Demasiadas discusiones…
Salgo del ascensor y me dirijo al ala de psiquiatría. Me pongo tenso cuando veo a Jeanne delante del mostrador de la recepcionista. Ella me ve, pero no me lanza un alegre «¡buenos días!». Una expresión de malestar sustituye a su habitual sonrisa.
La obsequio con una mirada tan cálida como un iceberg; luego me encamino hacia la puerta.
—Paul, tenemos que hablar.
—Tienes razón, pero no tan pronto.
Jacqueline nos mira con curiosidad.
—Escucha —responde mi compañera con una voz donde se mezclan la incomodidad y la irritación—. Creo que…
—Ya te lo he dicho: no tan pronto, Jeanne.
Abro la puerta y me vuelvo hacia ella. Debe de ser la primera vez que me ve con una expresión tan hostil; entorna los ojos, intimidada.
—Después de comer, ven a mi consulta.
Asiente en silencio.
Entramos y nos separamos sin decir ni una palabra.
Son las dos menos cuarto. En mi consulta, hojeo el cuaderno de artículos de Roy. Hasta dentro de una hora, no veo a mi primer paciente externo. Eso me deja tiempo suficiente para echarle una buena reprimenda a Jeanne.
Los artículos desfilan bajo mis dedos. Reconozco los que Monette nos enseñó la otra tarde.
Testigo de cinco dramas mortales.
Tal vez más…
Muevo la cabeza. Aquí, un artículo habla de una mujer que ahogó a sus dos bebés en la piscina… Y allá, otro trata sobre el suicidio de un hombre en una casa abandonada, en plena noche… ¿Cómo podía encontrarse Roy en esos lugares?
¡Ridículo!
Cierro el cuaderno haciendo una mueca. En este momento, llaman a la puerta.
—Entra, Jeanne.
Me saluda con un breve «¡buenas tardes!», incómodo, mientras que se acerca a mi mesa. La visión de esta mujer encinta con su aire apenado hace que casi se aplaque mi cólera. Pero enseguida me recupero. ¡Nada de sensiblería! Durante un segundo, tengo la impresión de revivir la escena de la semana pasada, con Nathalie. Conflicto con Nathalie, conflicto con mi mujer, conflicto con Jeanne… Parece que últimamente tengo serios problemas en mis relaciones con las mujeres…
—¿Puedo sentarme? —pregunta.
No respondo. Se sienta y se pasa una mano nerviosa por su pelo corto.
—Paul…
La corto con una voz baja y seca:
—¿Quieres decirme en qué estabas pensando?
Y estalla la discusión. Por un lado, le digo que ha pisoteado la ética de la profesión y que nos ha hecho pasar por dos payasos… Por otro, Jeanne me responde que exagero, que no hemos dado ninguna información a Monette y que la ética de la profesión está a salvo… Cada uno esgrimimos nuestros argumentos, nos ponemos nerviosos, suspiramos. Un circo, vamos.
—¡Confiesa que hemos perdido el tiempo, Jeanne!
—No estoy tan segura…
La miro a los ojos. Ella precisa:
—Ahora sabemos que Roy presenció cinco de esas tragedias mortales…
—¿Y bien?
Estoy exasperado. Jeanne parece desorientada por mi reacción excesiva. Se explica:
—Pues que eso arroja luz sobre su crisis, ¿no? El hecho de que haya sido testigo de cinco dramas ha reforzado seguramente la culpabilidad que ya sentía.
Me callo porque su respuesta me ha pillado de improviso.
—¡Ah!, ¿ahí… ahí querías llegar? —balbuceo como un tonto.
Mi compañera parece sorprendida.
—Por supuesto. ¿Qué te crees? ¿Que comparto las hipótesis de Monette? Vamos, Paul, ¿por quién me tomas?
Asiento despacio. Se me ha pasado todo el enfado. Me siento un poco ridículo y me recuesto en el sillón.
