Le adoraban la señora Akulonis, las chicas del servicio, pero sobre todo Antonina («limpia el alma de pecados —suspiraba—, parece como un cepillo de hierro que te rascara por dentro»). Incluso la abuela Misia, contraria en principio a los sermones lituanos, le aceptó tras oírle unas cuantas alocuciones en polaco. Pero todo ese entusiasmo no duró mucho. Sí, Ginie se sentía muy honrada por su presencia, reconocían las mujeres delante de los extraños, pero ya con caras largas, y en seguida llevaban la conversación a otro terreno. Tanto Tomás como los de más niños supieron pronto que valía más dejar de ir a la casa del párroco.
Unos días antes de la Asunción, trajeron el féretro de Magdalena. Iba colocado sobre un gran carro cubierto de heno, tapado con una manta estampada. Los caballos, que descansaban a la sombra de unos tilos, bajaban la cabeza hundida en los sacos de avena, ahuyentando suavemente las moscas con la cola; acababan de hacer un largo viaje. La noticia se extendió tan rápidamente que la persona que acompañaba al cuerpo aún no había atado las bridas a un palo cuando ya la gente empezaba a acudir, en grupitos, a la espera de lo que iba a ocurrir. En lo alto, sobre las piedras planas del camino, apareció el padre Peikswa. Quedó inmóvil, como preguntándose si debía bajar, o tomando fuerzas. Por fin, empezó a bajar lentamente, se detuvo, sacó un pañuelo, lo arrugó y lo retorció entre los dedos.
El escándalo en torno a Magdalena duró aproximada mente medio año y había empezado por su culpa. Bien pudo no ocurrir nada. Peikswa la encontró ya como ama de llaves en la casa parroquial y a nadie debería importarle lo que había ocurrido entre ellos: un cura es también un hombre. Pero ella empezó a comportarse incorrecta mente. Caminaba adelantando la barbilla, balanceándose, casi bailando. Era evidente que le encantaba acercarse a él de ese modo cuando tenía algo que decirle, para dar a entender claramente a las demás mujeres: vosotras besáis sus manos y su sotana, pero yo lo tengo entero para mí. Lo cual les permitía luego imaginarlo a él, al mismo que lo veían ante el altar, desnudo con ella en la cama y adivinar lo que se decían y lo que hacían. Es sabido que, en esta clase de asuntos, se pueden perdonar muchas cosas, mientras no intervengan imágenes enojosas que difícil mente pueden apartarse de la mente.
Al considerar el comportamiento de Magdalena en su conjunto (había servido al viejo párroco durante dos años), los habitantes de Ginie, en largas e interminables conversaciones, decidieron que ya con anterioridad no todo marchaba como era debido. Si el matrimonio no se celebró y el chico se casó en seguida con otra, no fue sólo por su edad —ya tenía veinticinco años como mínimo—, ni del todo por ser pobre, hija de jornaleros sin tierras, venidos de lejos. De nada sirvieron los consejos, el chico estaba dispuesto a actuar en contra de la voluntad de sus padres; en esto, nadie podía negar que la chica era hábil. Pero, al último momento, él cambió de parecer. Se asustó: encontró que era demasiado ardiente y desenfrenada. Este y muchos otros detalles aparecían ahora bajo una luz nueva, y se complementaban unos a otros. Y para aquel que hubiera podido ponerlo en duda, allí estaba ahora ese féretro.
Como Antonina, al pronunciar el nombre de Magdalena, escupía al suelo, Tomás tampoco le tenía simpatía, sin saber exactamente por qué. Ella le llamaba a la cocina y le daba pasteles cada vez que iba a la parroquia, en tiempos del padre «Pues-Pues». En realidad, en aquella época, la admiraba y sentía en su presencia como un nudo en la garganta. Sus faldas revoloteaban, fuertemente ceñidas a la cintura; cuando se inclinaba sobre la lumbre y probaba la comida con una cuchara, un mechón de pelo le resbalaba junto a la oreja y, de lado, debajo de la blusa, se veían bambolear sus pechos. Les unía el hecho de que él sabía cómo era ella y ella ignoraba que lo supiera Tomás. Él confesó su pecado, pero ya había visto. Junto al río, había un árbol muy inclinado por encima del agua, al que se podía subir y esconderse entre las hojas. El corazón late con fuerza: ¿vendrá, no vendrá? El Issa comienza a ponerse rosado por el sol poniente, los peces corretean ágiles. Se distrajo observando el vuelo de unos patos y ella ya estaba allí, tanteando con el pie si el agua estaba fría, mientras se quitaba la blusa por la cabeza. No entraba en el agua como las demás mujeres, quienes se agachan y levantan varias veces, salpicando a su alrededor. Lo hacía despacio, paso a paso. Los pechos se separaban a uno y otro lado, y, debajo del vientre, no era muy negra: sólo un poco. Se sumergió y empezó a nadar «estilo perro», levantando a veces un surtidor con el pie, hasta la zona en que las hojas de los nenúfares cubrían el río. Más tarde, volvió y se lavó con jabón.
Lo que llegaba a oídos de Tomás quedaba poco claro para él, pero, aun así, era espantoso. No le parecía posible que el mismo hombre que tronaba contra el fuego del infierno fuera él mismo un pecador. Y, si el que imparte la absolución, es igual a los demás, entonces ¿qué valor tiene ese perdón? Por lo demás, Tomás no se hacía preguntas concretas y, desde luego, nunca se hubiera atrevido a plantearlas a los mayores. Magdalena adquirió para él el encanto de las cosas prohibidas. En cambio, los mayores se enfadaban con ella. Separaban lo que Tomás no era capaz de hacer: ella era una cosa, y el sacerdote vestido con la casulla, otra. Pese a todo, Magdalena había estropeado la armonía, había enturbiado la paz y había enfriado el entusiasmo por los sermones.
Peikswa empezó a bajar la cuesta y todos se preguntaban qué haría con el féretro. Cuando llegó junto al carro, volvieron la cabeza. El cura estaba llorando. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, una tras otra; le temblaban los labios: los apretó con fuerza y volvió a abrirlos tan sólo para rogar que subieran el cuerpo hasta la iglesia. Preparaba para la suicida un entierro cristiano. Quitaron la manta y apareció la caja, de pino blanco. La cogieron entre cuatro y comenzaron a subir la empinada cuesta, de modo que Magdalena quedaba casi de pie.
Para envenenarse con raticida, hay que haber perdido toda esperanza y, al mismo tiempo, haber sucumbido de tal modo a los propios pensamientos que éstos acaban por separar del mundo, hasta el punto de dejar de ver todo lo que no sea el propio destino. Magdalena habría podido conocer muchas ciudades, países, personas, inventos, libros, y pasar por varias de las encarnaciones accesibles a los seres humanos. Habría podido ser —pe ro era imposible explicárselo, ni mostrárselo con alguna varita mágica— como millones de mujeres iguales que ella y que sufrían igual que ella: todo habría sido inútil. Tampoco habría servido para nada el que pudiera intuir la desesperación de aquellos que, en el mismo instante en que ella se ocasionaba la muerte, luchaban todavía por una hora, un minuto de vida. Cuando los pensamientos cejaron por fin, y el cuerpo se halló frente a frente ante el último terror, era ya demasiado tarde.
Hay que comprender que había quedado en muy mala situación poco antes de que marchara el viejo párroco, cuando su prometido rompió con ella. Tras el descalabro de aquel amor, surgió en ella el frío convencimiento de que ya nada cambiaría, que sería así para siempre. Todo en su interior se agitaba y se rebelaba, no podía seguir así; ¿qué hacer con aquella certeza de que transcurrirían los días, los meses y los años y, de pronto, mirad, ya se ha vuelto vieja? Se despertaba al amanecer y se quedaba echada con los ojos abiertos; le parecía terrible tener que levantarse y proseguir con sus quehaceres diarios. Se sen taba en la cama y se cogía los pechos con las manos: igual que ella rechazados, tendrían que compartir con ella su soltería y marchitarse inútilmente. ¿Y qué más? ¿Ligar con chicos en los bailes para que la llevasen al granero o al prado, y luego se riesen de ella? Se sentía totalmente hundida cuando el padre Peikswa se hizo cargo de la parroquia.
El columpio se detuvo un instante, para luego volver a bajar a toda velocidad, hasta cortar la respiración. De pronto, el cielo y la tierra cambiaron, el mismo árbol que veía desde la ventana era distinto, las nubes no se pare cían a las de antes, todas las criaturas se movían como si estuvieran llenas de oro puro y lo irradiaran. Nunca creyó que pudiera llegar hasta ese punto. Había recibido una recompensa por su sufrimiento y, aunque luego tuviera que sufrir durante toda la eternidad, valía la pena. Contribuía no poco a su felicidad la deliciosa sensación de la ambición saciada: a ella, la pobretona casi analfabeta, a ella, que no podía encontrar marido, la había elegido él, un sabio, a quien nadie podía igualar.
Y entonces —hay que comprenderlo— fue despojada de todo y condenada al desamor, esta vez para siempre. Peikswa, consciente del escándalo y obligado a elegir, la entregó como ama de llaves a un párroco de un pueblo lejano, tan lejano que ambos vieron claramente que la ruptura sería definitiva. En aquella casa junto al lago, en compañía de un viejo malhumorado, Magdalena no aguantó mucho tiempo: sólo el suficiente como para volver a caer en aquella negra noche que la había acompañado antes del período de felicidad. Se envenenó cuando el viento silbaba entre los juncos y la ola depositaba blancas salpicaduras de espuma sobre la arena, golpeando contra la quilla de las barcas amarradas a la pasarela.
El otro párroco no quiso darle sepultura. Prefirió ceder su carro, un par de caballos y un carretero, y quitarse el problema de encima.
El último viaje de Magdalena —antes de entrar en el país en el que la recibirían las damas de antaño— empezó a primera hora de la mañana. Despeinadas nubecillas correteaban en lo alto, los caballos iban al trote, en los prados los hombres afilaban sus guadañas y las piedras de afilar tintineaban contra el metal. Luego, se encaminó por un sendero arenoso entre enebros, a través de un bosquecillo de abetos, cada vez más arriba, hasta llegar a la encrucijada desde la que se ven tres superficies de agua unidas entre sí por brazos de vegetación, como un collar de piedras claras. Entonces, otra vez para abajo, a través de los bosques, y, allí, en una calle del pueblo, Magdalena contempló al mediodía las hojas del viejo arce hasta el momento en que las sombras empiezan a alargarse, cuando el calor ya no cansa a los caballos y se puede reemprender la marcha. En el dique, revestido de planchas redondeadas, las ruedas saltaban pese a que los caballos fueran al paso; resonaba el concierto nocturno de los tordos y se abría ya el cielo estrellado, palpitante por la rotación de las esferas y de los universos. Una paz inmensa, un espacio azul oscuro. ¿Quién mira desde allá? ¿Quién ve a aquel diminuto ser que ha sabido por sí solo detener el movimiento de su corazón, la circulación de su sangre y, por propia voluntad, se ha convertido en un objeto inmóvil? Junto a ella, el olor de los caballos, las perezosas llamadas del carretero hasta altas horas de la noche. Por la mañana, ya estaban cerca. Siguieron por montículos y robledales el descenso hacia el valle del Issa; ya aparece el río centelleante entre los mimbres, y el padre Peikswa va leyendo el breviario.
En verano, el cuerpo se descompone pronto, y se preguntaban por qué el párroco se retrasaba tanto, como si no quisiera devolverla a la tierra. Pero, mientras la subían, no notaron olor desagradable alguno (luego recordaron este detalle). La enterraron en un extremo del cementerio, allí donde empieza la pendiente escarpada y las raíces sostienen con sus nudos la tierra escurridiza.
El día de la Asunción, Peikswa pronunció un corto sermón, con voz intranquila y sosegada. Explicó cómo Ella, que no conoció mácula, llegó al cielo, no sólo con su alma, sino con todo su ser, tal como había sido mientras vivió entre los mortales. Primero, sus pies apenas rozaron la hierba; luego, sin moverlos, se elevó lentamente, siempre más alto; la brisa jugueteaba con su larga túnica (como las que solían llevar en Judea) hasta que pasara a ser tan sólo un puntito muy pequeño entre las nubes, y lo que a nosotros, los pecadores, se nos dará en el valle de Josafat, si logramos merecerlo, ya le había sido concedido a Ella: contemplar el rostro del Todopoderoso, con todos sus sentidos terrenales, en un estado de eterna juventud.
Poco tiempo después, Peikswa se marchó de Ginie y nunca más se supo de él.
Las vecinas hablaban de ello, con los codos apoyados en los setos. Los hombres callaban, los ojos fijos en las pulgaradas de tabaco, ensalivaban el papel de fumar y simulaban estar absorbidos por esta actividad. La inquietud iba lentamente en aumento, aunque, por ahora, sólo buscaran las causas, trataran de acertar y procuraran no pronunciar palabras peligrosas.
Quien más datos proporcionaba, y con ello aumentaba el chismorreo, era el nuevo padre Monkiewicz, rechoncho, calvo y nervioso. Se asustó y no pudo mantenerlo secreto por mucho tiempo. No supo encontrar explicación natural alguna a aquel continuo golpeteo en la pared (tres golpes cada vez). Después de las cosas que le contaron, empezó a sentirse incómodo en aquella casa y soportaba mal la presencia que se dejaba sentir con aquellos golpes en la pared, o moviendo lentamente el pomo de la puerta. Se levantaba de un salto, abría la puerta, pero, detrás de ella, nunca había nadie. Vivía con la esperanza de que aquellas manifestaciones se acabarían; pero, por el contrario, se hacían notar siempre más. Pidió al sacristán que fuera a dormir a la parroquia, y, a partir de entonces, nadie tuvo ya que limitarse a conjeturas. Además, el padre Monkiewicz, al ver que no conseguía solucionar pronto el caso, pidió ayuda a algunos de sus feligreses. Se reunían varios por la noche y hacían turnos en la cocina.
El pobre espíritu de Magdalena no quería abandonar los lugares en los que había sido tan feliz. Con un hacha invisible cortaba invisibles maderos y encendía una gran fogata que lanzaba llamas y crepitaba como si fuera de verdad. Removía los pucheros, cascaba huevos y hacía tortillas, a pesar de que la placa de la cocina permanecía fría y vacía. ¿De qué instrumentos disponía? ¿Se trataba sólo de sonidos, una especie de amplio registro de murmullos que imitaban los sonidos de la naturaleza, o es que el espíritu poseía otra cocina, distinta, con un cubo universal, una sartén universal, y un montón universal de leña que eran como el extracto de todos los cubos, sartenes y leñas que podían existir? Imposible saberlo. No quedaba más que escuchar y, como mucho, no confiar en los propios sentidos. El agua bendita se mostraba ineficaz. El sacerdote rociaba la cocina, se producía una corta pausa y, de nuevo, volvía a empezar cada día con más desenvoltura, armando ruido con los cacharros, arrastrándolos y haciendo chapotear el agua. Peor aún, al parecer, aquella actividad se trasladó al dormitorio. Además de golpes y movimientos del pomo de la puerta, se oían también pasos, y papeles y libros caían al suelo. Otra novedad: algo así como una risa sofocada. El padre Monkiewicz hizo la señal de la cruz y roció con agua bendita un rincón: nada; otro rincón, nada; otro rincón, nada, pero, cuando se acercó al cuarto rincón se oyeron risitas y un silbido como a través de una nuez vacía.