Los invitados —salvo personas como Chaim u otros propietarios que venían para hablar de toda clase de asuntos— comparecían a lo sumo una o dos veces al año. El amo no se alegraba especialmente de verles, pero tampoco le disgustaba. Cada una de las visitas ponía, en cambio, de muy mal humor a la abuela.
De la abuela Micaela, es decir Misia, Tomás jamás recibió un solo regalo, y ella no se ocupó de él lo más mínimo, pero era todo un carácter. Daba tremendos portazos, gritaba a todo el mundo, y no le importaban en absoluto las demás personas ni lo que pudieran pensar de ella. Cuando se enfurecía, solía encerrarse en su habitación durante días enteros. Cuando Tomás estaba junto a ella, sentía la misma alegría que se siente al encontrarse en la espesura del bosque con una ardilla o una marta. Como ellas, pertenecía a la especie de criaturas silvestres. Su nariz, que recordaba el hocico de esos animalitos, era grande, recta, hundida entre las mejillas, tan prominentes que por poco no quedaba oculta entre ellas. Tenía los ojos como dos nueces, el pelo oscuro y el peinado liso: salud y limpieza. A finales de mayo, empezaban sus salidas hacia el río; en verano, se bañaba varias veces al día, en otoño rompía con el pie el primer hielo. En invierno, también dedicaba mucho tiempo a toda clase de abluciones. A pesar de todo, cuidaba de que la casa estuviera aseada, aunque, a decir verdad, sólo en aquella zona a la que ella consideraba como su madriguera. No tenía otras necesidades de ningún tipo. Tomás y sus abuelos rara vez se sentaban juntos a la mesa, porque ella no admitía la regularidad en las comidas: consideraba que eso eran pamplinas. Cuando sentía necesidad de comer, iba a la cocina, vaciaba los recipientes con leche cuajada y mordisqueaba algún pepino con sal, o cualquier otra verdura a la vinagreta: le encantaba todo lo que fuera fuerte y salado. Su aversión por el ceremonial de los platos y las fuentes —con lo agradable que es refugiarse en un rinconcito y comer cualquier cosa sin que nadie te vea— provenía de su convencimiento de que se trataba de una pérdida inútil de tiempo y, además, de su avaricia. En cuanto a los invitados, la molestaban por el hecho de que había que entretenerles cuando uno no estaba predispuesto a hacerlo y, además, porque había que darles de comer.
No usaba corpiños, enaguas de lana, ni corsés. En invierno lo que más le gustaba era acercarse al fuego, arremangarse las faldas y calentarse el trasero: esta posición indicaba que estaba dispuesta a conversar. Este gesto de provocación hacia los buenos modales le impresionaba mucho a Tomás.
Los enfados de la abuela Misia quedaban sin duda en la superficie; dentro, en su interior, se ocultaba algo así como una carcajada; dejada de lado, apartada de los de más con indiferencia, debía de pasárselo en grande. To más imaginaba que estaba hecha de un material muy duro y que, en su interior, funcionaba una suerte de maquinita que no necesitaba cuerda, un
perpetuum mobile
, para el cual el mundo exterior era totalmente innecesario. Utilizaba toda clase de subterfugios para poder acurrucarse cómodamente dentro de sí misma.
Le interesaba por encima de todo cualquier forma de magia, los espíritus y la vida de ultratumba. Su única lectura eran las vidas de los santos, pero seguramente no buscaba en ellas simplemente el contenido; de hecho, la embriagaban, y la transportaban a un mundo de ensueño las palabras mismas, el sonido de las frases piadosas. Ja más le dio a Tomás lección alguna de moral. Por la mañana (si es que se decidía a abandonar su refugio, que olía a cera y jabón), se sentaba con Antonina e interpretaban sueños. Si se enteraba de que alguien había visto al demonio, o de que en la vecindad quedaba alguna casa deshabitada porque se oían ruidos de cadenas o el rodar de barriles, sentía una alegría indescriptible. Cualquier signo del otro mundo la llenaba de buen humor, pues era la prueba de que el hombre no está solo en la tierra, sino acompañado. En cualquier acontecimiento, por nimio que fuera, advertía augurios y señales de las Fuerzas. Hay que saber entender y comportarse; entonces las Fuerzas que nos rodean nos servirán y nos ayudarán. La abuela Misia sen tía tal curiosidad por estos seres que nos rodean en el aire, y a los que codeamos continuamente sin darnos cuenta, que trataba de muy distinta manera a las mujeres del pueblo que conocían secretos y magias, e incluso les regalaba trozos de tela o una rodaja de embutido para tirarles de la lengua.
