existen organismos de sexo cambiante de forma repetida a lo largo de su vida. Huevos que se fertilizan fuera del cuerpo del reproductor; los hay en que el sexo depende de la temperatura a la que se incuban los huevos: hembras, cuando es por debajo de 34 °C y machos si es por encima; en otras especies es exactamente al revés.

Otro científico había descubierto, incluso antes que Seymour Benzer, moscas Drosophila mutantes que eran mitad macho y mitad hembra: en la mitad macho tienen un cromosoma X en cada célula, y en la mitad hembra dos. Sin mencionar las especies que sobreviven al margen de la reproducción sexual como las estrellas de mar. Una mirada a la historia de la evolución apunta a una situación en la que el sexo -sin dejar de ser un instinto arrollador- no ha sido nunca un factor contundente e invariable, sino aleatorio y prolijo.

Todo apunta a que hubo que esperar unos mil millones de años más, desde el origen de la vida en la Tierra, para que apareciera un tipo alternativo de reproducción consistente en transferir material genético de dos individuos distintos pero de la misma especie. Las bacterias ya efectuaban algún tipo de intercambio de material genético. Todavía hoy, su forma de practicar el sexo consiste en transferir genes de una bacteria donadora a otra receptora mediante un túnel microscópico hecho a medida; así pueden aumentar el número de las que desarrollan resistencias a ciertos antibióticos. Cambia su genoma, pero no pasa nada. Quiero decir con ello que se trata de una actividad sexual independiente de la reproducción. Al finalizar el proceso, sigue habiendo dos células, aunque en una de ellas ha aumentado la dotación génica.

La reproducción sexual de los organismos multicelulares y complejos como nosotros es un fenómeno muy distinto, porque implica la generación de un individuo nuevo provisto de un material genético diferente al de sus progenitores. El padre y la madre no cambian (por lo menos, no sus genes). La gran novedad es el hijo.

Lo nuestro es muy sofisticado y complejo. Lo de las bacterias es de una sencillez apabullante. Ahora bien, a un microbio, claro, le resulta imposible dejar de ser microbio y ponerse a construir catedrales. Pero las bacterias tienen una ventaja nada desdeñable: sus genes no mueren. Y nosotros, para perpetuarnos, tenemos que tener hijos porque nuestras células -en su mayoría somáticas- mueren.

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