Authors: Eduardo Punset
Una célula vista al por menor. Nótense las mitocondrias
La mayoría de la gente asimila el amor a un resplandor fugaz que ilumina un ansia de entrega y desprendimiento. El amor sería para ellos una conquista reciente del conocimiento, perfumada de un hálito literario. Los homínidos habrían inventado, literalmente, el amor en la época de los trovadores. La segunda paradoja del pensamiento moderno consiste en idealizar el acto de amar como la antítesis del interés individual para sobrevivir o afianzar el poder. El amor constituiría, de acuerdo con el sentir mayoritario, el ejemplo emblemático del desinterés supremo.
La reflexión anterior en torno al viaje al pasado sugiere todo lo contrario. El amor -entendido, pues, como impulso de fusión- es una constante de la existencia, y nunca hubo vida sin
amor.
Por otra parte, lejos de ser algo extraterrestre, vinculado a la gracia divina, el impulso de fusión es una condición inexcusable para sobrevivir. La vida habría sido distinta para mucha gente si hubieran abordado el amor desde la perspectiva de su permanencia continuada y su naturaleza de resorte para la supervivencia. Obsérvese si no el contraste entre la conversación de una joven pareja que planifica su futuro y la figurada entre una mitocondria y su célula huésped:
–No cuentes conmigo para cuidar de los niños -dice el novio.
–Ni tú conmigo para preparar las comidas -responde la novia.
–Yo me ocupo de que no falte la energía necesaria para hacer todo lo que tengamos que hacer -sugiere la mitocondria.
–De todo el resto me ocupo yo. Trato hecho -contesta la célula.
Dicho de otro modo, el impulso de fusión avasallador, que cobra la forma de amor obsesivo para garantizar que los organismos opten por la replicación de su especie, no puede desterrar tampoco al acuerdo por consenso, que garantiza la supervivencia mediante una contraprestación de servicios. Ambos componentes, el impulso y el acuerdo, son igualmente básicos.
Otro gran hito en el camino a la modernidad fue el secuestro de la línea celular germinal que acantonaría al resto de las células en su actual condición de somáticas, trabajadoras leales y perecederas. En el estatuto de la vida se asignaba en exclusiva la competencia de su perpetuación a las células germinales o, si se quiere, a la sexualidad.
En todos los embriones vertebrados, ciertas células destacan desde el inicio del desarrollo como progenituras del gameto. Como explican magistralmente Bruce Alberts y Keith Roberts, junto a otros autores, en su libro Biología molecular de la célula, esas células germinales primigenias emigran hacia lo que serán más tarde los ovarios en las hembras y los testículos en los machos. Tras un periodo de proliferación clónica gracias a la mitosis, las células germinales son sometidas al proceso de meiosis y se transforman en gametos maduros (óvulos o espermatozoides). La fusión, tras el encuentro del óvulo y el espermatozoide, iniciará la embriogénesis, marcada ya por la individualidad a raíz de la diversidad genética heredada.
No somos plenamente conscientes, ni por consiguiente hemos concedido la suficiente importancia a esa división insospechada de nuestro organismo en células somáticas y perecederas por una parte y en células inmortales de tipo germinal por otra. Es decir que una categoría muy particular de nuestras células -como consecuencia del proceso esbozado antes- sobreviviría eternamente en un cultivo adecuado. Son inmortales.
«La lotería genética.» Miles de espermatozoides nadando hacia el óvulo.
En los aeropuertos -donde transcurre una parte importante de mi vida y se producen mis encuentros más significativos- la gente me pide, a menudo, que les ayude a despejar el interrogante que más les abruma:
–¿Hay algo después de la muerte? – preguntan-. ¡No es posible que todo termine! ¡Que todo esto no haya servido para nada! – insisten-: Usted que ha hablado con tantos científicos, ¿qué piensa?
–No lo sé -les respondo de entrada. Y luego sólo se me ocurre hacer referencia al secuestro incomprensible de las células germinales en la historia de la evolución.
Tal vez la pregunta podría formularse en otros términos:
–Cuando uno se muere, ¿qué es lo que se muere?
