El umbral (24 page)

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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

BOOK: El umbral
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—Por su parte, prométame que no revelará nada de todo esto a nadie. Aún es pronto, ¿lo comprende?

El hombre asiente y nos deja solos. Permanezco frente a la puerta unos instantes. Detrás de mí, está Jeanne. Una Jeanne a quien me da miedo enfrentarme.

Me paso despacio la mano por el pelo, respiro profundamente y me doy la vuelta. Desde mi sillón, me mira con una intensidad que asusta. Hay algo en sus ojos que me desagrada.

Pánico.

El silencio es demasiado largo.

Al final, ella mueve lentamente la cabeza, como si no hubiera hecho este movimiento desde hace lustros y tuviera el cuello oxidado. Habla. Su voz ronca busca la entonación adecuada, sin encontrarla.

—Esto no pinta nada bien, Paul, para nada.

Me esperaba algo así, pero no con tanta angustia. Jeanne parece una mujer perdida en el mar, buscando una tabla de madera para agarrarse.

—Tienes razón —concedo—. Pero decir que para nada…

Me lanza una mirada cargada de significado.

—Has oído lo que ha dicho, Paul… Empezó a escribir la nueva novela antes de los asesinatos…

—Jeanne…, eso sólo demuestra que Roy está más… más…

Me muerdo el labio inferior, algo nervioso. Doy algunos pasos en la habitación moviendo los brazos, exasperado.

—¡Mierda! ¿Por qué tener miedo a las palabras? ¡Siempre, siempre miedo a las palabras…! ¡Esto demuestra que está más loco de lo que pensaba! ¡Que delira, desvaría y dice disparates! ¡Que se inventa historias, que…!

Me callo y me froto la sien. De repente, Jeanne cambia totalmente de tema:

—¿A qué historia se refería Michaud? ¿Qué te contó el miércoles por la mañana?

Maldigo al agente para mis adentros. Luego, demasiado cansado para improvisar una mentira, se lo explico. Jeanne se queda pálida de golpe, como en los cómics.

—¡Por Dios, Paul! ¡Michaud no se lo ha inventado! ¡Roy le contó realmente la historia de la mujer que ahoga a sus bebés antes de que ocurriera!

Me planto frente a mi compañera y apoyo las dos manos en la mesa. Hay que zanjar este tema de una vez por todas. Tenemos que ponernos de acuerdo, si no, todo se vendrá abajo…

—Jeanne ¿con quién estoy hablando? ¿Con la psiquiatra o con la lectora de novelas de terror?

Ella ahoga una exclamación indignada. Luego levanta los brazos y responde impaciente:

—¡Éste es otro de tus problemas! ¡Divides a las personas en secciones! ¡Santo cielo, Paul, con las dos! ¡Estás hablando con las dos! ¡Con la psiquiatra y con la lectora! ¡Y con la mujer embarazada! ¡Y con la joven de treinta años! ¡Y con la que le dan miedo los puentes! ¡Y con la que le gusta montar en bicicleta! ¡Y con la que duda, piensa, afirma, vuelve a dudar, busca…! ¡Estás hablando con un ser humano, Paul, con un ser complejo! ¡Así es como funciona esto!

Hago un gesto de indignación, me giro y doy unos pasos hacia la pared. Oigo que se levanta.

—Escucha, Paul: cuando Monette aventura ideas descabelladas, podemos reírnos de él… Pero cuando el mismo Roy afirma que…

—¡Él delira, Jeanne! ¡Está loco, ha escrito todos esos libros, se siente culpable y se inventa disparates! ¡Cree de verdad que empezó a escribir la historia del policía que mata a los niños antes de que sucediera, pero no es cierto! ¡Se lo ha inventado!

—¡Pero no se ha inventado las siete tragedias que estamos seguros que ha presenciado! —replica Jeanne—. ¡No se ha inventado lo que Michaud te contó el miércoles! ¡Eso no se lo ha inventado, Paul!

