—¿Damos un paseo antes de comer?
El pequeño parque de la calle Notre-Dame, cerca del hospital, está muy concurrido a mediodía. Muchos trabajadores vienen a comer aquí, antes de encerrarse durante cuatro largas horas en una triste oficina. Como el sol se muestra hoy particularmente entusiasta, hay una legión de visitantes que pasean o se sientan en el césped para comerse sus sándwiches. Jeanne y yo caminamos despacio por el pequeño sendero de asfalto, poco sensibles a la animación que nos rodea. Hablamos en voz baja para no llamar la atención.
—Roy guiado por un sacerdote —observa Jeanne—. Un sacerdote que plasma en la realidad las ideas de sus novelas… Que incluso le lleva a conocer el sufrimiento para dar mayor credibilidad a sus libros…
No respondo. Jeanne continúa:
—Y cuando a Roy se le ocurrió la idea del policía que mata a unos niños, él intentó resistirse, pero… fue en vano.
Un corto silencio. Unos niños nos rebasan corriendo, acompañados del sonido de sus risas. Jeanne retoma la palabra:
—Tal vez hay un sacerdote real que se comunica telepáticamente con Roy. La telepatía es un fenómeno que muchos científicos se toman en serio, sabes…
Respondo con prudencia:
—No rechazo la idea de la telepatía, pero no lo explica todo, Jeanne, ni mucho menos… ¿Por qué un sacerdote?
—Y, sobre todo, ¿cómo sabe ese sacerdote que las ideas de Roy van a ocurrir en la realidad? ¿Las prevé? ¿Las provoca?
Suspiro. Hace dos días, me habría negado a mantener una conversación como ésta.
—Vamos demasiado rápido, Jeanne. Antes de elaborar hipótesis irracionales, hay que encontrar pruebas tangibles.
—Pruebas de lo irracional… Algo contradictorio, ¿no?
Me encojo de hombros. De repente, ella señala un banco libre y propone:
—¿Nos sentamos un poco, si te parece?
Jeanne se instala y suspira, más cómoda. Permanezco de pie, delante de ella. Nos callamos unos instantes. Me inclino, recojo una rama rota del suelo y me incorporo.
—¿Qué sugieres, Paul?
Arranco de forma mecánica las hojas de la rama.
—Ayer, llamé a la hermana de Roy. Josée tenía razón: le resulta del todo indiferente la suerte de su hermano. No lo quiere, está claro. Una vieja rencilla familiar, supongo. Pero ella comentó que Roy fue adoptado cuando tenía dos o tres meses… Quizá se pueda buscar por ese lado…
Jeanne parece dubitativa.
—¿Tú crees? Lo encuentro una pista débil…
Tiro con lasitud la rama deshojada.
—¿Tienes una idea mejor?
Ella hace una ligera mueca y propone con timidez:
—Tal vez Monette podría ayudarnos.
No digo nada. Ella añade:
—En todo caso, hasta ahora, él ha sido más que útil…
¿Qué puedo replicar a esto? Jeanne tiene razón, lo quiera yo o no. En cualquier caso, si pretendo avanzar de verdad en este asunto, tendré que rebajar un poco mi orgullo. Al final, digo:
—Es cierto que aún podría sernos de utilidad…
Ella asiente con la cabeza, satisfecha. Añado rápidamente:
—Pero esperemos un poco.
—Está bien. De todas maneras, nos llamará: debe de preguntarse lo que hiciste ayer después de tu «fuga» del
Journal de Montréal
.
Al final, me siento a su lado. Ella sonríe con aire burlón.
—De paso, él te echó el guante…
—¿Y eso?
