Tomás nació en Ginie, sobre el Issa, en la época en que la manzana madura se estrella contra el suelo en el silencio de la tarde, y en los vestíbulos de las casas aparecen barriles de esa cerveza oscura que se obtiene después de la siega. Ginie es, ante todo, una montaña cubierta de robles. El que hayan construido una iglesia de madera en la cumbre es como una muestra de malevolencia hacia la antigua religión, o quizá también como el deseo de pasar de la antigua a la nueva sin sobresaltos: en ese mismo lugar, hace tiempo, practicaban sus ritos los adoradores del dios del trueno. Desde el césped, frente a la iglesia, por encima del muro de piedra, se ven abajo los meandros del río, la balsa con su carrito encima, que avanza lentamente a lo largo del cable del que tira rítmicamente el barquero con las manos (no hay puente), el camino, los tejados entre los árboles. Un poco apartada, a un lado, se divisa la parroquia con su tejado gris de tablillas de madera, parecida al Arca de los dibujos antiguos. Tras subir unos escalones y darle la vuelta al pomo de la puerta, se sigue avanzando sobre un suelo de gastados ladrillos, colocados en diagonal formando espiga, iluminado el interior por la luz que se filtra por unos pequeños cristales verdes, rojos y amarillos, que suscitan la admiración de todos los niños.
Entre los robles, en una ladera, está el cementerio y, en él, en un recuadro enmarcado por cadenas que unen unas pilastras de piedra, reposan los antepasados de Tomás por parte de madre. A un lado, pegada al cementerio, se yergue una construcción cilíndrica, sobre la que, en verano, corretean las lagartijas entre el serpol. La llaman la Muralla Sueca. Fue levantada por los suecos que llega ron allí de allende los mares, o por los que lucharon contra ellos: entre las ruinas se encuentran restos de corazas.
Más allá de la muralla, empiezan los árboles del parque; al final, lindando con él, hay un camino muy empinado que, en la época del deshielo, se convierte en el lecho de un torrente. Junto al camino, de entre una misteriosa mata de endrino, emergen los brazos de una cruz. Se llega hasta ella por unos peldaños ocultos en la hierba y uno se encuentra entonces con la abertura redonda de un manantial; una rana te mira fijamente desde el borde y si te pones de rodillas y apartas las lentejas de agua, puedes contemplar largo rato las evoluciones de una burbuja. Al levantar la cabeza, aparece un Cristo de madera cubierto de musgo. Está sentado en una especie de capillita, con una mano sobre las rodillas y la barbilla apoyada en la otra, porque está triste.
Desde el camino se llega a la casa por una alameda bordeada de árboles. Los tilos son tan frondosos que forman como un túnel que desciende hasta el estanque. Se llama el Estanque Negro porque no le llega nunca la luz del sol. De noche, da miedo acercarse a él: más de una vez se ha visto por allí un cerdo negro, que gruñe, pisotea los senderos con sus pezuñas y desaparece si uno se persigna. Por detrás del estanque, la alameda vuelve a empinarse y, de pronto, aparece la claridad de un césped. La casa es blanca y tan baja que el tejado, cuyas tablillas están recubiertas aquí y allá de hierba y musgo, parece aplastarla. Una vid silvestre, cuyas bayas encogen la lengua por su aspereza, rodea las ventanas y las dos pequeñas columnas de la terraza. Por detrás, se ha construido una ala nueva, y allí se trasladan todos en invierno, pues la parte delantera se pudre y se hunde a causa de la humedad que rezuma del suelo. Esta parte consta de varias habitaciones, llenas de ruecas, telares y prensas para las telas.