—Lo siento, Jeanne… Creía que la admiradora había ganado a la psiquiatra…
—Deberías confiar un poco más en mí…
Pone cara de ofendida. No digo nada, incómodo. Es extraño, en cualquier caso. Al principio, yo debía reñir a Jeanne, pero ahora ella me reprocha mi actitud…
Carraspea; luego adopta un aire más conciliador. Jeanne no es rencorosa. Aunque sólo fuera por esto, ella vale más que yo.
—Entonces, ¿qué piensas? —me pregunta.
—¿De qué?
—¿De lo que acabo de decirte sobre la crisis de Roy?
Reflexiono.
—Sí…, sí, es coherente. Roy se inspira en esas tragedias y se siente culpable. Además, a lo largo del tiempo, asiste por casualidad a cinco de los dramas. Esto lo perturba y le lleva a convencerse de que él causa el mal… Sí, puede ser…
—¡Ves! —dice Jeanne triunfal, con unos ojos que brillan de nuevo—. ¡Al final, teníamos razones para encontrarnos con Monette!
Suspiro irritado. ¿Lo hace adrede o qué?
—Jeanne, aunque sepamos un poco más sobre esos artículos, ¿qué cambia eso? ¿Qué nos aporta en concreto?
Me mira con sorpresa, como si le hubiera preguntado con toda la seriedad del mundo cuánto es uno más uno.
—¡Pero…, pero, Paul, esto sirve… para entender al paciente! ¡Para entender lo que pasa por la cabeza de Roy!
—¡Entender al paciente! —exclamo con condescendencia.
Esta vez, ya no leo sorpresa en sus ojos, sino una amarga comprensión. Incluso creo percibir un ápice de desprecio, aunque espero equivocarme.
—Haces bien en jubilarte, Paul. Creo de verdad que es el momento…
No respondo. Estas duras palabras confirman lo que ya sabía. Sin embargo, me hieren terriblemente.
Nos miramos en silencio durante largos segundos cuando suena el interfono. Se oye la voz de mi secretaria.
—Al señor Michaud le gustaría verlo, doctor.
El agente de Roy. Vacilo, pero Jeanne me reta:
—¿Por qué no? Tal vez podría arrojar luz sobre este cuaderno… Quizá sepa cosas al respecto, sobre los dramas que Roy ha visto… No sólo era su agente, sino también su amigo.
Sus ojos brillan. Ella quiere saber. Casi ha olvidado nuestra disputa.
Cree de verdad en lo que hacemos.
Me vuelve el cansancio.
Roy. Mi último caso.
Pulso la tecla y respondo con una voz desprovista de entusiasmo:
—Hágalo pasar.
Vuelvo a mirar a Jeanne. En un tono neutro, le pregunto:
—Tú me reprochas algo, ¿verdad? ¿Crees que estoy equivocado, que no tengo corazón?
No dice nada, pero sostiene mi mirada. Continúo:
—¿Piensas que nunca he sido como tú? ¿Que nunca he tenido ilusión? ¿Que jamás he tenido fe?
Esta vez, arruga el ceño y desvía ligeramente los ojos, turbada. Miro su vientre. Su gran vientre donde palpita una vida futura. Su vientre lleno de esperanza.
¿Cómo guardarle rencor?
Llaman a la puerta. Entra Michaud, con el mismo aire nervioso de nuestro primer encuentro. Le presento a Jeanne y le indico el sillón situado a la izquierda de mi compañera.
—¿Alguna novedad sobre Thomas? —me pregunta sin preámbulos.
—Ninguna, señor Michaud, lo siento mucho.
Suspira haciendo un gesto exagerado y ridículo con los brazos.
—¡Es increíble! ¡Ingresó aquí el doce de mayo y estamos a veintisiete! ¿Qué han hecho con él durante estas dos semanas? ¿Cambiarle de ropa interior?
—No es tan sencillo, señor Michaud…
—De momento, probamos el Zoloft con él —tercia Jeanne.