Se ocupaba muy poco de la hacienda, lo suficiente como para poder controlar al abuelo y vigilar que no se llevara algo para sus protegidos, pues él solía hacerlo, a escondidas, para evitar discusiones. Nunca hacía nada por nadie —las necesidades de los demás no le pasaban si quiera por la imaginación—; libre de remordimientos y consideraciones sobre cualquier tipo de obligación para con el prójimo, simplemente vivía. Si Tomás conseguía alguna vez hacerle una visita en la cama, en la alcoba cerrada con una cortina, junto al reclinatorio de madera labrada y la almohadilla de terciopelo rojo, se sentaba a sus pies y se apoyaba en sus rodillas cubiertas con una manta (no podía sufrir los edredones acolchados); entonces, sus ojos aparecían rodeados de arruguitas, las mejillas coloradas sobresalían más que de costumbre, y todo eran muestras de cordialidad y presagios de historietas divertidas. A veces, alguna de sus travesuras provocaba su enfado, le llamaba malo y payaso, pero no le impresionaba porque sabía que la abuela le tenía afecto.
Los domingos, para ir a la iglesia, se ponía unas blusas oscuras que se abrochaban hasta el cuello con corchetes, más arriba de la chorrera. Usaba una cadenita de oro con cuentas menudas como cabezas de alfileres, y el medallón, que a veces le dejaba abrir (no contenía nada), se lo guardaba en el bolsillo junto a la cintura.
Distintas clases de Fuerzas observaban a Tomás a pleno sol, entre el verdor, y lo juzgaban según el campo de sus conocimientos. Aquéllas que poseen el don de salirse fuera del tiempo, movían melancólicamente sus transparentes cabezas, porque eran capaces de apreciar las consecuencias del éxtasis en el que vivía Tomás. Estas Fuerzas conocen, por ejemplo, las composiciones con las que los músicos han tratado de expresar la felicidad; pero, para apreciar la vanidad de sus esfuerzos, basta con acercarse a la cama de un niño que acaba de despertar, en una mañana de verano, oyendo por la ventana el silbido del mirlo, un coro de cacareos, cloqueos y graznidos desde el corral, todas las voces en medio de la luz que nunca acabará. La felicidad es también el tacto: con los pies desnudos, Tomás pasaba desde la lisa superficie de la madera del suelo hasta el frescor del mosaico de piedra en el corredor y la redondez del pavimento en el sendero, sobre el que se secaba el rocío. Hay que tener en cuenta que era un niño solitario, en medio de un reino que podía variar a su antojo. Los demonios, que se encogían rápidos cuando él se acercaba y se escondían debajo de las hojas, se comportaban como las gallinas que, cuando se asustan, estiran el cuello y muestran su ojo inexpresivo.
Sobre el césped, en primavera, aparecían unas flores llamadas «llavecitas de san Pedro». A Tomás le gustaban mucho: la hierba uniformemente verde y, de pronto, esa claridad amarilla, sobre un tallo desnudo, realmente como un manojo de pequeñas llaves, y en cada una un pequeño círculo rojo. Las hojas de la parte baja eran arrugadas, agradables al tacto, como el terciopelo. Cuando en los parterres florecían las peonías, las cortaban con Antonina para llevarlas a la iglesia. Hundía en ellas su mirada y todo él hubiera deseado introducirse en aquel palacio rosado; el sol atraviesa sus paredes y, al fondo, entre el polvillo dorado, corretean los menudos insectos: uno de ellos se le introdujo una vez en la nariz por haber aspirado el perfume con demasiada fuerza. Saltando sobre una pierna, seguía a Antonina cuando iba a buscar carne a una gruta excavada en tierra, en el jardín. Bajaban por una escalera de madera, y Tomás disfrutaba palpando con los dedos de los pies el frío de las losas de hielo extraídas del Issa y cubiertas de paja. Afuera, un calor agobiante; allí, todo tan distinto, ¿quién hubiese podido adivinarlo? Le costaba creer que la gruta no seguía más adentro y que terminaba allí, con aquella pared de obra que rezumaba humedad. Y también los caracoles. Por los senderos mojados después de la lluvia, pasaban de un césped a otro, dejando atrás una huella de plata. Si se les cogía con la mano, se escondían en su caparazón, pero volvían a salir en seguida si se les cantaba: «Caracol, col, col, saca los cuernos y ven al sol». Si todo esto les gustaba a los mayores, era de una manera, como podían fácilmente comprobarlo las Fuerzas, en cierto modo vergonzante; por ejemplo, ensimismarse contemplando la anilla blanquecina sobre el caparazón de un caracol, decididamente no era cosa de adultos.
A Tomás el río le parecía inmenso y lleno de ecos: las palas de las lavanderas golpeaban tac-tac-tac y, a lo lejos, otras les contestaban, como si hubiera un tácito acuerdo para comunicarse a distancia. Era toda una orquesta, y las mujeres nunca se equivocaban; cada nueva lavandera que entraba cogía en seguida el ritmo. Tomás se refugiaba entre los arbustos, subía al tronco de un sauce y solía pasar horas enteras escuchando y contemplando el agua. En la superficie, correteaban las arañas, alrededor de cuyas patas se forman pequeños hoyos. Estaban también las cantáridas, gotas de metal tan resbaladizas que el agua no las mojaba, que bailaban dando vueltas, siempre dando vueltas. Iluminados por un rayo de sol, bosques de plan tas en el fondo y, entre ellas, bancos de pececillos que se dispersan en todas direcciones y vuelven a reunirse: movimientos de cola, fugas, otros movimientos de cola. A veces, desde el fondo, subía hasta la luz un pez mayor que los demás, entonces el corazón de Tomás empezaba a latir de emoción. Saltaba en su rama cuando, en el centro del río, se oía un chapoteo, luego un brillo fugaz y unos círculos que iban agrandándose. Como algo extraordinario, pasaba a veces una barca: aparecía y desaparecía tan aprisa que no le daba ni tiempo de observarla. El pescador se sentaba muy al fondo, casi en el agua, movía su remo de dos palas y arrastraba tras de sí una cuerda.