—¡Vale! ¡Vale! ¡Perfecto! Y el sacerdote, ¿tampoco se lo ha inventado? Ese cura que se le aparece y le obliga a escribir, ¿existe realmente? ¿No es una invención o un delirio de Roy? ¿Es un cura auténtico, de carne y hueso? ¿Hay que creer esto también?

Ella no responde, desconcertada e impotente. Nunca la he visto en semejante estado.

La apunto con el dedo y, en un tono grave, le pregunto:

—Jeanne, contéstame en serio y con franqueza. Y quiero que sopeses bien la respuesta.

Dudo. Le voy a preguntar algo tan absurdo, tan ridículo… Pero Jeanne espera. Y lo sabe. Sabe qué pregunta voy a hacerle. Así que lo suelto:

—¿Empiezas a pensar que hay… algo…?

Me rechinan los dientes. ¡Jesús, no logro creer que hayamos llegado a esto!

—¿… algo sobrenatural en esta historia?

Ella suspira.

—Sobrenatural no sé, la palabra es un poco…

—¡Joder, no juegues con las palabras, sabes lo que quiero decir! ¡Sí o no, Jeanne!

Ella sostiene unos segundos mi mirada. No reflexiona. Ya se ha forjado una idea.

—Sí, Paul. Algo irracional, sí.

Y en su tono se mezclan la vergüenza y el alivio.

Esta respuesta debería enojarme; o, al menos, debería dejarme terriblemente decepcionado. Pero no es el caso. Siento pavor. No es que Jeanne me asuste, me asusta lo que ella cree.

Sin embargo, mi decisión está tomada. Hablo despacio, con sequedad:

—Jeanne, no quiero que te ocupes de Roy de ninguna forma, ni como psiquiatra ni como simple observadora. No asistirás a nuestras reuniones, ni lo visitarás, ni te tendré al corriente de mis movimientos.

Ella tampoco está enfadada. Aunque sí decepcionada. Una decepción sin límite, que veo cómo poco a poco recubre sus rasgos e invade su mirada. Me siento incómodo. Sin embargo, sé que tomo la decisión correcta.

—Muy bien, Paul. Quizá tengas razón. En ese caso, seré la primera en reconocerlo.

Su voz suena quebrada, pero orgullosa. Se pone de pie y añade:

—Pero ¿tú serás capaz de hacer lo mismo? ¿Podrás reconocer que te has equivocado?

—Tal vez estoy equivocado desde hace veinticinco años, Jeanne.

—Eso es. Desvía la cuestión. Como de costumbre.

Ella rodea mi mesa y se dirige hacia la puerta. Como un tonto, pregunto:

—¿Nos vemos en el Maussade el jueves por la tarde?

Me arrepiento de haber hecho la pregunta. Jeanne me mira con tristeza y responde:

—No, creo que no…

Hago un gesto de asentimiento. ¿Qué otra cosa podía esperar? Sale.

Estoy solo.

Triste.

Confundido.

Permanezco unos minutos inmóvil. Todo lo veo negro. No comprendo cómo el caso Roy ha podido alcanzar semejantes proporciones. ¿Cómo ha podido desquiciar todo hasta este punto?

«Porque es un caso que desquicia, Paul…», me susurra una voz.

Frunzo el ceño.

«Venga, confiésalo…».

Rápidamente, me siento detrás de la mesa. Venga, al trabajo. No hay nada más que hacer. Además, este enfado con Jeanne no durará mucho tiempo. Me encargaré de ello.

Lo primero, avisar a la señora Claudette Roy. Aunque Josée afirma que a la hermana del escritor le resulta indiferente la suerte de su hermano, debo anunciarle en cualquier caso que ha recuperado el habla. Es su única pariente viva. Quizás esto la conmueva.

Pero, en el fondo, sé por qué quiero llamarla enseguida. Sólo pretendo actuar, con rapidez.

