Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—Traje algunos pequeños lujos en mi helicóptero —confesó sonriendo—. Como comprenderás, la K.G.B. tiene su dignidad.
Jean-Pierre no alcanzó a descifrar la expresión de su rostro y no supo si hablaba en broma o no. Cambió de tema.
—¿Cuáles son las últimas novedades?
—Hoy nuestros fugitivos decididamente pasaron por los pueblos de Bosaydur y de Linar. En algún momento de esta tarde, la patrulla perdió a su guía. Probablemente el individuo decidió volver a su casa. —Anatoly frunció el entrecejo, como si le molestara ese pequeño cable suelto; después reanudó su historia—. Por suerte encontraron otro guía casi inmediatamente.
—Sin duda empleando tu habitual y altamente persuasiva técnica de reclutamiento —dijo Jean-Pierre.
—No, extrañamente no fue necesario. Me dicen que éste es un verdadero voluntario. Está aquí, en alguna parte del pueblo.
—Por supuesto que es más posible que se presenten como voluntarios aquí en Nuristán —reflexionó Jean-Pierre—. Ellos prácticamente no se encuentran involucrados en la guerra y además tienen fama de carecer totalmente de escrúpulos.
—Este nuevo guía asegura haber visto a los fugitivos hoy, antes de unirse a nosotros. Pasaron a su lado en el punto donde el Linar desemboca en el Nuristán. Los vio doblar hacia el sur, rumbo a este lugar.
—¡Magnífico!
—Esta noche, después de que la patrulla llegó aquí, a Mundol, nuestro hombre interrogó a algunos pobladores y se enteró de que esta tarde habían pasado dos extranjeros con un bebé, rumbo al sur.
—Entonces no cabe ninguna duda —agregó Jean-Pierre, con satisfacción.
—Absolutamente ninguna —enfatizó Anatoly—. Mañana los apresaremos. Te lo aseguro.
Jean-Pierre se despertó acostado sobre un colchón inflable —otro de los lujos de la K.G.B.— colocado sobre el suelo de tierra de la casa. Durante la noche el fuego se había apagado y el aire había sido frío. La cama de Anatoly, instalada en el otro extremo del cuartito, estaba desierta. Jean-Pierre ignoraba dónde habrían pasado la noche los dueños de la casa. Después que les proporcionaron comida y la sirvieron, Anatoly les ordenó que se fueran. Trataba a todo Afganistán como si fuese su reino personal. Y tal vez lo fuera.
Jean-Pierre se sentó y se restregó los ojos. Entonces vio a Anatoly de pie en el umbral de la puerta y mirándolo especulativamente.
—¡Buen día! —saludó Jean-Pierre.
—¿Alguna vez has estado aquí antes? —preguntó Anatoly, sin mas preámbulo.
El cerebro de Jean-Pierre todavía seguía nublado por el sueño. —¿Dónde?
—En Nuristán —replicó Anatoly con impaciencia. —No.
—¡Qué extraño!
A Jean-Pierre ese estilo enigmático de conversación le resultó irritante a una hora tan temprana.
—¿Por qué? —preguntó con tono irascible—. ¿Por qué te resulta extraño?
—Hace unos instantes estuve conversando con el nuevo guía. —¿Cómo se llama?
—Mohammed, Muhammad, Mahomet, Mahmoud, uno de esos nombres que tienen cientos de individuos como él.
—¿Y en qué idioma hablaste con un nuristaní?
—En francés, en ruso, en dari y en inglés, la mescolanza habitual. Me preguntó quién había llegado anoche en el segundo helicóptero. Yo contesté: Un francés que puede identificar a los fugitivos, o algo así. Me preguntó tu nombre y se lo dije: quería seguirle el juego hasta averiguar por qué le interesaba tanto. Pero no me hizo más preguntas. Fue casi como si te conociera.
—¡Imposible!
—Supongo que sí.
—¿Y por qué no se lo preguntas?
No es propio de Anatoly mostrarse tan inseguro, pensó Jean-Pierre.