Muy pronto, Tomás se fabricó unas cañas de pescar; era muy paciente, pero no tenía mucho éxito. Fueron los hijos de los Akulonis, Józiuk y Onuté, los que le enseña ron cómo se prepara el anzuelo. Al principio, iba a su casa, en un extremo del pueblo, sólo por unos minutos, luego se acostumbró y, si no volvía a la suya, ya sabían dónde encontrarle. A la hora de comer, le daban una cuchara de madera y se sentaba a la mesa con todos, comiendo de la misma fuente buñuelos de queso con nata líquida. Akulonis era muy alto, y su espalda recta maravillaba a Tomás, quien no conocía a nadie que anduviera tan erguido. Con las correas de las sandalias se ceñía la tela de los pantalones hasta las rodillas. Le entusiasmaba la pesca y, lo que era más importante, poseía una barquita. Detrás de los manzanos, junto al granero, el terreno bajaba hasta formar como una ensenada cubierta de ácoro, a través del cual la canoa había abierto una especie de paso; allí yacía, medio recostada sobre la orilla. A los niños les estaba prohibido empujarla hasta el agua, así que solamente podían hacer ver que navegaban, balanceándose sobre uno de sus extremos. La canoa consistía en un tronco vaciado y dos flotadores para el equilibrio, que no impedían que volcase fácilmente. Akulonis iba con ella a pescar el lucio, con cucharilla. El hilo que iba dejando atrás se lo pasaba por la oreja para notar en seguida el tirón del pez. Durante la noche dejaba cañas de pescar y le dio una a Tomás. Sobre el sedal, a cierta distancia de la caña, ataba unas horquillas de avellano, en las que enroscaba el sedal que se introducía en una ranura y, más abajo, en su extremo libre, colocaba un doble anzuelo. El mejor cebo es la perca pequeña, porque, cuando se le coloca el anzuelo en un costado, después de abrirle la piel con una navaja, es capaz de seguir moviéndose durante toda la noche; los otros peces pequeños no tienen tanta resistencia, mueren demasiado aprisa. Todo el mérito de lo ocurrido debería atribuírsele a Akulonis, que fue quien lanzó el anzuelo después de escoger cuidadosamente el lugar. Tomás no conseguía conciliar el sueño. Se levantó muy pronto y bajó corriendo hasta el río, sobre el que descansaban todavía las nieblas del amanecer. En el rosado remanso, entre remolinos de vapor, vio las horquillas: vacías. No podía creerlo, pero empezó a tirar con dificultad: se oía un chapoteo. Volvió a subir corriendo, a toda velocidad, lleno de felicidad, para enseñarles a todos un pez del tamaño de su brazo. Todos fueron a verlo. No era un lucio, sino alguna otra especie, y Akulonis dijo que era más bien raro que se dejara pescar. A Tomás jamás le había ocurrido nada parecido y lo estuvo contando con orgullo durante años.
Sentía una gran simpatía por la señora Akulonis, clara como Pola, y buscaba sus caricias. En su casa se hablaba en lituano, y Tomás, casi sin darse cuenta, empezó a pasar de una lengua a otra. Los niños mezclaban las dos, excepto cuando tenían que decirse algo, para lo cual usaban expresiones de hace siglos: así, cuando los niños corrían desnudos para lanzarse al agua, no podían gritar otra cosa que no fuera:
«¡Eb, Vyraü»
, que significa «¡Eh, hombres!». Vir, como supo más tarde Tomás, quiere decir lo mismo en latín, aunque el lituano es seguramente más antiguo que el latín.
Pero pasaba el verano. Llegaba el tiempo de las lluvias, de la nariz pegada a los cristales y de dar la lata a los mayores. Al atardecer, en la cocina donde las chicas se reunían junto a Antonina para hilar o pelar alubias, se contaban cada día nuevas historias; era desesperante que algo, como ocurría a menudo, interrumpiera esa diversión. Tomás escuchaba las canciones; una sobre todo le intrigaba mucho, pues Antonina la cantaba con aire de misterio y le decía que no era para él. Cuando él estaba presente, sólo cantaba el estribillo:
Frú, frú hace la faldita,
¿no siente miedo la señorita?
y de lo demás sólo le llegaban fragmentos. Era sobre un caballero que se marchó a la guerra y murió, pero una noche, transformado en fantasma, volvió a ver a su amada, la montó a su caballo y se la llevó a su castillo. Pero, en realidad, no poseía ningún castillo, sino una tumba en el cementerio.
Una de las chicas de la región de Poniewiez repetía a menudo una canción, que, según le parecía a Tomás, se refería a unos albañiles que construían una casa: