Authors: Eduardo Punset
Hay una segunda razón evolutiva que está en la base de la trama de la inversión parental. Y se habla muy poco de ella.
Tengo tres hijas y cuatro nietas y me he dado cuenta de que sigo sin saber, a ciencia cierta, qué es la menstruación. Este descubrimiento no tendría más interés que el poner de manifiesto la ignorancia supina sobre el otro sexo en que ha sumido a los hombres un determinado entorno cultural, particularmente acusado en España, si no fuera porque tiene otras implicaciones profundas que escapan a la mayoría de los hombres y, también, de las mujeres. Me refiero a las consecuencias evolutivas del sorprendente proceso -sorprendente cuando se compara con lo que ocurre con muchas otras especies como los primates- de la ovulación oculta.
¿Cómo fidelizar la atención del varón? Con toda seguridad, la ovulación oculta desempeñó un papel primordial. Si el éxito reproductivo requiere constancia, la disponibilidad permanente de la hembra para el amor, sumada a la incertidumbre sobre el momento de la fecundación, hacían de la ovulación oculta la táctica más expeditiva.
En beneficio exclusivo de los lectores de sexo masculino, empezaré por recordar lo que se esconde en las dos fases del ciclo menstrual. En el inicio del ciclo, que se corresponde con las primeras dos semanas después de un período de sangrado, los niveles de estrógenos aumentan y hacen que el endometrio (la capa mucosa que recubre el interior del útero) madure. Los procesos hormonales, principalmente estrógenos, correspondientes a esta fase dan como resultado la maduración de un óvulo en los ovarios. Seguidamente, se produce la ovulación, momento en el que el óvulo se desprende del ovario.
La segunda fase del ciclo menstrual se corresponde con las siguientes dos semanas, aproximadamente, tiempo durante el cual el óvulo se desplaza por las trompas de Falopio hacia el útero. En esta fase interviene la hormona progesterona, que ayuda a preparar el endometrio para el embarazo. Si durante esta segunda fase un espermatozoide fecunda el óvulo, éste se adhiere a la pared del útero y se inicia el embarazo. Si no se fecunda el óvulo, se produce el desprendimiento de la capa superior del endometrio, con el consiguiente sangrado o menstruación.
Produce espanto imaginar el sentimiento de sorpresa de una niña, en tiempos prehistóricos, cuando tenía la regla por primera vez. A juzgar por el conocimiento imperante en la actualidad, era imposible que supiera entonces por qué sangraba de pronto. Aunque una creencia popular errónea le hiciera creer que ocurría siempre en luna llena. Para contrarrestar el terrible engorro de sangrar, algunos casos, a pierna suelta, se consolaría constatando que sus sentidos de la vista y el olfato eran más receptivos y precisos. No era un hecho baladí. Si hubiera podido recapitular al final de su vida la suma de los días aquejada por este contratiempo, le habría salido la cifra espeluznante de siete años sangrando. Han tenido que pasar millones de años para aceptar que ese contratiempo es fuente de vida y regeneración.
Parte de la desorientación actual en torno al comportamiento de la juventud, con sus secuelas de acoso y violencia, tiene que ver con los cambios evolutivos mencionados sobre los que no se reflexiona adecuadamente. La menstruación aparece a edades cada vez más tempranas: entre los once y los trece años, en lugar de a los dieciséis, como unas pocas generaciones atrás. Esta progresión parece haber aminorado después de la década de los setenta. Unido esto a la prolongación del periodo de formación y consecución de la independencia económica, ha provocado un periodo inusualmente largo entre la madurez sexual y la madurez intelectual. Es un nuevo periodo en la historia de las edades que llenan los teenagers, con una cultura que han inventado de cuajo y que deja perplejas a las generaciones anteriores. Yo lo llamo el abismo de dos civilizaciones.
He mencionado el impacto de la ovulación oculta porque la investigación científica no ha descalificado aquella presunción, aunque desde el análisis filogenético publicado en 1993 por los ecólogos evolutivos Brigitta Sillén-Tullberg, de la Universidad de Estocolmo, y Anders Pape Möller, de la Universidad Pierre y Marie Curie, de París, la secuencia de la relación causa-efecto es más laboriosa de lo pensado. Al parecer, la ovulación oculta se origina en sociedades promiscuas, en lugar de monógamas, y sólo cuando ya se había adoptado la ovulación oculta se cambia a un tipo social de organización monógama. Según esta tesis, la ovulación oculta habría cambiado de objetivos a lo largo del tiempo.