—¿El qué?
—Un antidepresivo.
—¿Se supone que le va a sacar de su mutismo, ese Zuluf?
—Zoloft. Eso esperamos, pero aún no ha dado los resultados previstos. El jueves pasado aumentamos la dosis.
—¿Mucho?
—Una cosa moderada.
—Quizá no es suficiente…
Me recuesto en el sillón. Empiezo a estar harto de estos individuos histéricos que no saben nada de nuestro trabajo y pretenden decirnos cómo hacerlo… Jeanne conserva su tono meloso.
—Hay que ser prudentes, señor Michaud.
Por fin, el agente parece recordar que él no es psiquiatra. Se quita las gafas y las limpia, suspirando.
—Tiene razón, discúlpeme…, no sé por qué me meto, en realidad… Estoy un poco nervioso… Dentro de un mes, es el cumpleaños de Thomas…
—El veintidós de junio, en efecto —precisa Jeanne.
Michaud la mira con sorpresa.
—Usted es una auténtica seguidora…
Ella se sonroja ligeramente. El agente continúa:
—Cumple cuarenta años… Su editor y yo hemos preparado una gran fiesta… Espero que, para entonces, él…, en fin, que se encuentre mejor, ¿me comprende?
—No podemos prometer nada, señor Michaud.
Se pone las gafas, angustiado. Jeanne y yo nos miramos; luego saco el cuaderno del cajón de la mesa.
—Eche un vistazo a este cuaderno, señor Michaud. Lo encontramos en casa de Roy.
Intrigado, el agente coge el cuaderno y lo abre. Al cabo de unos minutos, lo comprende todo perfectamente. Impresionado, comenta:
—¡Vaya! Pero ¿a cuándo se remonta el primer artículo?
Va a la primera página del cuaderno. El primer artículo data de 1973.
—¡Desde el principio! —manifiesta—. ¡Se inspira en tragedias reales desde que publica sus relatos! ¡Algunos periodistas ya habían establecido ciertas conexiones, pero… nunca de una forma tan concreta!
—¿Y jamás le habló de este cuaderno?
—Jamás… Sabía que se había inspirado en ciertos acontecimientos, pero… Una vez se lo comenté. Me había dado cuenta de que se había inspirado en un suceso para una escena de una de sus novelas, no me acuerdo de cuál… Él me dijo: «Sí, tienes razón me he inspirado en eso… Es un poco desalmado, ¿eh, Pat? ¡Inspirarse en auténticos horrores para escribir historias que producen sensaciones fuertes!». ¡Enseguida, me apresuré a tranquilizarlo! ¡Todos los escritores lo hacían! Hugo, Zola, Balzac… ¡Todos se inspiraron en la realidad para escribir sus obras maestras! ¿Por qué él no?
Comparar la literatura cruenta y popular de Roy con las novelas sociales y realistas de Balzac me parece de dudoso gusto, pero me abstengo de realizar ningún comentario. Jeanne debe de leerme el pensamiento porque gira la cabeza para disimular una sonrisa. Michaud vuelve al cuaderno y prosigue:
—¡Pero no sabía que se inspiraba tanto! ¡No de una forma tan sistemática!
Mueve la cabeza.
—Es cierto que incluso se inspiró en su propio accidente para una escena de
La última revelación
, su última novela…
—¿Qué accidente?
—Ya sabe, cuando perdió el ojo, el año pasado…
—Es cierto —continúa Jeanne—. En
La última revelación
, a uno de los personajes, un loco furioso le arrancan un ojo. El dolor se describe con tal realismo que es evidente que Roy se inspiró en su propio sufrimiento.
—Por supuesto, todos los medios de comunicación mencionaron la relación —confirma Michaud—. Algunos críticos incluso aclamaron el coraje de Tom por haber utilizado su propio dolor con un fin artístico…
Me controlo para no explotar. ¡Un fin artístico! ¡Lo que hay que oír! Por curiosidad, pregunto de todas maneras:
—¿Y cómo perdió el ojo en realidad?