—No tiene sentido interrogar a un individuo hasta haber establecido si tiene algún motivo para mentirte.
Dicho lo cual, Anatoly salió.
Jean-Pierre se levantó. Había dormido en camisa y ropa interior. Para salir se puso los pantalones y las botas y después se colocó el abrigo sobre los hombros.
Se encontró en una tosca galería de madera desde donde se contemplaba todo el valle. Abajo, el río serpenteaba entre los prados, ancho y perezoso. Hacia el sur desembocaba en un lago largo y angosto, bordeado por montañas. El sol todavía no había salido. La niebla que se cernía sobre el agua oscurecía el extremo más lejano del lago. Era un paisaje agradable. Jean-Pierre recordó que ésa era la zona más fértil y populosa de Nuristán; el resto era desértico.
Después notó con aprobación que los rusos habían cavado una letrina de campaña. La costumbre de los afganos de utilizar para eso los arroyos de los que sacaban el agua para beber era el motivo por el cual todos sufrían de parásitos intestinales. Los rusos realmente pondrán orden en este país en cuanto lo controlen, pensó.
Se dirigió a la pradera, utilizó la letrina, se lavó en el río y obtuvo una taza de café de un grupo de soldados que estaban alrededor de una fogata.
La patrulla estaba lista para partir. La noche anterior, Anatoly decidió que dirigiría la búsqueda desde allí, permaneciendo en constante contacto con sus hombres. Los helicópteros estarían listos para llevarlos a él y a Jean-Pierre a unirse a la patrulla en cuanto avistaran a los fugitivos.
Mientras Jean-Pierre bebía su café, Anatoly se le acercó desde el pueblo.
—¿Has visto a ese maldito guía? —preguntó bruscamente.
—No.
—Por lo visto ha desaparecido.
Jean-Pierre alzó las cejas.
—Lo mismo que el anterior.
—Esta gente es imposible. Tendré que interrogar a los pobladores. Ven a traducirme lo que digan.
—Pero yo no hablo el idioma de Nuristán.
—Tal vez ellos comprendan tu dari.
Jean-Pierre regresó al pueblo con Anatoly. Mientras subían por el angosto sendero de tierra que corría entre las casas destrozadas.
Alguien llamó a Anatoly en ruso. Se detuvieron y miraron hacia allí.
10 o 12 hombres, algunos vestidos de blanco a la usanza de Nuristán y otros rusos de uniforme, se arracimaban sobre una galería Mirando algo que había en el suelo. Se separaron para dar paso a Anatoly y Jean-Pierre.
En el suelo vieron un cadáver.
Los pobladores lanzaban exclamaciones en tono ultrajado y señalaban el cuerpo. El cuello del hombre había sido seccionado: la herida abierta parecía una boca espantosa y la cabeza le colgaba. La sangre estaba seca: probablemente había sido asesinado el día anterior.
—¿Este es Mohammed, El guía? Preguntó Jean-Pierre.
—No —contestó Anatoly—. Interrogó a uno de los soldados y después, agregó: es el guía anterior, el que desapareció.
Jean-Pierre les habló lentamente a los pobladores en Darí.
—¿Qué es lo que sucede?
Después de una pausa un anciano cubierto de arrugas, con una grave oclusión en el ojo derecho, le respondió en el mismo idioma.
—¡Ha sido asesinado! —exclamó en tono acusador.
Jean-Pierre siguió interrogándolo y, poco a poco, fue surgiendo la historia de lo ocurrido. El muerto era un poblador del valle de Linar, que había sido reclutado como guía por los rusos. Su cuerpo, apresuradamente oculto entre un grupo de arbustos, había sido encontrado esa mañana por un perro pastor. La familia del muerto estaba convencida de que había sido asesinado por los rusos y llevaron allí sus restos esa mañana en un dramático intento de averiguar los motivos.
Jean-Pierre se lo explicó todo a Anatoly.
—Se sienten ultrajados porque creen que tus hombres lo mataron.