El primate ancestral hembra que prodigaba sus favores en las sociedades promiscuas se aseguraba así de que los machos infanticidas se abstendrían ante la sospecha de que el hijo pudiera ser suyo. Una vez establecida la ovulación oculta con ese propósito, se utilizó para otro: recabar la ayuda de un portador de buenos genes al que se convencía para quedarse, generando en él la casi seguridad de que el recién nacido era suyo, en lugar de la mera sospecha de que tal vez pudiera serlo. Se trata de algo muy común en la biología evolutiva.
Hace medio millón de años nuestros antepasados presos por la aflicción o la suerte del amor tenían más posibilidades que otros miembros de la tribu de que sus genes llegaran a ser mayoritarios en el patrimonio genético. Y la selección natural -movida siempre por los criterios de mayor eficacia- consolidó, lógicamente, el amor pasional de la pareja. La perpetuación de la especie quedaba garantizada en mayor medida cuando surgía el amor que cuando el apetito sexual se desperdigaba en encuentros azarosos y espaciados que podían o no coincidir con los periodos ocultos de ovulación de la hembra.
Es lógico que, a raíz de lo que antecede, el lector se pregunte: ¿por qué al impulso ancestral de fusión con otro organismo hubo que superponer o añadir el del amor? Si durante miles de millones de años bastó el impulso de fusión en busca de ayuda y sosiego, ¿por qué en un momento dado de la evolución surgió el amor? ¿Se trataba de un nuevo cometido que se asignaba a otros mecanismos del sistema emocional? No es probable.
Sencillamente, en los tiempos primordiales de la vida bacteriana y las primeras células eucariotas eran suficientes los encontronazos fortuitos y repetidos. Como se vio en el capítulo 2, el azar bastaba y sobraba para que el impulso de fusión con otros organismos se realizara.
Los canales de comunicación sexual, incluidos los productos químicos como las moléculas señalizadoras llamadas feromonas, podían seguir desempeñando un papel importante en la selección sexual, pero el complicado mecanismo de competencia del macho para que la hembra eligiera, el nacimiento de la conciencia individual en especies como los chimpancés y luego en los homínidos, los periodos de prueba impuestos por las costumbres y los condicionantes organizativos del grupo, ya no permitían que el instinto de fusión fluyera por el cauce del simple y puro encontronazo.
¿Encontronazo? Hace unos diez años, posiblemente más que menos, me dejaba llevar por la cinta transbordadora automática hacia la terminal de salidas internacionales de un aeropuerto. El maletín de ruedas en la mano y la mirada -como la mayoría de pasajeros- en el vacío. En aquel vacío apareció de frente, a diez metros de distancia, como una ráfaga que acercaba el viento, una sonrisa cómplice y embriagadora. A cinco metros -su cinta transportadora iba en dirección opuesta y a idéntica velocidad que la mía- permitía ver la belleza del alma que sustentaba aquel cuerpo de una mujer de unos treinta años.
Meses después realicé mentalmente, varias veces, los cálculos del tiempo disponible en aquel encuentro móvil. Si la velocidad de las cintas fuera de medio metro por segundo -me decía a mí mismo-, dado que ella me partía por la mitad las unidades de tiempo al venir en dirección contraria, el cortejo habría durado un segundo y cuarto. Demasiado poco para que pudieran entrar en juego las feromonas. Debió de ser la percepción de la simetría.
Mis amigos físicos me corrigieron ligeramente los cálculos años después y mis amigos neurólogos tuvieron que aceptar mi tesis de que, al cerebro consciente, salir de su ensimismamiento le cuesta una barbaridad, con lo que debía dar por perdido el tiempo empleado en recorrer los primeros cinco metros cuando me percaté de la sonrisa. No hubo tiempo para dejarse caer en las redes del amor que despliega la evolución.
La consecución de la fusión implica, obviamente, la existencia de un vínculo emocional como el amor. Este último es la adaptación evolutiva del primero pero siguen siendo una y la misma cosa.
Se ha mencionado el nacimiento de la conciencia de sí mismo. Junto al origen del bipedismo y la ovulación oculta caben pocas dudas de que el aflorar de la conciencia, a partir de un momento dado en la historia de la evolución, constituye el tercer hito en el camino que marca nuestro modo de amar. Tal vez ahí radique la razón más importante de que el instinto emocional del amor tenga la fuerza insospechada y arrolladura que tiene en los humanos.