Para no pensar demasiado.

Busco en el expediente de Roy y encuentro el teléfono de su hermana.

Treinta segundos más tarde, Claudette Roy me responde. Me presento y le explico la razón de mi llamada. Se produce un largo silencio al otro lado del hilo telefónico. Al final, dice con rudeza:

—Oiga, el otro día le dije a su compañera que había perdido el contacto con mi hermano desde hacía mucho tiempo.

Josée tenía razón: simpática de verdad.

—No obstante, he pensado que tal vez le gustaría saber que… que está haciendo progresos.

Un nuevo silencio. Luego, con una curiosidad que adivino un poco forzada, pregunta:

—Al final, ¿qué tenía?

—Es complicado. Demasiado pronto para hablar de ello y…

—Pero ¡si en el fondo no me importa! ¿Por qué iba a fingir que me interesa? —protesta, irritada—. Oiga, ¿dice que se encuentra mejor? Perfecto. Gracias por llamar, doctor, y adiós.

—No parece querer mucho a su hermano, señora Roy…

—¿Mi hermano?

Se oye una carcajada de desprecio.

—No es mi verdadero hermano, así que olvídese de los lazos fraternales…

—¿Cómo?

—Mis padres lo adoptaron cuando él tenía dos o tres meses… Por mi parte, yo tenía ya seis años y… —vacila— la idea de un hermano pequeño no me seducía realmente…

—Es curioso… La mayoría de las niñas de seis años sueñan con un hermano pequeño…

Silencio embarazoso al otro lado de la línea; luego la voz se vuelve aún más fría:

—Bueno. ¿Tiene que decirme algo más?

—En realidad, no. ¿Quiere que la tengamos al corriente de los progresos?

—No es necesario. Incluso… incluso, preferiría que no me volviera a llamar para hablarme de Thomas.

Frunzo el ceño.

—¿Aunque salga del hospital? ¿O tenga una recaída?

—Ocurra lo que ocurra, no me interesa. ¿Lo comprende, doctor?

Es difícil ser más claro.

—Creo que sí.

—Perfecto. Adiós.

Ella cuelga. Más allá de la frialdad de su tono, he creído descubrir, hacia el final de la conversación, una especie de temor.

Roy, un niño adoptado… Por este lado, quizá se pueda buscar… Para un niño adoptado, conocer la verdad puede resultar traumático. Quizá sufrió un trauma que, de forma retardada, le ha…

Suspiro.

Ridículo.

Pienso en las revelaciones de Roy, esta mañana.

Ridículas.

En las dudas de Jeanne.

Ridículas.

En Monette, en Michaud.

Ridículos, ridículos.

¿Y yo? ¿Qué pienso de todo esto en realidad?

Miro un rato el interruptor de la pared de enfrente.

«Acciónate. ¡Vamos, acciónate! ¡Por una vez en veinticinco años!».

Nada, no hay corriente.

Una especie de pánico se apodera de mí sin previo aviso. Un sentimiento que me asfixia de pronto, sin razón aparente.

Llamo a mi secretaria para anular todas las citas de esta tarde. Diez minutos después, salgo del hospital. Respiro profundamente y me siento mejor.

Deambulo durante horas. Voy al Mont-Royal y camino mucho tiempo por la orilla del lago de los Castores. Luego conduzco por la autopista 15 Norte hasta Mirabel. Allí, observo los aviones que despegan. Después vuelvo a Montreal.

Durante todo este tiempo, no he podido evitar pensar en Roy.

Y en las dudas de Jeanne.

Yo no. Yo no, yo no, yo no.

Llego a casa sobre las tres de la tarde. En el buzón, descubro un gran sobre de color pardo, con mi nombre escrito. Sin sello…

Me recuerda algo… A alguien…

¡Dios mío! No puede ser…

A toda prisa, me dirijo al salón y rasgo el papel con rabia. Una cinta de casete y una carta caen sobre el sofá. Leo la carta. Sospechaba de qué se trataba, pero desde las primeras palabras mi duda se convierte en certeza.

