El umbral (23 page)

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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

BOOK: El umbral
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Lanzo una mirada elocuente a Jeanne. Yo tenía razón: el caso Roy va a resultar una vieja y común psicosis. «
The devil made me do it
!».

—¿Quién es ese «él», señor Roy? —pregunta Jeanne, poco convencida.

El escritor mantiene la cabeza baja. Si nos fiamos de sus gestos, es evidente que lamenta haber hecho esta confesión.

—¿El sacerdote que ha dibujado? —continúa ella.

Asiento en silencio. Tiene sentido. Además, explicaría por qué Roy se arrepiente de haberlo pintado, por qué tenía tanto interés en romperlo.

Como para dar la razón a Jeanne, el escritor levanta bruscamente la cabeza, pero esta vez no es sorpresa lo que se lee en su rostro. Es un miedo terrible. Aunque este terror dura poco, la cólera lo sustituye con rapidez.

—¡Joder, le dije que lo rompiera! —gruñe en voz baja.

—Es él, ¿verdad? ¿Es el sacerdote que le obliga a escribir?

Sé que se trata de un asunto delicado, pero Roy lo comprende perfectamente: su sistema de defensa se desmorona y una inmensa tristeza invade su rostro. Su respiración se acelera un poco y, sin mirarnos, pregunta:

—¿Cuántos han muerto?

Frunzo el ceño.

—¿De qué está hablando?

—¡Ya lo sabe, joder, deje de reírse en mi cara!

Ha soltado estas palabras con vehemencia, con los dientes apretados, haciendo un esfuerzo supremo para no gritar. Pero se calma enseguida y cierra los ojos un instante.

—¿Cuántos? —repite.

Su tono no admite réplicas ni mentiras. Jeanne me lanza una mirada de ánimo. Con voz neutra, respondo al fin:

—Once.

Profiere un breve pero potente suspiro. Luego otro. Y un tercero. Parece que está a punto de sufrir una crisis de asma. Aunque es el dolor, que intenta salir, un dolor espantoso, enorme… La expresión de su cara se vuelve despavorida. Sigue exhalando esos atroces jadeos de angustia. Sin embargo, consigue articular:

—¡Oh, no! ¡Oh, no, no, no…!

Se cubre la cabeza con las manos; si hubiera tenido dedos, creo que se habría arrancado el cabello. Poco a poco, sus jadeos se convierten en sollozos.

—Esta masacre parece afectarle, señor Roy…

Tiene los ojos llenos de lágrimas, aunque no corren por sus mejillas. Mira al techo, como si, debajo de la tarima, viera cosas inmundas…

—Para morirse —musita—. Para morirse…

—Sin embargo, ha escrito sobre el suceso. Su nueva novela trata de…

—No lo comprenden —me corta indolente mientras mueve la cabeza—. No lo comprenden…

Gime y con el brazo hace un gesto de desánimo.

—Comprendemos más de lo que usted piensa, señor Roy. Su cuaderno de artículos, por ejemplo…

Entorna los ojos, asombrado.

—¿Los artículos? ¿Han descubierto mi cuaderno?

—Por supuesto —prosigue Jeanne—. Esos artículos que le servían de inspiración para escribir sus novelas, los hemos leído…

—Sabemos que se siente culpable por esto, señor Roy. Pero no hay motivo. Entendemos muy bien lo que ha pasado.

Entonces, él hace lo último que me podría imaginar: ¡se ríe! Una risa sincera, francamente divertida, pero también nerviosa, desesperada, un poco loca. Estoy tan estupefacto que me siento aturdido.

—¡Y creen que lo comprenden! —dice entre dos espasmos de risa—. ¡Creen que lo comprenden todo!

Sigue riendo. Casi ofendido, le pido con una voz algo seca:

—Entonces explíquenoslo, señor Roy.

Deja de reír y se levanta. Su palma derecha se posa en mi hombro y, sin que yo sepa cómo, consigue agarrarme sin dedos y me obliga a acercarme a él con una fuerza sorprendente. Tengo su rostro muy cerca y su mirada clavada en la mía. Lo que veo en su ojo sano me produce un profundo malestar. La mirada de alguien que ha visto cosas… cosas que yo nunca veré…

Nunca…

Su voz terriblemente ronca me susurra a la cara:

—¡No lo sé! ¡Ni siquiera yo lo comprendo!