—No lo necesitabas para consultar los archivos del
Journal de Montréal
. Conozco muchos estudiantes universitarios que acuden allí para buscar información… Tu carnet de psiquiatra habría bastado para abrirte las puertas. Ellos se habrían sentido muy orgullosos de ayudarte… No es el FBI, Paul, es un periódico que lee todo el mundo, no tienen nada que ocultar…
Hago una mueca. ¡Qué idiota! Monette debió frotarse las manos cuando fui a pedirle ayuda…
—Pero es verdad que lo necesitabas para manipular los CD-ROM, porque la informática y tú…
—Vale, vale…
Se ríe discretamente, mientras sigue a un muchacho con los ojos. Vuelvo al tema de nuestra conversación:
—Entonces sugiero que nos reunamos con Claudette Roy. Podría llamarla y quedar con ella. No tengo ni idea si nos va a aportar algo, pero…
Nos quedamos callados. Una pareja sexagenaria pasa delante de nosotros, cogidos de la mano. Se les ve frágiles y arrugados, pero emana de ellos un persistente aroma de adolescencia.
Pienso en Hélène. Me pregunto qué perfume emana de nosotros cuando caminamos así, juntos…
A aceites para embalsamar, tal vez…
—Has dicho «nos»…
Me vuelvo hacia Jeanne.
—¿Qué?
—Has dicho que nos reunamos con ella. Que yo vaya contigo, ¿es eso?
Ella sonríe con malicia.
—Por supuesto —digo—. Estamos juntos en este asunto, ¿no?
Deja de sonreír, su expresión se vuelve grave y pregunta en un tono extraño:
—Ahora ya no es trabajo, ¿verdad, Paul? Lo que hacemos no tiene nada que ver con nuestra profesión de psiquiatras…
Reflexiono unos instantes antes de responder.
—Digamos que, para mí, Roy ya no es un paciente…
—¿Y en qué se ha convertido?
Levanto la cabeza y miro a lo lejos, hacia el fondo del parque, donde la gente es tan minúscula que apenas la distingo.
No respondo.
Por la noche, me llama Hélène desde casa de su hermana. Charlamos un poco. Me pregunta si comprendo lo que ha hecho. Le digo que sí.
—Regreso el lunes por la noche. Ya hablaremos. Hablaremos en serio. Si quieres.
Le digo que me parece bien. Respondo mecánicamente.
Cuando cuelgo, me instalo en el salón con un libro y un buen cigarrillo, pero enseguida desaparece la página, así como el libro y el salón entero. El humo del cigarrillo parece envolverlo todo. En el centro de las volutas, sólo veo dos puertas. Por fin comprendo lo que hacen aquí, la razón de que esta imagen me obsesione desde hace algún tiempo.
En breve, tendré que abrir una de estas puertas… y cruzarla.
Me vienen a la mente las primeras palabras que dijo Roy cuando despertó:
«Tengo frío…».
Ahora entiendo lo que quiso decir.
Hace tanto frío en el umbral…
Permaneces inmóvil delante del cura calvo. Detrás de ti, continúa el concierto de gemidos y ruidos repugnantes. Por fin, decides hablar.
—No quiero seguir.
Sólo te has dirigido a él en contadas ocasiones. Y cada vez te aterroriza.
—Quiero que pare.
El cura levanta una ceja, divertido. Dos llamas infernales forman sus ojos.
—Sin embargo, antes te gustaba… Durante todos estos años… Esto te ha llevado a la gloria…
—Pero ¡se acabó! ¡Ahora ya no me gusta! ¡Es demasiado! Cada vez es peor, no… no quiero seguir, ¿lo oye? ¡Se lo dije la última vez!
Un escalofrío recorre tu cuerpo.
—¡Además, he tomado mis medidas! ¡Mire!
Y le enseñas las manos vendadas, sin dedos
.
El cura se ríe como si eso no tuviera importancia.
—¡No quiero seguir! —gritas con voz suplicante—. ¡No quiero seguir!
