La noticia se extendió rápidamente por todas las aldeas vecinas y, si la gente de Ginie no hubiera creído que al fin y al cabo era asunto suyo y que no había que involucrar a gente de fuera, habrían intentado ir a pasar la noche a la cocina, no tres, sino trescientos hombres. Al no poder tomar parte activa en el asunto, se dedicaban a comentar, y la parroquia era un hervidero de toda clase de chismes, a cual más disparatado.
Fue Baltazar quien, en cierto modo, contribuyó a afirmar la creencia de que al espíritu de Magdalena ya no le bastaba el edificio de la parroquia. Todo lo que contaba habría merecido ser tomado a broma, o al menos con ese mínimo de seriedad con el que se suelen escuchar las historias de borrachos para que no se sientan ofendidos… de no ser por un detalle. Baltazar afirmaba, nada más ni nada menos, que acababa de ver a Magdalena del lado del cementerio, montada en un caballo blanco que bajaba hacia el río. Iba desnuda, y tanto ella como el caballo resplandecían en la oscuridad. Cuando, en casa de su suegro, se reunió mucha gente, repitió una y otra vez lo mismo y se enfadaba cuando le insistían y le volvían a insinuar que, a lo mejor, se trataba tan sólo de una alucinación. Entonces, alguien tuvo la idea de ir al establo del cura y comprobar si su caballo bayo estaba allí. Estaba, pero sudado como si alguien lo hubiera estado montando al galope.
La casa de los Surkont era naturalmente un hervidero de noticias, y Antonina volvía cada día con algo nuevo. La abuela Misia repetía: «¡Es tremendo!». Encantada con aquellas bromas de ultratumba invitó al sacerdote para que descargara sus penas. Saboreando un té de fresas y con cara preocupada, confesó que estaba al límite de sus fuerzas y que, si aquello no cesaba pronto, pediría el traslado a otra parroquia; de modo que el triunfo de la abuela fue total, y, en sus exclamaciones de incredulidad («¡qué me dice usted!»), se notaba una inmensa satisfacción, pues ella estaba de parte de los espíritus y no de los hombres. Pero entonces ocurrió algo, allí mismo, y a To más, a quien dejaron visitar a Szatybelko en la cama cuando ya se encontraba mejor, se le ponía la carne de gallina. El enfermo hablaba con voz débil; la barba des cansaba sobre la sábana, y en la alfombrita dormitaba Mopsik, hecho un ovillo: su comportamiento había sido indigno, pues había huido con su resto de cola entre las piernas, pero su amo no le guardaba rencor. Esta es la exacta descripción del encuentro. Era la época de la trilla. El locomóvil se guardaba en un cobertizo junto al pajar y, al terminar el trabajo, se guardaba en él, bajo llave, la valiosa correa transmisora. Aquella noche, Szatybelko es taba sentado ya en su habitación, con las zapatillas puestas y fumando su pipa, cuando, de pronto, le asaltó una duda: no podía recordar si había cerrado o no la puerta con llave, y la imposibilidad de reproducir en su mente el gesto de la obligación cumplida, le atormentaba. Por fin, preocupado ante la eventualidad de que alguien pudiera robar la correa, volvió a calzarse las botas, refunfuñando, se puso el abrigo de piel, cogió la linterna y salió de aquel ambiente caldeado al frío y a la lluvia. Era noche cerrada, y veía sólo lo que entraba en el círculo iluminado por la linterna. El cobertizo, efectivamente, no estaba cerrado a llave. Entró, pasando por el estrecho espacio que quedaba entre la pared y la caldera del locomóvil, y comprobó que la correa seguía en su sitio. Pero, cuando dio la vuelta para salir, un monstruo salió a su encuentro. Szatybelko lo describió como una especie de tronco grueso que avanzaba por todo lo ancho, horizontalmente. Sobre él había enclavadas tres cabezas, «cabezas de tártaro», decía, re torciéndose en horribles muecas. El monstruo avanzaba, y el se persignaba retrocediendo, pero advirtió que se estaba cerrando la salida, así que, agitando la lámpara, trató de abrirse paso. Entonces, pisó con una bota el cuerpo del espantajo: un cuerpo blando «como un saco de cascabillo». Una vez fuera quiso correr, pero no se atrevió a darse la vuelta. Paso a paso, de espaldas, anduvo todo el camino desde los graneros hasta su casa, y las tres condenadas cabezas siguieron contorsionándose sobre aquel cuerpo rechoncho y sin pies, casi pisándole los talones. Se había quedado sin aliento y, al llegar a su puerta, cayó al suelo, exhausto. En seguida tuvo una fiebre altísima; todo el episodio no había durado más de un cuarto de hora, y él, hasta aquel momento, nunca había tenido problemas de salud.