Y, como si esta confesión lo aterrorizara, se queda lívido de pronto, me empuja y se acurruca en la silla.

Lo observo un rato. A mi lado, Jeanne pregunta:

—En cualquier caso, hay un par de cosas que usted sabe, señor Roy, pero no quiere decirnos… Ese sacerdote, por ejemplo… ¿Qué conoce de él?

El escritor guarda silencio. Su cara es sombría e impenetrable.

Es el momento que Michaud elige para irrumpir en la habitación, sin llamar.

Me dispongo a decirle lo que pienso, pero recuerdo que he pedido que nos lo mandaran en cuanto llegara. Ni siquiera nos mira a Jeanne y a mí. Sus ojos se clavan en Roy. Enseguida se da cuenta y balbucea:

—¡Tom! ¡Tom, estás… estás curado!

La elección del término me haría reír en otras circunstancias. Al ver a su agente, Roy tiene una reacción inesperada: de contrariedad.

—Patrick —se limita a gruñir.

Michaud casi se abalanza sobre él. Se cuelga de su cuello, le coge por los hombros. Su cara resplandece, como un padre que encuentra a su hijo pródigo.

—¡Tom, Tom, por fin hablas! ¡Hablas, no salgo de mi asombro! ¡Joder, me has dado un susto! ¡Has dado un susto a todo el mundo! ¡Los periodistas, los lectores, todos se preguntan qué te ha pasado!

De repente, el rostro de Michaud se vuelve trágico.

—¿Qué ha pasado, Tom? ¿Por qué te has…? —señala las manos—, ¿por qué te has hecho eso? ¿Por qué has querido… matarte?

Jeanne me lanza una mirada dubitativa. Le indico que no intervenga. Al final, la llegada sorpresa del agente puede sernos útil. Tengo curiosidad por ver la reacción de Roy frente a la efusividad natural de Michaud. Con nosotros, juega al escondite. ¿Podrá hacer lo mismo con un amigo? Retrocedo unos pasos y Jeanne me imita.

Roy, manifiestamente incómodo, baja la cabeza.

—No tengo ganas de hablar de eso, Pat…

—¡No tienes ganas! ¡Escucha, Tom, hace demasiado tiempo que me ocultas tus cosas y ya está bien! ¡Dime lo que sucede de una vez por todas!

Michaud se ha olvidado por completo de nuestra presencia, de Jeanne y de mí. Los dos observamos la escena con mucho interés.

—¡Hace más de tres semanas que estás aquí! ¡Durante este tiempo, hemos descubierto cosas sobre ti! ¡Como ese cuaderno que guardabas con todos los artículos de periódicos! ¡Nunca me habías hablado de él!

Roy continúa con la vista fija en las rodillas y la cara impenetrable; pero sus rasgos crispados muestran una lucha interior. No quito los ojos de él, sin darme cuenta apenas de que me froto la barbilla con insistencia.

—¡Pero contéstame, Tom, joder! —grita Michaud nervioso—. ¡Igual que la novela que estabas escribiendo cuando te encontraron! ¡Trata de… un policía que mata a unos niños! ¡Como la… la masacre de la calle Sherbrooke! ¡Que tú presenciaste, además! ¿Querías inspirarte también en eso? ¡Es espantoso, Tom!

Con la mención del asesinato de los niños, un débil gemido cruza los labios del escritor. Pero Michaud insiste, sin darse cuenta de lo que dice, porque ya no puede aguantar más las preguntas que acumula desde hace tres semanas.

—Pero ¿cómo has podido escribir setenta y tres páginas en una tarde? ¡Es imposible! ¡Seguro que no has escrito todo eso después de ver el asesinato!

Ya estamos. Roy va a decir por fin que sí, que escribió las setenta y tres páginas después de la masacre y todas las teorías absurdas, todas las dudas malsanas se esfumarán. Por eso, espero la respuesta con impaciencia.

El escritor, con cara de desesperación, me implora en un susurro.

—Hágalo salir, doctor…

Esta súplica me estremece de un modo singular. Después de todo, quizá Michaud ha ido un poco lejos. Estoy a punto de acercarme al agente cuando Jeanne me hace una seña para que me detenga. La observo sorprendido. Ella no le quita ojo a Roy; está como hipnotizada. Ella también espera la respuesta con una especie de pavor.

—Empezaste a escribir el texto antes de la matanza, ¿eh, Tom? —prosigue Michaud, obsesionado con su propia idea—. ¡Díselo! ¡No me creen! ¡Están seguros de que lo has escrito después, pero yo sé que no es posible! Comenzaste antes, ¿verdad?