La cuna de Tomás estaba situada en la parte antigua de la casa que daba al jardín y seguramente el primer sonido que le saludaba por la mañana era el del canto de los pájaros detrás de las persianas. Cuando aprendió a andar, dedicó mucho tiempo a recorrer todas las estancias y todos los rincones. En el comedor, no se atrevía a acercarse al gran sofá de hule, no tanto por el retrato de un hombre, de mirada severa, con su armadura y su vestido color púrpura, como por dos rostros de terracota desfigurados por una mueca terrible, colocados sobre la estantería. En la estancia a la que llamaban el «salón» jamás se atrevió a entrar e incluso, ya bien mayor, nunca se encontró a gusto en él. El «salón», detrás del vestíbulo, estaba siempre vacío; en medio del silencio se oía el chasquido del parqué y de los muebles, y se tenía la extraña sensación de que había alguien allí. Lo que más le gustaba era entrar en la despensa, pero esto ocurría pocas veces. Entonces la mano de la abuela daba vuelta a la llave de la puerta pintada de rojo, y le llegaba como una bocanada de olores de todas clases. Ante todo el olor a los jamones y embutidos ahumados, colgados de las vigas del techo que, acto seguido, se mezclaba a otro perfume penetrante que provenía de los cajoncitos alineados unos sobre otros a lo largo de las paredes. La abuela sacaba los cajoncitos y le dejaba aspirar el perfume, describiendo cada uno de ellos: «Esto es canela, esto café, estos son clavos». Más arriba, allí donde sólo los mayores podían alcanzar, brillaban pequeños potes de color oro oscuro, que despertaban la codicia, el mortero, e incluso la maquinilla para moler las almendras, así como la trampa para cazar ratones: consistía en una caja de hojalata sobre la que podían subirse los ratones utilizando un puentecillo con peldaños; cuando iban a morder el tocino, se abría la trampilla y caían al agua. La pequeña ventana de la despensa tenía una reja y, además del olor, reinaba en ella una sombría frescura. A Tomás le gustaba también la estancia que daba al pasillo, junto a la cocina, el llamado «vestuario», donde secaban los quesos y batían la mantequilla. A veces tomaba parte en esta tarea, pues era divertido mover el palo de arriba abajo y de abajo arriba escuchando el gorgoteo del líquido dentro del recipiente: la verdad es que se desanimaba pronto, pues hay que trabajar mucho rato antes de que, al levantar la tapa, se advierta que las aspas del madero están ya recubiertas de grumitos amarillentos. Lo primero que conoció Tomás fue la casa, el jardín de árboles frutales detrás y el césped de delante. En él, había tres agaves, una grande en el centro y dos, más pequeñas, a los lados, que reventaban con su potencia los tiestos de madera, sobre cuyas duelas los aros metálicos dejaban señales de orín, arriba y abajo. La punta de los abetos, que crecían en la parte baja del parque, llegaba hasta estas agaves y, desde allí, se abría el mundo entero. Se bajaba corriendo, hacia el río y el poblado, al principio sólo cuando Antonina llevaba un barreño lleno de ropa para lavar, apoyado en la cadera y, sobre él, la moza o pala para restregar la ropa.
Los antepasados de Tomás habían sido señores. De cómo llegaron a serlo no se sabe a ciencia cierta. Llevaban casco y espada, y los habitantes de las aldeas circundantes cultivaban sus campos. Su riqueza se estimaba más por el número de almas, es decir, súbditos, que por la extensión de las tierras que poseían. En tiempos muy remotos, las aldeas les pagaban el tributo en especie, pero, más tarde, se dieron cuenta de que el trigo, cargado en grandes barcazas y transportado por el Niemen hasta el mar, producía grandes beneficios y que valía la pena roturar parcelas de bosque. Entonces, la gente obligada a trabajar se sublevaba y mataba a los señores, capitaneada por los más viejos, que odiaban tanto a los señores como al cristianismo, que sobrevino al mismo tiempo que la pérdida de la libertad.
Tomás nació cuando declinaba el esplendor de la casa. No quedaban demasiadas tierras, a las que labraban, sembraban y segaban unas pocas familias a sueldo; recibían su paga principalmente en forma de patatas y trigo, y esta gratificación anual se apuntaba en los libros como sueldo en especies. Además de ellos, algunos de los trabajadores también comían en las cocinas de la casa.