Porque los átomos de los que estamos hechos son, prácticamente, eternos y sólo las células somáticas mueren realmente. Las germinales, responsables de la perpetuación de la especie, son inmortales. Cuando sospecho que mi bienintencionada respuesta no les conforta del todo, echo mano de mi último recurso dialéctico:
–A lo mejor, lo único que se muere es nuestra capacidad de alucinar y soñar.
Al final recurro, siempre con ánimo de sosegar, a la fantasía:
–Es gracias a la brevedad de la vida, a su finitud, que los dos, ahora mismo, en este aeropuerto, sentimos intensamente. Si la vida fuera eterna, resultaría muy difícil concentrarse en algo. Ni siquiera notaríamos el esplendor de las puestas de sol.
Finalmente, todo hay que decirlo, no puedo impedir en estos encuentros el recuerdo de un grafitti de los años sesenta en el metro de Nueva York, que rezaba
Is there a life before death?
, como si lo único que importara fuera sentir si hay vida antes de la muerte. Y no al revés.
Nunca he tenido la sensación probada de que mis argumentos hayan disipado la ansiedad de mis amables interlocutores. Tal vez porque en algunas de sus células han quedado huellas de la inmortalidad antes de que fuera secuestrada por las células germinales, dando paso así a una nostalgia infinita. Es verdad que el precio pagado por esa especialización celular es singularmente abusivo. Las bacterias, organismos unicelulares que se reproducen subdividiéndose, no mueren nunca. Un clon es idéntico al siguiente y éste al siguiente hasta la eternidad. Sólo las mutaciones aleatorias son responsables de la diversidad. Los organismos multicelulares como nosotros, en cambio, son únicos e irremplazables. Como se verá en el capítulo siguiente -en el que reflexionaremos sobre el sistema de reproducción sexual-, la diversidad y el sexo comportan la individualidad y, por tanto, la muerte.
Hasta hace muy pocos años se tenía una visión un tanto sonrosada del origen de la vida en la Tierra. Los primeros organismos microbianos -aparecidos entre ochocientos y mil millones de años después de la formación del Planeta- se alimentaban de recursos inorgánicos, aislados en fuentes ardientes de azufre esparcidas por la corteza terrestre, o bien en corrientes hidrotermales en el lecho de los mares, donde formaban ecosistemas puramente procarióticos.
Siempre me intrigaron, a mí y a otros muchos, esos casi mil millones de años silenciosos que se necesitaron para que la vida escenificase su aparición. Es cierto que los científicos han reducido un poco este silencio clamoroso desde la formación del sistema solar, pero sigue siendo sorprendente que durante casi mil millones de años no pasara nada y, de pronto, estallara la vida por todas partes. ¿Tan minuciosos fueron los preparativos y prolegómenos antes de que el azar, microbios llegados de otro planeta en donde la vida ya había cuajado, o la primera reacción químicobiológica de un ARN mensajero atinaran con la vida?
Se trataba de entornos que hoy son singulares pero que eran comunes en los inicios de la vida en la Tierra. Lo único que necesitaban aquellos organismos para vivir, como recuerda Betsy Mason, redactora de la revista Science, eran temperaturas muy elevadas, mucho azufre y sal. Prescindían del oxígeno y de la luz. Y de los demás organismos vivos, si los hubiera. Durante un largo tiempo, en aquel escenario bucólico -a pesar de las altas temperaturas, que no les importaban, y de la falta de oxígeno, que no necesitaban- no existían depredadores. La mayoría de los organismos eran autosuficientes.
Quizá nunca sepamos cuánto tiempo duró el reinado de los organismos no depredadores en entornos muy difíciles, ni cuándo les sucedieron, en parajes más asimilables, los organismos que sólo podían vivir consumiendo materia orgánica. Ahora bien, mediante experimentos se ha podido demostrar que las descargas eléctricas diseminadas por los relámpagos, la radiactividad y la luz ultravioleta sintetizaron los elementos de la atmósfera primordial en moléculas de la química biológica, las llamadas moléculas prebióticas como los aminoácidos, los nucleótidos y las proteínas simples. Parece probable que la Tierra estuviese recubierta entonces por un fino y caliente manto de agua y materia orgánica. Con el paso del tiempo, las moléculas se volvieron más complejas y empezaron a colaborar entre sí para iniciar procesos metabólicos.