Como suponía la abuela Misia, puede que se le hubiese aparecido el espíritu de un mahometano prove niente del montículo llamado el Cementerio Tártaro. De no ser por aquel nombre, se hubiera borrado el re cuerdo de los prisioneros tártaros que, en tiempos muy remotos, habían estado trabajando en Ginie. Pero ¿por qué había aparecido precisamente ahora? ¿Qué le había empujado a hacerlo? ¿Quién le había mandado inmiscuirse en los acontecimientos que enturbiaban la paz de aquel lugar? Sólo podía ser Magdalena, quien se había convertido en algo así como la madre superiora de las fuerzas ocultas.
Todos estos hechos condujeron lentamente a una situación de enfrentamiento entre el pueblo y el padre Monkiewicz. Una vez puestos de acuerdo sobre la causa, razonaban lógicamente que había que suprimirla. Primero, se lo dieron a entender tímidamente, generalizando, con rodeos, utilizando comparaciones y eufemismos. Pero, al no obtener resultado alguno, declararon sin más circunloquios que había que terminar con todo aquello y que tenían un medio para conseguirlo. A lo que él contestó agitando los brazos y gritando que nunca, nunca transigiría con semejante solución y les llamó paganos. Se puso terco y no hubo manera de convencerle. Algunos aconsejaban no pedirle permiso, pero sabían que tampoco ellos se atreverían. De modo que nadie hizo nada. Mientras tanto, llegó a casa del cura otro sacerdote, para pasar unos días y celebraron exorcismos.
A Tomás le daba miedo salir de casa al anochecer, pero sólo hasta el día en que tuvo aquel sueño. Fue un sueño lleno de fuerza y dulzura; pero también sembrado de terror, y le habría sido difícil precisar qué prevalecía en él. No habría podido encerrarlo en unas palabras, ni al día siguiente por la mañana, ni más tarde. Las palabras no recogen las mezclas de olores, o lo que nos atrae de ciertas personas, y menos aún si nos hundimos en pozos a través de los que pasamos al otro lado de la existencia que hasta entonces conocíamos.
Vio a Magdalena en la tierra, en la soledad de la tierra inmensa, en la que había estado desde hacía tiempo y para siempre. Su vestido se había descompuesto, jirones de materia se mezclaban a los huesos resecos, y el mechón de pelo que le resbalaba por la mejilla junto al fogón de la cocina, quedaba pegado a su cráneo. Pero, al mismo tiempo, era la misma, tal como la había visto aquel día al entrar en el río, y esa simultaneidad, encerraba el conocimiento de otro tiempo que no era el que normalmente nos es accesible. Una sensación como de presión en la garganta le embargaba por completo, pervivía en él en cierto modo la forma de su pecho y de su cuello, y su contacto se transformaba en una queja, en una especie de canto: «¡Oh, por qué pasa, por qué el tiempo pasa por mis manos y mis pies, oh, por qué soy y no soy, yo, quien una vez, sólo una vez, viví desde el principio hasta el fin del mundo! ¡Oh, el cielo y el sol existirán, y yo jamás volveré a existir, estos huesos son cuanto queda de mí, oh, nada es mío, nada!». Y Tomás cayó con ella en el silencio, bajo la tierra donde se escurre la piedra y los gusanos se abren camino; él mismo se convirtió en un puñado de huesos polvorientos, se lamentaba por los labios de Magdalena y descubría, para sí mismo, las preguntas: ¿por qué yo soy yo? ¿Cómo puede ser que, teniendo cuerpo, calor, manos, dedos, tenga que morir y dejar de ser yo mismo? Quizá, en realidad, tampoco se trataba de un sueño, pues, inmerso como se encontraba en el más profundo de los abismos, bajo una superficie de acontecimientos reales, sentía su propia