—¡Ultrajados! —preguntó Anatoly— ¿No están enterados de que estamos en guerra? La gente muere todos los días, es la cruda realidad.
—Es evidente que aquí no han visto demasiada acción guerrera.
¿Realmente lo matasteis vosotros?
—Lo averiguaré. —Anatoly habló con los soldados. Varios de ellos contestaron al mismo tiempo, en un tono animado— nosotros no lo matamos —tradujo Anatoly—.
—Entonces, me pregunto: ¿quién habrá sido? ¿Te parece posible que los pobladores asesinen a nuestros guías por colaborar con el enemigo?
—No —contestó Anatoly—. Si odiaran a los que colaboran no estarían haciendo tanto escándalo porque uno de ellos ha sido asesinado. Asegúrales que somos inocentes, Tranquilízalos.
Jean-Pierre habló con el anciano tuerto.
—Los extranjeros no mataron a este hombre. Y quieren saber quién asesinó a su guía.
El tuerto tradujo sus palabras y los pobladores reaccionaron con consternación.
Anatoly estaba pensativo.
—Quizás el desaparecido Mohammed haya dado muerte a este hombre para que lo empleáramos a él como guía.
—¿Les pagáis mucho? —preguntó Jean-Pierre.
—Lo dudo. –Anatoly se lo preguntó a un sargento y tradujo la respuesta—. Quinientos afganis por día.
—Es un buen sueldo para un afgano, pero dudo que lo sea tanto como para asesinar a alguien, Aunque aseguran que un nuristaní es capaz de matarte por tus sandalias, siempre que sean nuevas.
—Pregúntales si saben dónde está Mohammed.
Jean-Pierre lo preguntó. Hubo algunas discusiones, la mayoría de los pobladores hacían movimientos negativos con la cabeza, pero un hombre alzó su voz por encima de los demás mientras señalaba insistiendo hacia el norte. Al rato, el tuerto se dirigió a Jean-Pierre.
—abandonó el pueblo esta mañana muy temprano. Abdul lo vio dirigirse al norte.
—¿Se fue antes o después de que trajeran este cuerpo?
—Antes.
Jean-Pierre se lo tradujo a Anatoly y agregó:
—Me pregunto por qué se habrá ido, entonces.
—Actuó como si fuese culpable de algo.
—Debe de haberse puesto en marcha inmediatamente después de hablar contigo esta mañana. Parece casi como si se hubiese ido porque llegué yo.
Anatoly asintió pensativo.
—Cualquiera que sea la explicación, creo que él sabe algo que nosotros ignoramos. Será mejor seguirlo, no importa si perdemos un poquito de tiempo, De todas maneras nos sobra.
—¿Cuánto hace que hablaste con él?
Anatoly miró su reloj.
—Hace poco más de una hora.
—Entonces no puede estar muy lejos.
—Así es. Anatoly se volvió y dio una serie de órdenes rápidas.
De repente los soldados quedaron como galvanizados, dos de ellos se apoderaron del tuerto y se lo llevaron al campo. Otro corrió hacia los helicópteros. Anatoly tomó el brazo de Jean-Pierre y ambos caminaron ágilmente detrás de los soldados.
—Llevaremos al tuerto por si necesitamos un intérprete —explicó Anatoly.
Cuando llegaron al campo de aterrizaje, los motores de los dos helicópteros ya estaban en marcha. Anatoly y Jean-Pierre subieron a uno de ellos. El tuerto ya estaba dentro, con un aspecto a la vez emocionado y aterrorizado. Contará la historia de ese día durante el resto de su vida, pensó Jean-Pierre.
Pocos instantes después se encontraban en el aire. Tanto Anatoly como Jean-Pierre permanecieron de pie junto a la puerta abierta, mirando hacia abajo. Un sendero bien definido y claramente visible iba del pueblo hasta la cima del monte y después desaparecía entre los árboles. Anatoly habló por la radio del piloto y después le tradujo sus palabras a Jean-Pierre.
—He enviado a algunos soldados a revisar esos bosques, por si hubiera decidido ocultarse allí.
