Authors: Eduardo Punset
Una vez conocidas y asumidas las razones evolutivas de ese acontecimiento biológico podremos indagar, con cierto conocimiento de causa, en otros interrogantes evidentes: si el amor es también el resultado de la eficacia con que tiende a funcionar la selección natural y la selección sexual, ¿por qué un instinto tan idóneo para garantizar la supervivencia constituye, al mismo tiempo, una fuente sin fin de problemas y sufrimiento? Si están claras las razones evolutivas del amor, ¿por qué su existencia, simultáneamente, complica tanto la vida de la gente?
Estoy fatal. ¿Tendrá cura todo esto? Yo no quiero salvarme.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
–Nos gusta mucho su relato sobre las funciones de la mente y el cerebro. Pero no sabemos qué título ponerle -me dijo el director de la editorial Aguilar, después de haber estudiado el manuscrito.
–Está clarísimo: El alma está en el cerebro -fue, sin dudarlo un instante, mi respuesta.
Estoy convencido de que con el título elegido estaba conectando con las fibras más íntimas, mágicas y desnutridas de los lectores potenciales. El siglo xxi será recordado, sin duda, como el siglo de la ciencia de la mente, pero, entretanto, no sabemos casi nada de esa caja oscura que es el cerebro.
Por supuesto que el alma está en el cerebro, pero también el amor lo segregan sus células nerviosas. El amor es el fruto apasionado y prohibido de tres cerebros no del todo integrados todavía: el de los reptiles y el de los mamíferos, envueltos por la membrana de la neocorteza, de creación más reciente. Al cerebro no le interesa la búsqueda de la verdad, sino sobrevivir. Es su gran destreza. Y si el amor es, desde tiempo inmemorial, el recurso fundamental para sobrevivir, ¿dónde iba a ubicarse, sino en el cerebro? Ningún lector se extrañará, después de haber leído este capítulo, de que el autor lo haya titulado El amor también está en el cerebro.
Retrato y escena de Werther en un grabado del siglo XVIII.
Aunque pocos nieguen que el amor es sano -dada su función biológica de garantizar la supervivencia por la vía del apego y la reproducción-, los médicos y neurobiólogos interesados en la salud de la gente apenas han empezado a explorar los mecanismos que lo sustentan y sus consecuencias para la salud. Ya no digamos los escritores, incluidos los más grandes como Goethe.
Toda la trama de Las desventuras del joven Werther, el más personal y emotivo de todos sus libros, parte de un error neurológico: la separación entre enamorarse – to fall in love o tomber amoureux, como dicen, con mayor precisión, los anglosajones o los franceses- y estar enamorado. Siendo dos partes del mismo proceso, el joven Werther estima, o quiere creer, que ambos procesos pueden subsistir por separado.
Su gran amor era Carlota, la prometida de su amigo Albert, a la que conoce en un baile. El amor es fulminante y cada día -con la esperanza de que ella también llegue a quererlo- es un martirio. En casa de Carlota -su amigo está de viaje- dedica horas y horas a platicar y entretener a sus hermanos. Las cartas que escribe a un tal Wilhelm -cuyas respuestas no conoceremos jamás- son un tesoro de la creación literaria y la creatividad de Goethe: «… mis sueños son reales, pero el mundo es un sueño».
El amor, que como se verá a continuación es una fuente de sentido y sosiego, vacía y convierte en algo horrible el mundo de Werther. Enamorarse -nos demuestra hoy la neurobiología- es un paso indispensable para que florezca el amor. Pero son dos cosas distintas y sólo puede consumarse si a la primera fase le sigue la segunda etapa. En el camino a esta etapa había dos vallas que Werther no podía salvar: su propia amistad con Albert y el sentido común de Carlota.
El suicidio del protagonista sí anticipaba, en cambio, un descubrimiento reciente: la conexión entre los efectos específicos que forman parte del concepto neurobiológico del amor por una parte y, por otra, numerosas componentes no específicas e interrelaciones simultáneas del mecanismo amor-placer. El impulso básico de fusión con otro organismo, así como la generación de vínculos profundos de afecto, comparten un amplio entramado de señalizaciones y características fisiológicas del amor romántico o del amor maternal con el amor sexual y otras actividades necesarias para hacer frente al estrés o a la supervivencia. El amor platónico por sí mismo no se sustenta. Esas conexiones desembocaron en el suicidio de Werther.