Michaud mueve la cabeza afligido.
—En un accidente estúpido. Caminaba por la calle con un lápiz en la mano. Se cayó y se lo clavó en el ojo.
Enarco las cejas; de repente, me entran unas ganas locas de reír. En otro contexto, habría parecido un gag. Ya había oído en alguna parte que el horror y el humor son dos emociones muy similares. Y quizá no sea falso del todo… Por fin, consigo articular:
—Es… algo singular como accidente…
Michaud se encoge de hombros mientras sigue hojeando el cuaderno. De pronto, se detiene ante una página y su rostro se ilumina.
—Esta colisión en cadena, dentro del túnel… ¡Es verdad! ¡Tom estaba allí! ¡Incluso ayudó a los equipos de rescate! ¡Esto le inspiró un libro, ahora me acuerdo!
Jeanne aprovecha la ocasión.
—¿Y ha sido testigo de algún otro suceso de este tipo?
Michaud se dirige a mi compañera, perplejo.
—¿Qué quiere decir?
—Si habría podido presenciar otras tragedias de este cuaderno…
El agente la mira y es evidente que no comprende a dónde quiere llegar.
—Bueno…, bueno, en fin, no, creo que no… ¿Por qué se le ha ocurrido esa idea?
Jeanne me mira y nos entendemos al instante: es inútil revelar a Michaud lo que Monette nos ha contado. Me pongo en pie y, cortésmente, doy por concluida la conversación:
—Le tendremos al corriente, señor Michaud, no hay nada más que hacer.
Él se levanta, observa el cuaderno que tiene entre las manos y pregunta sin mucha esperanza:
—¿Puedo llevármelo a casa?
—Lo siento, pero no es posible. Quizá lo necesitemos, entiéndalo…
Asiente con la cabeza, un poco decepcionado. Después de despedirse, sale al fin, muy triste.
Me vuelvo hacia Jeanne.
—En realidad, no hemos descubierto nada nuevo. Roy nunca habló de este cuaderno a Michaud. Jamás le dijo que había presenciado cinco de estas tragedias. Se lo guardaba todo para él. Otro síntoma de depresión.
Ella asiente en silencio, decepcionada. Consulto el reloj.
—Bueno, discúlpame, pero mi primer paciente externo está a punto de llegar, así que…
—Entonces, ¿zanjada la discusión? —me pregunta con una sonrisa maliciosa—. ¿Me has perdonado?
La observo, con las manos cruzadas sobre la mesa. Soy incapaz de estar enfadado con ella durante mucho tiempo, absolutamente incapaz.
—No vuelvas a hacerme una cosa así, Jeanne. En serio.
—Lo juro —me lo promete.
Se levanta, duda y, luego, añade:
—Lo quieras o no, Paul, Monette nos ha dado algunas pistas. Al final, desvariaba, es cierto, pero nos ha contado un par de cosas interesantes…
Ordeno los papeles de mi mesa. Luego, con voz gruñona:
—Si te parece…
De repente, recuerdo un detalle.
—Cuando me marché del Maussade, ¿te quedaste con él?
—No, le dije que yo también había oído bastante…
—Me sorprende de ti. Porque él tenía más cosas que revelarnos… Sobre el último artículo del cuaderno, el único que no había inspirado a Roy…
Ella mueve la cabeza.
—No, no, ya había oído suficiente, de verdad…
—Eso me tranquiliza.
Se dirige hacia la puerta y, justo antes de salir, me dice con una voz infantil:
—¿Amigos?
—Por supuesto que sí —mascullo mientras vuelvo a mis papeles.
Ella me lanza un beso con la mano y sale.
Sigo ordenando mis cosas; luego veo el cuaderno de Roy. Lo cojo y lo hojeo pensativo.
Este último artículo que no ha inspirado a Roy…