Jean-Pierre pensó que sin duda el prófugo ya habría llegado más lejos, pero Anatoly se mostraba cauteloso como siempre.
Volaron paralelos al río durante Aproximadamente un kilómetro y medio y entonces llegaron a la desembocadura del Linar. ¿Habría continuado Mohammed su camino valle arriba hacia el frío corazón de Nuristán, o habría doblado hacia el este, rumbo al valle de Linar y encaminándose hacia el de los Cinco Leones?
—¿De dónde procedía Mohammed? —preguntó Jean-Pierre al tuerto.
—No lo sé —contestó el hombre—. Pero era un tadjik.
Eso significaba que era más probable que fuese del valle de Linar que del Nuristán. Jean-Pierre se lo explicó a Anatoly y el ruso indicó al piloto que doblara a la izquierda y siguiera el curso del Linar.
Esa era una prueba concluyente de los motivos que impidieron que la búsqueda de Ellis y Jane se efectuara en helicóptero, pensó Jean-Pierre. Mohammed no les llevaba más que una hora de ventaja y era probable que ya le hubieran perdido la pista. Cuando los fugitivos les llevaban un día entero de ventaja, como en el caso de Ellis y Jane, existía un número mucho mayor de rutas alternativas y de lugares donde ocultarse.
Si había un sendero a lo largo del valle de Linar, no era visible desde el aire. El piloto del helicóptero simplemente seguía el curso del río. Las laderas de la montaña estaban desnudas de vegetación, pero aún no estaban cubiertas de nieve, de manera que si el fugitivo se encontraba allí, no tendría dónde esconderse.
Lo vieron algunos minutos más tarde.
Sus blancos ropajes y su turbante se destacaban claramente contra el tono pardo grisáceo del suelo. Caminaba a lo largo de la cima del risco con el paso parejo e incansable de los viajeros afganos y con sus posesiones en una bolsa que llevaba colgada del hombro. Cuando oyó el ruido del helicóptero se detuvo y los miró. Después siguió caminando.
—¿Es ése? —preguntó Jean-Pierre.
—Creo que sí —contestó Anatoly—. Pronto lo sabremos. Tomó los auriculares del piloto y habló con el otro helicóptero. El aparato se adelantó, pasó por encima del caminante y se posó en tierra unos metros delante de él. El guía se acercó despreocupadamente al helicóptero.
—¿Por qué no aterrizamos también nosotros? —preguntó Jean-Pierre a Anatoly.
—Simplemente por precaución. Por simple precaución.
La puerta lateral del otro helicóptero se abrió y seis soldados saltaron a tierra. El hombre de blanco se les acercó mientras descolgaba la bolsa que llevaba al hombro. Era una bolsa larga, parecida a las militares, y al verla a Jean-Pierre le resultó familiar, pero antes de que pudiera saber qué le recordaba, Mohammed alzó la bolsa y apuntó a los soldados con ella y Jean-Pierre comprendió lo que iba a hacer y abrió la boca para gritar una inútil advertencia.
Era como tratar de gritar en medio de un sueño, o de correr debajo del agua: los acontecimientos se movían lentamente, pero él se movía aún con mayor lentitud. Antes de encontrar las palabras, vio que de la bolsa surgía el cañón de una ametralladora.
El sonido de los disparos fue ahogado por el ruido de los motores de los helicópteros, que producían la extraña impresión de que todo acontecía en medio de un silencio mortal. Uno de los soldados rusos se aferró el vientre y cayó hacia delante; otro, alzó los brazos y cayó hacia atrás; y el rostro de un tercero explotó, convertido en una masa de sangre y carne. Los otros tres alzaron sus armas. Uno murió antes de poder apretar el gatillo, pero los otros dos dispararon una lluvia de balas mientras Anatoly gritaba Niet! Niet! Niet! en el micrófono de la radio. El cuerpo de Mohammed se elevó y fue arrojado hacia atrás, cayendo al suelo convertido en una masa sanguinolenta.