corporeidad, condenada, descompuesta ya tras la muerte. Pero, al mismo tiempo que tomaba parte en esta aniquilación, conservaba la capacidad de poder verificar que él, aquí, era el mismo que él allá. Se despertó gritando. El contorno de los objetos formaba parte de la pesadilla, no los percibía con mayor precisión. Cayó de nuevo en el mismo sopor, y todo volvió a repetirse en distintas versiones. El amanecer lo liberó, y abrió los ojos, aterrado. Regresaba de muy lejos. Lentamente, la luz fue recobrando el travesaño que unía las patas de la mesa, las banquetas, la silla. ¡Qué alivio al comprobar que este mundo real se componía de objetos de madera, hierro y ladrillos, y que todos ellos tenían relieve y un tacto rugoso! Saludó los objetos que ayer había menospreciado, sin casi fijarse en ellos. Hoy, le parecían tesoros. Buscaba las grietas, las hendiduras, los nudos. Pero de aquello le quedó como un poso delicioso, el recuerdo de unas zonas cuya existencia nunca hasta entonces había supuesto.
A partir de entonces, decidió que, si Magdalena se le acercaba en la arboleda oscura, no gritaría, porque ella sería incapaz de hacerle daño. Incluso deseaba que se le apareciera, aunque sólo de pensarlo se le ponía piel de gallina, pero no era desagradable, como aquel día en que estuvo acariciando una cinta de terciopelo. No reveló a nadie su sueño.
Lo que hicieron se realizó en secreto, y Tomás tardó mucho en enterarse, pero, cuando lo supo, aquella acción lo llenó de tristeza y horror.
Sólo los más viejos del lugar, unos cuantos campesinos propietarios, fueron admitidos. Se reunieron al atardecer y empezaron bebiendo mucho vodka. Sea como fuere, ninguno se sentía del todo tranquilo y todos trataban de darse ánimos. Habían obtenido el permiso, más concretamente, el padre Monkiewicz había dicho: «Haced lo que queráis», lo cual significaba, a todas luces, que se daba por vencido al fracasar los medios que tenía a su disposición. Poco después de la marcha de su colega —aquella noche, precisamente, no había en la parroquia más que el sacristán y la vieja ama de llaves, porque creían que, tras los exorcismos, Magdalena les dejaría en paz—, en el dormitorio se oyó un grito y Monkiewicz apareció en la puerta con su largo camisón rasgado por varios sitios, con los jirones de tela colgando. La enfermedad que contrajo, la erisipela, él mismo y todos los demás la atribuyeron al susto. El único remedio eficaz contra la erisipela, con traída después de un susto, son los conjuros. Así pues, llamaron a una curandera que se inclinó sobre él, murmurando sus encantamientos. Es sabido que las curanderas conocen fórmulas que obligan a la enfermedad a abandonar el cuerpo: las refuerzan con amenazas, fragmentos de oraciones cristianas y otras más antiguas, pero las palabras, una vez reveladas, pierden su poder, y al que las conoce le está permitido revelarlas antes de morir tan sólo a una persona. El sacerdote se sometía de mala gana a aquellos remedios. Pero, cuando se trata de recuperar la salud, no cabe la duda, y uno siempre espera que el trata miento tendrá éxito. Asimismo, la débil esperanza de que las martirizadoras apariciones desaparecerían fue lo que venció su resistencia y le indujo a aceptar la otra pro puesta.
Un rito de esa índole debe llevarse a cabo de noche. No es una regla fija, pero hay que sentir devoción; es decir, ante todo, permanecer en silencio y que no haya mirones, tan sólo personas serias y de confianza. Comprobaron el filo de las palas, encendieron las linternas y se escabulleron de uno en uno, de dos en dos, por los huertos.