El abuelo de Tomás, Casimiro Surkont, no se parecía en nada a aquellos hombres cuya principal ocupación consistía en hablar de caballos y en discutir sobre la calidad de las armas. No muy alto, más bien entrado en carnes, se pasaba generalmente el día sentado en su sillón; cuando, semidormido, apoyaba la barbilla en el pecho, le resbalaban de la calva rosada unos mechones de pelo blanco y las gafas le quedaban colgando de un cordoncillo de seda. Tenía el cutis de un niño (sólo la nariz, con el frío, adquiría el color de una ciruela) y los ojos azules con venillas rojas. Se enfriaba con facilidad y prefería su habitación a los espacios abiertos. No bebía ni fumaba y, aunque le correspondía llevar botas de caña e incluso espuelas, para demostrar que en todo momento estaba dispuesto a montar, llevaba siempre pantalones largos con rodilleras y zapatos de cordones. En toda la hacienda no había un solo perro de caza, aunque, en el patio junto a los establos, corrían hordas de todo tipo de chuchos que se rascaban y buscaban las pulgas, libres de toda obligación. Tampoco había ninguna escopeta. Al abuelo Surkont le gustaba ante todo la tranquilidad y los libros sobre el cultivo de plantas. Es posible que tratara a las personas un poco como si fueran plantas, y sus pasiones no le hacían perder fácilmente los estribos. Procuraba ser comprensivo, y el hecho de ser «demasiado bueno», unido a su aversión por los naipes y el ruido, alejaba a los vecinos de su misma condición. Pronunciaban su apellido y se encogían de hombros, incapaces de reprocharle nada en concreto. A quienquiera que fuera a verle, el señor Surkont le recibía con unos cumplidos totalmente inadecuados a su rango y posición. Es del dominio público que no se trata del mismo modo a un señor, que a un judío o a un campesino, pero él se saltaba estas normas incluso con el terrible Chaim. Cada tantas semanas aparecía Chaim montado en su caballo, con el látigo en la mano, vestido con un caftán negro y pantalones bombachos que le caían sobre las botas, y se metía en casa. Tenía la barba tiesa como un leño ennegrecido por el fuego. Empezaba a hablar de los precios del trigo y de los terneros, pero esto no era más que el preludio, antes de estallar. Entonces, gritando y gesticulando, corría y perseguía a la gente de la casa por todas las habitaciones, se mesaba el pelo y juraba que se arruinaría si pagaba lo que le pedían. Si no representaba esta escena de desesperación, era como si se marchara con la impresión de no haber hecho lo que creía la obligación de un buen comerciante. A Tomás le extrañaba que los gritos cesaran en seco, que una especie de sonrisa apareciera en los labios de Chaim y se quedara hablando cordialmente con el abuelo.
Su amabilidad para con las personas no significaba que Surkont estuviera dispuesto a ceder en nada. Los antiguos resentimientos entre el pueblo de Ginie y la casa del señor ya habían desaparecido, y la distribución de las tierras se había hecho de tal forma que no había motivo para nuevas querellas. En cambio, no ocurría lo mismo con el pueblo de Pogiry, al otro lado, junto al bosque. Había continuas disputas por el derecho a los pastos, y la cosa no era fácil. Se reunían, discutían el problema, se indignaban, elegían a una delegación compuesta por los más ancianos. Pero, cuando los delegados se sentaban con Surkont alrededor de una mesa, con botellas de vodka y bandejas de fiambres, toda la preparación quedaba en nada. Se acariciaba una mano con la palma de la otra y, sin prisas, amablemente, daba toda clase de explicaciones. Comunicaba la completa seguridad de que lo que él deseaba era ante todo resolver el problema con absoluta justicia. Asentían, se ablandaban, llegaban a otro acuerdo y, solamente en el camino de vuelta, se les ocurría todo lo que no habían sabido decir, se enfurecían por haberse dejado embaucar una vez más y sentían vergüenza ante el pueblo.