Estimado doctor Lacasse:

Soy consciente de que no quiere volver a verme y de que la doctora Marcoux sirve de enlace entre nosotros (pues, a pesar de sus reservas, sé que le interesan mis «descubrimientos», no lo niegue…). Por su intermediación, usted está al corriente de que Roy mintió sobre la pérdida de su ojo. Asimismo, usted tiene conocimiento de que él se encuentra implicado en la muerte de los punks apuñalados el año pasado. Ahora tengo la prueba de todo esto…

Desde hace tiempo, me doy una vuelta de noche por los barrios bajos de Montreal y pregunto a todos los jóvenes punks que me encuentro sobre ese doble asesinato. Ellos no son muy charlatanes y a menudo tengo que sacar la cartera. Incluso han estado a punto de partirme la cara varias veces. Los resultados han sido decepcionantes… hasta ayer noche. En efecto, un punk de unos veinte años que vive en la calle me proporcionó por fin una información muy interesante. Al principio, el joven no quería decir nada, pero el dinero acabó por convencerlo. Por supuesto, he jurado mantener su anonimato, pero, sin que lo supiera, grabé nuestra conversación con un pequeño magnetófono oculto en la chaqueta. Desde hacía dos semanas, llevaba ese magnetófono y, por fin, me resultó de utilidad. La grabación tuvo lugar anoche, en un Dunkin’ Donuts.

Esta tarde, he llamado a la doctora Marcoux para ponerla al corriente, pero, en cuanto me ha reconocido, se ha enfadado y me ha dicho que no tenía ganas de oírme. A continuación, ha colgado. ¿Acaso han tenido una pequeña discusión, doctor?

Entonces he decidido acudir directamente a usted. (Sí, desobedezco sus órdenes, lo sé…). Pero creo que esta casete es pura dinamita. Dejo que usted lo juzgue por sí mismo.

C. M.

Juego un buen rato con la cinta entre los dedos.

Soy consciente de que no debo hacerlo. Si la oigo, demostrará que concedo algún interés a todos estos disparates.

Suspiro.

¿Por qué finjo vacilar? Sé muy bien que voy a oírla, y Monette también lo sabe. La voy a escuchar porque…

Porque la tengo ahí, entre las manos. Así de sencillo.

Pongo la casete en el aparato y le doy al
play
. Me siento en el sofá y enciendo un cigarrillo.

El magnetófono comienza en mitad de una frase:

—… a nadie, ¿eh?

El sonido es sordo, sin duda, amortiguado por la chaqueta donde está camuflado el aparato, pero consigo entender la conversación sin dificultad:


Porque podría tener problemas con esto
, man
. Hasta ahora no he hablado con nadie. ¡Si se lo cuentas a la policía, coño, diré que te lo has inventado todo y mis colegas y yo te partiremos las piernas
!

Es una voz joven. Pronunciación débil y tono agresivo, afectado y un poco nasal; un tono que pretende resultar amenazante, pero donde se percibe un miedo sordo. Es una voz que preferiría no decir nada, pero que acaba atraída por el afán de lucro. A continuación, habla Monette:

—Tranquilo, tío. Escribo un libro sobre los jóvenes de la calle, sobre la violencia que viven. Busco información relacionada con el asesinato de los dos punks que mataron el año pasado, nada más. No se publicará tu nombre. De todas maneras, ni siquiera me lo has dicho…

Monette parece tranquilo, en absoluto impresionado por el tono amenazador del punk. Lo imagino recorriendo las calles de la ciudad, por la noche, mezclándose con esos jóvenes a veces peligrosos, preguntándoles… De pronto, me parece valiente. No por ello simpático, pero sí valiente. Nunca hubiera creído que el caso Roy le interesara hasta ese punto.

En la cinta, el joven habla de nuevo:

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