Te das la vuelta para huir y no lo consigues. Ordenas a tus miembros que se muevan, pero ellos se niegan. Gimes desesperado mientras el cura, amenazador, escupe con desprecio:
—¿Crees que lo que tú quieras o no quieras tiene la menor importancia? ¡Obedecerás hasta el final! Aún debemos realizar juntos una última obra maestra… Después…
Una sonrisa monstruosa estira sus labios finos y blancos.
—Después te reunirás con los que han visto.
A
L día siguiente, sábado, me levanto tarde. Desde hace dos noches, duermo un mínimo de diez horas seguidas. No es buena señal. Sobre las once y medida, me propongo llamar a Claudette Roy para quedar con ella, pero me acuerdo de que tengo su número de teléfono en la consulta. La idea de volver al hospital no me seduce en absoluto (me parece que últimamente voy con demasiada frecuencia), pero no quiero esperar al martes para localizarla.
Cuando entro en el Núcleo, es la hora de comer y la mayoría de los pacientes están en el comedor. Por curiosidad, voy a ver si Roy se encuentra con los demás.
Habrá unos quince pacientes, sentados en pequeños grupos. Roy está instalado en una mesa, aparte. No mira a nadie, ni siquiera a la enfermera que le da de comer. Hago una seña a Jacynthe, la enfermera jefe del fin de semana, y viene hacia mí.
—¿Por qué come solo el señor Roy?
—Porque lo prefiere así, doctor.
Jacynthe añade que ningún paciente le ha dirigido la palabra. Según ella, parece que le tienen miedo. Observo de nuevo a los pacientes. Comen, hablan y, de vez en cuando, alguno se vuelve hacia el escritor, con curiosidad y recelo.
Me rasco la barbilla y me dirijo hacia la mesa que ocupa Roy. Cuando me ve, su rostro se ensombrece. Me detengo delante de su mesa.
—Buenos días, señor Roy.
—¿Exceso de celo, doctor?
—Hoy no trabajo, sólo he venido a buscar una cosa…
Se me ocurre decirle que se trata del número de teléfono de su hermana, pero descarto la idea.
—¿Cómo se siente esta mañana?
—No tengo ganas de hablar…
Engulle el trozo de carne que le tiende la enfermera.
—Ya se lo he dicho, hoy no trabajo. No le estoy «analizando», sólo me informo, nada más.
Roy no responde y mastica la comida. Ya no confía en mí, es evidente. Tendría que encontrar un modo para animarle a sincerarse, una motivación. Me viene una idea.
—Su cumpleaños se acerca, ¿no?
Frunce el ceño, me mira con ojos furtivos, pero vuelve a la comida.
—El veintidós —responde sin entusiasmo.
—Es dentro de poco. Estaría bien que pudiera celebrarlo fuera del hospital, ¿no le parece? Si le pudiéramos dar el alta para su cumpleaños…
Me inclino ligeramente.
—Es posible, ¿sabe…? Si nos ayuda un poco, no hay razón para que se quede aquí por tiempo indefinido, señor Roy…
—¡Déjeme en paz! —replica en un tono agresivo.
La enfermera, que corta la carne, me lanza una mirada reprobatoria. Me incorporo, un poco decepcionado.
—Muy bien, señor Roy. Lo veré el martes pró…
De repente, una exclamación corta mi frase. Vuelvo la cabeza.
Desde la mesa que comparte con otros pacientes, Luc Dagenais, de pie, grita hacia otra mesa con voz violenta:
—¡Deja de mirarme de ese modo!
Entonces comprendo que se dirige a Édouard Villeneuve, sentado con otro grupo.
—¿Yo? —responde Édouard sorprendido—. ¿Te refieres a mí, Luc?
—¿Por qué me miras de ese modo? —continúa gritando Dagenais, que ahora camina en dirección a Édouard.
Luc Dagenais no es paciente mío, pero lo conozco. Tiene treinta y cinco años y una buena planta; no es la primera vez que busca bronca con los otros pacientes. Todo lo contrario del pobre Édouard, que estará preguntándose lo que le ocurre. Suspiro. En treinta segundos, llegarán las enfermeras para separarlos dócilmente. Un espectáculo banal que he visto demasiado a menudo y que no voy a presenciar hoy.