Cuando se habla de conciencia se está aludiendo a la capacidad de interferir con los instintos desde el plano de la razón. Un individuo que tiene conciencia de sí mismo es alguien consciente del poder de sus emociones y de su capacidad -nunca demostrada del todo- para gestionarlas. Un organismo individual de esas características podría, potencialmente, neutralizar su instinto de fusión. Es la supuesta capacidad de los humanos para interferir con el funcionamiento de procesos biológicos perfectamente automatizados. Un adulto consciente podría tomar la decisión de no tener hijos, por ejemplo. Esa capacidad anularía, teóricamente, los fines perseguidos por la selección sexual de perpetuación de la especie. El amor se encarga de eliminar el pensamiento consciente.
La evolución es un proceso ciego, que no puede prever de antemano posibles escollos. La evolución no podía anticipar el hecho de que el nacimiento de la inteligencia permitiría al animal humano sobreponerse a sus instintos -en concreto, al instinto de reproducción-. Resulta evidente, sin embargo, que esta capacidad puede acabar con el desarrollo evolutivo.
Richard Dawkins hablaba en la década de los setenta del «gen egoísta», en el sentido de que para los genes el ser humano era un puro medio de transporte para perpetuarse, sin que tuviera relevancia alguna su felicidad. Sin embargo, la inteligencia sí permite a los seres humanos tener en cuenta su propia felicidad personal. Los humanos tienen el poder de rebelarse contra los dictados de los genes, por ejemplo, cuando se niegan a tener todos los hijos que las hembras podrían alumbrar. Una prueba esplendorosa de que el amor enloquecido constituye la mejor respuesta contra esa eventualidad es la propia vida de Darwin y su relación con el amor de pareja.
Ya avanzada su década de los veinte años, Charles Darwin, un hombre aparentemente tímido y nada romántico, decidió que era hora de considerar la posibilidad de casarse. Como relata el psicólogo clínico británico Frank Tallis, la idea no le entusiasmaba en absoluto. Acababa de regresar de cinco años de libertad total en el Beagle, en un viaje alrededor del mundo. En una hoja de papel trazó dos columnas: razones para casarse y razones para no hacerlo. No le costó en absoluto rellenar la segunda columna: tendría menos tiempo para dedicarse a sí mismo, para ir al club de caballeros que frecuentaba, para leer. Darwin añadió en la columna negativa que tendría que perder el tiempo aguantando a los familiares de su futura esposa y que dispondría de menos dinero para sus necesidades. Terminó la columna preguntándose: «¿Cómo podría ocuparme de mis asuntos si cada día me viese obligado a ir a pasear con mi mujer? ¡Oh! No aprendería francés, no viajaría al continente, no iría a América, ni de viaje en globo, ni a caminar en solitario por Gales… pobre esclavo…».
«El amor es ciego.» Charles Darwin y su esposa Emma, retratados por George Richmond.
La columna de los beneficios que aportaba el matrimonio le pareció muy difícil de rellenar. Al final sugirió que tener esposa era mejor que «tener un perro». Lo completó con este apunte: «Encantos de la conversación frívola femenina y de la música -cosas buenas para la salud-, pero menuda pérdida de tiempo».
Unos meses más tarde, Darwin se enamoró locamente de su prima Emma Wedgwood. La voz del solterón empedernido se acalló definitivamente; no dormía, estaba desesperado por casarse con su dulce Emma, según recoge la correspondencia que intercambiaron. Su libertad de antaño ya no le importaba; sólo quería estar junto a Emma, que le llenaba de felicidad. «Creo que me vas a humanizar, a enseñar que existe una felicidad mayor que la de tejer teorías y acumular hechos en silencio y soledad.»
El proceso de conversión de soltero escéptico a marido amante siguió tras el matrimonio, que llegó a tener diez hijos. Darwin se alejó de sus actividades anteriores y disfrutó de una vida familiar plena. En las semanas que precedieron a su matrimonio, Darwin apuntó en su diario: «Qué pasa por la mente de un hombre cuando dice que está enamorado… es un sentimiento ciego».
«El amor es ciego» también expresa la naturaleza subconsciente del amor. El amor es, ante todo, un impulso ancestral circunscrito a una parte muy pequeña del cerebro, pero enormemente complejo. Este instinto de fusión con otro organismo influye y se ve influido por el resto del sistema emocional, incluido el interés sexual. Como sentencia Darwin en La expresión de las emociones en humanos y animales, existe una clara conexión entre la teoría evolutiva y la psicología. Las emociones pueden comprenderse en función de su fin o utilidad. Se entiende que el amor, la memoria, el lenguaje, la emoción y la consciencia tienen todas una función, que son a su vez el resultado de millones de años de selección natural.