El amor ha fascinado a la humanidad. Dos personas se conocen y se enamoran. El amor «surge» -uno no hace nada para padecerlo, simplemente ocurre-; el amor nos hace olvidadizos, obsesivos, vulnerables, inseguros, celosos, acelera nuestro pulso, nos puede sumir en la depresión o la euforia. La experiencia del amor se vive como algo irracional, predestinado; deforma la realidad, no obedece a las leyes de la razón y la objetividad.
De algún modo, aflora cierta lógica en ese impulso subconsciente. El amor llega por azar y sería paradójico que pudiera controlarse como se controla una herramienta fabricada por uno mismo. Como dice Alain de Botton, «la ausencia de diseño laborioso y ejecución calculada en el amor lo sitúa fuera de lo que se puede controlar». En su lugar, se produce un poderoso sentimiento que provoca síntomas enfermizos que nublan la razón y quiebran la voluntad.
Es cierto que el amor se apoya sobre dos cimientos que también conforman las enfermedades psicológicas: los recuerdos inconscientes y los mecanismos de defensa. Enamorarse depende en gran medida de nuestras experiencias y de aprendizajes pasados. En este sentido tiene connotaciones de transferencias del pasado. Muchos psicólogos ven en él un retorno a la infancia en el clamor por el ser querido.
El gran especialista en percepción sensorial Ranulfo Romo, neurólogo de la UNAM del Distrito Federal de México, es quien más ha ahondado en el papel de la memoria para analizar la percepción del universo exterior e interior. Tras años de experimentación con monos rhesus, Romo ha concluido que sin memoria no hay concepción del mundo. Ni del amor.
Ante un estímulo externo -una mujer muy guapa e inteligente, o un hombre muy esbelto e inteligente-, la parte primordial del cerebro activa una sensación de bienestar. Para que esta sensación se transforme en un sentimiento de amor o una emoción de felicidad hace falta que el pensamiento se ponga a hurgar en la memoria, en busca de datos o recuerdos similares. Es una búsqueda frenética e instantánea en el pasado. Tan es así que -de acuerdo con Ranulfo Romo- no existiría el mundo sin memoria. En cierto modo, todo es pasado. Si la mente no encuentra en la memoria nada que pueda compararse al estímulo externo en belleza, sentimientos o capacidad de amar, entonces nace el amor que fusiona a la pareja.
Cuando el sistema límbico entra en estado de alerta, a raíz de un estímulo amoroso -como dice Louanne Brizendine, algo sabrá de esto la amígdala, que lleva millones de años ponderando en segundos la viabilidad de los flechazos «químicos»-, primero recurre a la memoria.
«Esa mirada fulminante. ¿Hay rastro de ella en la memoria? Nada que pueda comparársele.»
«Ese olor que me embriaga. ¿Hay rastro de él en la memoria? Nunca hubo nada parecido.»
«Esa blancura de dientes. ¿Hay rastro de ella en la memoria? Jamás se ha visto un indicador de salud tan clamoroso como éste.»
«Esos senos simétricos, perfectos. ¿Hay rastro de ellos en la memoria? Ningún indicio de nada que concilie belleza y fertilidad como esos pechos.»
«Salta a la vista su capacidad de amar infinita. ¿Hay rastro de ella en la memoria? Nunca he sentido nada igual.»
Así nace el amor en los monos rhesus y en los humanos. Fundamentalmente es pasado. Y sin memoria no existiría. Si prolongamos este proceso mental a sus consecuencias últimas, resulta que son casi alucinantes. Por una parte, se está sugiriendo que la experiencia amorosa más reciente debe superar siempre el umbral de profundidad y complejidad alcanzado por las anteriores. Como ocurre con las drogas, cada vez se requieren dosis mayores para colmar el síndrome de abstinencia.
«Sin memoria no hay universo.» El sueño de Jacob (1639), óleo sobre lienzo de José Ribera, Museo del Prado, Madrid.