Estoy a punto de marcharme cuando observo algo totalmente inesperado. Édouard, que dos segundos antes tenía un aire de total desconcierto, se levanta ahora y se dirige a toda velocidad hacia Dagenais.
—¡Muy bien, ya comprendo! —suelta con una voz desconocida para mí, una voz ronca y excitada—. ¿Es esto lo que buscas, eh? ¿Es esto?
De repente, se abalanza sobre Dagenais. Así, sin previo aviso. El coloso, a quien este giro de la situación le ha cogido desprevenido, cae de espaldas. Entonces Édouard se sienta a horcajadas sobre él y empieza a pegarle en la cara.
—¡Muy bien, muy bien! —repite con una voz siniestramente tranquila—. ¡Muy bien, ya comprendo!
Sus golpes son torpes, pero salvajes. Mientras Édouard pega a Luc, sus labios se tuercen en un rictus perverso y me cuesta reconocer en él al paciente apacible que trato desde hace seis años. Dagenais, por fin recuperado de la sorpresa, tira a su adversario sin ninguna dificultad y los dos hombres ruedan por el suelo golpeándose el uno al otro. Decido intervenir y me dirijo hacia ellos.
—¡Basta! ¡Luc, Édouard, dejadlo ya!
Me abro paso entre los pacientes que forman un círculo alrededor de los contrincantes y agarro a Édouard para levantarlo. Pero él, sin verme, me empuja con brusquedad y salta de nuevo sobre su adversario. Doy un traspiés hacia atrás, estupefacto. Y, de pronto, me doy cuenta de que soy el único que interviene.
Pero ¿qué hacen las enfermeras?
Nervioso, vuelvo la cabeza hacia la salida del comedor. Allí hay tres enfermeras, pero no se mueven. Observan la escena desde lejos, fascinadas. ¡Dios mío! Pero ¿qué les pasa?
—¡Eh, chicas!
Sorprendidas, por fin se ponen en movimiento. Entre los cuatro, conseguimos separar a los dos contrincantes (lo que es un alivio, porque me horroriza tener que recurrir a la seguridad del hospital). Dagenais se dirige hacia la salida, despeinado, pero sin más consecuencias, gritando que está harto de los que lo provocan. Dos enfermeras lo acompañan, mientras la tercera pregunta a Édouard qué ha pasado.
—¡No…, no lo sé! —balbucea el muchacho—. Ha sido… Ha sido… Ha sido él, que…
Édouard ha recuperado su aire pasmado y no queda ni rastro de agresividad en sus ojos. Se toca la nariz, que sangra un poco, como si no comprendiera lo que ha ocurrido.
—Venga —dice la enfermera—, vamos a hablar de ello. Y vosotros, seguid comiendo…
Se lleva al muchacho hacia la salida del comedor. Mientras se deja conducir, Édouard vuelve la cabeza hacia el fondo de la sala. Comprendo que mira a Roy con cierta mezcla de malestar e incredulidad.
Yo también miro al escritor. Él observa un instante la escena con una especie de terror contenido. Luego sigue comiendo.
Pienso en acercarme a él, pero renuncio. Me dirijo a los otros pacientes, todavía aglomerados.
—¡Terminad de comer, todo está en orden!
Cuando salgo del comedor, me encuentro con las dos enfermeras que han acompañado a Dagenais.
—Pero ¿cómo os habéis quedado sin hacer nada? ¿Estabais esperando que llegara la caballería?
Ellas parecen realmente desconcertadas.
—No sé muy bien… Nos ha cogido por sorpresa y…
—Tampoco ocurren tan a menudo las peleas… —se defiende tímidamente la otra.
—Pero ¡no es la primera vez! —replico.