De joven, Surkont había estudiado en la ciudad, leía libros de Auguste Comte y John Stuart Mill, sobre los que bien poco se había oído hablar en el valle del Issa. De aquellos tiempos, Tomás recordaba sobre todo el hecho de que los hombres iban a los bailes vestidos de frac. El abuelo y un amigo compartían un solo frac: mientras uno iba al baile, el otro esperaba en casa y lo intercambiaban horas después.
De sus dos hijas, Helena se había casado con un arrendatario de la región y Tecla con un hombre de la ciudad; esta última era la madre de Tomás. De vez en cuando, pasaba en Ginie unos meses, pero generalmente acompañaba al marido, que viajaba por el mundo bus cando una manera de ganarse la vida y luego a causa de la guerra. Para Tomás, su madre era la máxima expresión de la belleza, hasta tal punto que no sabía mucho qué hacer con tanta admiración, así que se limitaba a contemplarla, tragando saliva de puro amor. Al padre casi no lo conocía. Las mujeres de su pequeño mundo fueron ante todo Pola, cuando era aún muy pequeño, y luego Antonina. Pola era, para él, blancura de piel, cabellos de lino y suavidad; más tarde, desplazó su afecto al país cuyo nombre tenía un sonido parecido: Polonia. Antonina caminaba abombando la barriga bajo sus delantales listados. Del cinto le colgaba un manojo de llaves. Su risa recordaba un relincho, y su corazón estaba repleto de cordialidad para con todo el mundo. Hablaba en una mezcla de las dos len guas; es decir, del lituano, que era su lengua materna, y del polaco, que era la lengua impuesta. Sus expresiones polacas eran incorrectas y tenían un marcadísimo acento lituano.
Tomás sentía un gran afecto por el abuelo. Emanaba de él un olor agradable, y el pelo blanco del bigote le hacía cosquillas en la mejilla. Encima de la cama, en la pequeña habitación que ocupaba, colgaba un grabado que representaba a unos hombres a los que estaban atando a unos postes y a otros, medio desnudos, que se acercaban con unas antorchas encendidas. Uno de los primeros ejercicios de lectura de Tomás consistió en silabear la inscripción: «Las antorchas de Nerón». Este era el nombre del rey cruel, pero Tomás puso el mismo nombre a un cachorro, porque, al mirarle dentro de la boca, los mayores decían que tenía el paladar negro, lo cual quería decir que sería malo.
Nerón
creció y no mostró malos instintos; era, por el contrario, muy listo: se comía las ciruelas caídas del árbol y, si no las había, sabía apoyarse con las dos patas en el tronco y sacudirlo. Sobre la mesa del abuelo había muchos libros y, en las ilustraciones, se podía ver raíces, hojas y flores. A veces, el abuelo iba con Tomás al «salón» y abría el piano cuya tapa tenía el color de las castañas. Los dedos hinchados, afilados hacia los extremos, recorrían el teclado; este movimiento le sor prendía, como también le sorprendía la caída de las gotas sonoras.
El abuelo pasaba largas horas reunido con el administrador. Este se llamaba Szatybelko; llevaba una barbilla partida por la mitad y, al hablar, se la acariciaba y alisaba con la mano hacia uno y otro lado. Era menudo, andaba con las rodillas ligeramente dobladas y calzaba unas botas demasiado anchas, que se le salían al caminar. Fumaba en pipa, desproporcionadamente grande para él. Tenía la caña curvada hacia abajo y la cazoleta se cerraba con una tapita de metal con agujeros. Su habitación, al final del edificio que albergaba los establos, las cocheras y la sala para la servidumbre, estaba llena de plantas de geranio, puestas en tiestos e incluso en latas. Las paredes estaban cubiertas de imágenes de santos que Paulina, su mujer, adornaba con flores de papel. A Szatybelko le seguía a todas partes su perrito, llamado
Mopsik
. Mientras su amo estaba en el despacho con el abuelo,
Mopsik
le esperaba fuera, muy inquieto, porque entre tantos perros grandes y gente extraña necesitaba sentirse constantemente protegido.