Soplaba un fuerte viento que removía las hojas secas de los robles. En la aldea, ya no quedaban hogares encendidos y sólo había aquella negrura y aquel murmullo de hojas. Cuando se hubieron reunido todos en la plazoleta frente a la iglesia se dirigieron en grupo hasta el lugar y se colocaron como pudieron en círculo en la pendiente, que en aquel punto era ya muy inclinada. Dentro de los redondos cristales de las linternas, protegidas por varillas metálicas, las llamas saltaban y se encrespaban, azuzadas por los ramalazos del viento.
Primero la cruz. Estaba allí, enclavada para perdurar mientras resistiera la madera, para pudrirse y descomponerse después por su extremo enterrado y, por fin, para inclinarse lentamente con el paso de los años: la quitaron y la dejaron cuidadosamente a un lado. A continuación, de unos golpes de pala destruyeron el túmulo de la sepultura, sobre la que nadie nunca había depositado una flor: trabajaban aprisa, porque se trataba de algo horrible. A una persona se la entierra para la eternidad; ir después de unos meses a comprobar qué ha pasado con ella, es contra natura. Es como plantar una bellota o una castaña y levantar luego la tierra para ver si ya está germinando. Pero, quizás, el sentido de lo que trataban de hacer radicaba precisamente en que era preciso un acto de voluntad, una decisión, para contrarrestar, mediante una actuación inversa, otras contrarias a lo que es normal.
La tierra arenosa rechinaba. Se acercaba el momento. La pala tropieza con algo duro; miran, acercan las linternas; no, es una piedra. Siguieron hasta encontrar las tablas; les quitan la tierra, las dejan a la vista para poder abrir la tapa. El vodka había sido de gran utilidad: producía aquella temperatura interior que permitía a aquellos seres, vivos, enfrentarse a los demás, que parecían entonces menos vivos, y más aún a los árboles, a las piedras, al silbido del viento, a los espectros de la noche.
Lo que encontraron confirmó todas las suposiciones. En primer lugar, el cuerpo no se había descompuesto en absoluto. Decían que estaba como si lo hubieran enterrado el día anterior. Era una prueba suficiente: solamente los cuerpos de los santos, o de los espectros, poseen semejantes propiedades. Segundo, Magdalena no yacía de espaldas sino boca abajo, lo cual también era una señal. Pero, incluso sin estas dos pruebas, estaban decididos a llevar a cabo lo convenido. Puesto que poseían las pruebas, todo resultó más fácil, pues ya no cabía duda alguna.
Dieron la vuelta al cuerpo dejándolo boca arriba, y el que llevaba la pala más afilada se abalanzó sobre Magdalena y le cortó la cabeza en seco. Traían un tronco de álamo afilado por un extremo. Lo apoyaron en su pecho y lo clavaron, golpeando con la parte del hacha opuesta al filo, de manera que atravesó el ataúd por debajo y quedó bien hundido en la tierra. A continuación, agarrando la cabeza por los cabellos, la colocaron a sus pies, volvieron a colocar la tapa y la recubrieron de tierra, ahora ya con alivio, incluso con risas, como suele ocurrir tras unos momentos de gran tensión.
Quizás Magdalena sintiera tal terror a la descomposición física, quizás se defendiera tan desesperadamente para no entrar en el tiempo nuevo, desconocido para ella, de la eternidad, que estaba dispuesta a pagar cualquier precio, incluso a convertirse en espectro, comprando con esta dura obligación, el derecho a conservar su cuerpo intacto. Quizás. Sus labios, podían jurarlo, seguían rojos. Cortando su cabeza y destrozando sus costillas, ponían fin a su orgullo carnal, a su pagano apego a los propios labios, manos y vientre. Atravesada como una mariposa por un alfiler, tocando su propia cabeza con los pies, que llevaban los zapatos que le había comprado Peikswa, debía considerar ahora que se diluiría en la savia de la tierra, como todos.