Más alucinante todavía resulta la corroboración indirecta de las tesis del neuropsiquiatra Elkhonon Goldberg, catedrático de neurología de la Universidad de Nueva York, al comprobar que el nivel de felicidad aumenta a partir de una edad avanzada. No se trataría, únicamente, de que el paso de los años haya ampliado inusitadamente el archivo de datos y recuerdos para confabular un poder metafórico cada vez más acrecentado -como sugiere Goldberg-, sino que las últimas sensaciones de bienestar, para poder transformarse en sentimientos, habrán requerido experiencias más ricas y complejas que las anteriores.
Los mayores de sesenta y cinco años son más felices -como demuestran las encuestas- por dos razones: el referente al mayor tamaño del archivo que sustenta la capacidad metafórica, así como la inevitable mayor sofisticación de las últimas experiencias amorosas con relación a las primeras. Se diría que enamorarse, además, tiñe de un manto de romanticismo que disimula la crudeza de nuestros instintos sexuales y minimiza nuestra ansiedad, porque no ofende.
Algunos autores, como Peter Kramer, el psiquiatra estadounidense autor de Escuchando al Prozac y otros populares libros de autoayuda, cuestionan la condición patológica del amor aludiendo al sosiego y la felicidad que aporta. Pero es difícil negar que cuanto más objetivo se debería ser, en vista de que se está eligiendo alguien estable para perpetuarse, menos se fija uno, de manera consciente, en las características físicas o mentales del ser amado. La paradoja de las paradojas consiste en constatar los límites insospechados del que está enamorado, negando de cuajo cualquier imperfección del ser querido.
Encontrar pareja es tan fundamental para la selección sexual -e incluso para la selección natural- que resultaría sorprendente que la evolución no hubiera previsto un órgano específico para ello, habiéndolo previsto para funciones menos relevantes. El hígado o el riñón garantizan la supervivencia, pero de poco sirve sobrevivir -ése sería el punto de vista de los genes, si tuvieran punto de vista- si no pueden reproducirse y garantizar la inmortalidad de sus instrucciones genéticas. Lo tienen todos los mamíferos, para citar sólo el grupo al que pertenecemos.
¿Cómo no íbamos a contar nosotros con un mecanismo específico que se encargue de suscitar el amor y llevarlo a buen puerto? Tareas tan complejas y decisivas como localizar al otro, discernir su ánimo, su estado reproductivo y su disponibilidad no se podían dejar a la buena de Dios. Hasta fecha muy reciente, no obstante, se negaba el sustento fisiológico y neuronal específico del amor.
En el lapso de tiempo comprendido entre hace dos millones y medio de años y hace doscientos cincuenta mil, el volumen total del cerebro, según las estimaciones del biólogo de la Universidad de Harvard E. O. Wilson, se fue expandiendo a razón del equivalente al volumen de una cucharada cada cien mil años. De lo que antecede se deduce que el tamaño del cerebro pudo desempeñar un papel de precursor, pero no ser el factor decisivo del cambio en los humanos. Los inexplicables y largos silencios en la historia de la evolución hay que imputarlos a lo que ocurría o no ocurría dentro del cerebro, a la puesta en marcha de determinados mecanismos cerebrales a raíz de variaciones genéticas a lo largo de la evolución. Desde hace cuarenta mil años, todo o casi todo; antes, nada o casi nada.
El cerebro es un órgano que sirve para reconocer estructuras o formas. Como dice Jeff Hawkins, uno de los ingenieros informáticos más brillantes de Sillicon Valley, inventor de la calculadora Palm Pilot y del teléfono inteligente Treo, el cerebro identifica estructuras que luego almacena en la memoria y a partir de ellas formula predicciones sobre el mundo que le rodea. Lo acabamos de ver con los monos rhesus y el amor. Se conoce a alguien o algo cuando se puede predecir sobre ello. Sin reconocimiento de formas es imposible predecir su comportamiento futuro; como decía el neurólogo Richard Gregory, profesor emérito de neuropsicología de la Universidad de Bristol, el cerebro no está para buscar la verdad, sino para hacer predicciones para poder sobrevivir.