Ya hemos visto el caso de la unión simbiótica entre bacterias que originó las células con mitocondrias, que habrían permitido a las primeras proveerse de energía. Otras alianzas se consolidaron con células que podían respirar oxígeno sin abrasarse, o con otras que aportaban mayor velocidad a los movimientos y transporte celular. Ya existían, pues, seres vivos que se alimentaban de materia orgánica, pero seguía siendo un mundo relativamente inocente. Tanto más cuanto que las cianobacterias, las algas y, mucho más tarde, las plantas estaban descubriendo el milagro de la fotosíntesis.
Gracias a la fotosíntesis, la tierra, el agua y el fuego quedan conectados por las plantas, los árboles y organismos como las cianobacterias, que controlan un ciclo vital que sólo ellos saben ejecutar. Las hojas de los árboles atrapan los fotones del sol y utilizan su energía para descomponer moléculas de agua en oxígeno e hidrógeno. El primero nos da el aire que respiramos y del que tanto dependemos ahora. Del hidrógeno se obtiene toda la materia de la que están hechos los seres vivos, simplemente combinándolo con dióxido de carbono de la atmósfera y añadiendo un poco de nitrógeno de la tierra recuperado para la biosfera por las bacterias. Si la célula eucariota ancestral era en esencia un depredador de otros organismos, podemos considerar que con la fotosíntesis las plantas dieron el salto de la caza a la agricultura.
Nosotros y nuestros antepasados somos los parásitos de los protagonistas de la fotosíntesis: tenemos que comerlos directamente, o digerir a los animales que se alimentan de plantas para aprovecharnos de este proceso básico. La violencia en la Tierra (como ya expliqué en El viaje a la felicidad) apareció el día en que una célula eucariota se comió a una bacteria cien mil veces menor que ella, porque no sabía valerse por sí misma. A partir de entonces todo cambia: al paraíso natural ardiente le sucede un mundo de alimañas dedicadas a la depredación. La vida ya nunca fue igual.
Sabemos, pues, que la vida no empezó de forma tan consecuente y sosegada, con el paraíso terrenal primero -aunque fuera ardiente- convertido más tarde en un infierno para vagos y maleantes. Al parecer podría haber habido pecadores e inocentes desde el mismísimo comienzo. Es decir, organismos heterótrofos que no podían fabricar su propio sustento y que echaban mano de la materia orgánica disponible en la sopa primordial. Gracias al proceso metabólico de estos organismos se emitía CO2 en la atmósfera que los organismos autótrofos utilizaban, junto a la luz, para producir sus propios aumentos. Es muy probable, pues, que la historia de la vida no haya sido, como se creía, una marcha lenta desde la autosuficiencia hacia actitudes belicosas. Lo bueno y lo malo, la colaboración metabólica y la agresión, el amor y el odio hicieron acto de presencia desde el comienzo.
La manifestación más emblemática del poder absoluto y de los ademanes despóticos nace con la capacidad de adaptarse al entorno, prodigada por la comunidad andante de genes, células y bacterias representada por el cuerpo humano. Por una parte, es estupendo que estemos constituidos por miles de millones de células capaces de colaborar hasta el extremo de encauzar esta reflexión entre el autor y los lectores de su libro. Es el logro increíble de un equipo.
Por otra parte, si se analiza bien, un organismo complejo como el de un cuerpo representa un modelo totalitario sin piedad. Es una dictadura del sistema: no hay un Gran Hermano ni un Führer, sino el puro ejercicio del despotismo a nivel celular, impulsando el suicidio de las células ya deterioradas o inservibles, aunque gocen de buena salud. Ésos son los malos. Se da la exclusiva de la perpetuación de la especie a sólo un grupo de células. Las demás son todas perecederas. Y cada ciudadano está completamente dedicado al Estado, que es el cuerpo fisiológico.