—¡Hágalo salir! —repite Roy, que empieza a forcejear tímidamente entre las manos de su amigo.

—Señor Michaud, creo que debería…

—Espera, Paul —me susurra Jeanne al tiempo que me retiene decididamente con la mano derecha.

La miro extrañado, casi estupefacto.

—¡Jeanne!

—Lo empezaste antes, ¿sí o no, Tom? —insiste Michaud.

—¡Hágalo salir!

Roy grita, a punto de explotar, con todo el cuerpo en tensión.

—¡Señor Michaud, ya basta!

—¡Deja que responda, Paul!

Todo va demasiado deprisa, todo se precipita. Como si en la habitación hubiera un tornado loco. Michaud repite la pregunta sin cesar; Roy me suplica, sollozando como un niño; quiero sacar a Michaud de aquí, pero Jeanne me lo impide… ¡Qué cacofonía histérica! No logro poner orden en esta leonera, se nos debe de oír hasta en el pasillo. Por fin, consigo agarrar a Michaud por los hombros y empujarlo hacia mí.

—¡Señor Michaud, ya basta!

—Lo empezaste antes, ¿sí o no, Tom? —pregunta el agente por última vez.

—¡Sí! —grita Roy levantándose de un brinco, con una cara demente y enrojecida—. ¡Sí, lo empecé antes! ¡Una semana antes del asesinato de los once niños! ¡Sí, sí, sí!

De repente, todo se paraliza en la habitación. Miro a Thomas Roy, pasmado. Michaud, a quien mantengo agarrado por los hombros, abre unos ojos como platos detrás de las gafas. Ahora parece incrédulo frente a esta respuesta que, sin embargo, quería oír. A mi espalda, estoy convencido de que Jeanne se encuentra en el mismo estado.

Despacio, dejo caer los brazos a lo largo del cuerpo. Entonces pronuncio esas palabras que nunca he dicho a ningún paciente en mis veinticinco años de psiquiatra:

—Eso es imposible, señor Roy…

No se contradice a un paciente durante su delirio. Afirmar que su realidad es imposible resulta completamente inútil. Pero debía decirlo, fuera útil o no.

Debía decirlo por mí.

Por supuesto, Roy mueve la cabeza desesperado, sin tener en cuenta mi comentario. Detrás de mí, oigo a Jeanne preguntar con voz incrédula:

—¿Usted… usted tuvo la idea antes?

Pero Roy no responde. Una vez más, se da cuenta de lo que acaba de decir. Su mirada está llena de pánico y de rencor. Se sienta, cruza los brazos e inclina el cuerpo, como un hombre que tiene frío.

Por fin, me repongo. Cojo a Michaud por el brazo y lo separo con suavidad del escritor. Esta vez, el agente se deja hacer, como si estuviera sonado. Lo conduzco sin brusquedad hacia la puerta y le susurro a Jeanne:

—Acompáñalo a mi consulta, enseguida me reúno con vosotros…

Pero mi compañera sigue mirando a Roy, boquiabierta. Una mezcla de fascinación y de miedo se refleja en sus ojos verdes. Parece que está en trance.

—¡Jeanne!

Por fin, me oye, asiente distraída y sale. Cierro la puerta y me vuelvo hacia el escritor. Persiste en la misma cerrazón.

—¿Se encuentra mejor, señor Roy?

Mi voz es pausada, pero mi corazón late a cien por hora. Pienso en la molestia cardiaca del martes y me obligo a tranquilizarme.

Al fin, él levanta la cabeza. Una inmensa decepción se dibuja en sus rasgos cansados. Luego, en voz muy baja, me dice:

—No quiero más visitas. Nunca.

—El señor Michaud es su amigo, ¿no?

—Nunca.

A continuación, se pone de lado y me oculta el rostro, como un niño enfadado. Insisto:

—¿Quiere que hablemos los dos solos?

No responde. ¿Habrá vuelto al estado catatónico?

—Señor Roy, ¿me oye? Le estoy hablando.

—Y yo no le estoy hablando a usted —contesta con una voz desprovista de emoción.

Me tranquilizo. De todas maneras, ya ha tenido bastantes emociones por esta mañana.

—Ahora le dejo, señor Roy…, pero volveré a verlo. Aquí está seguro, créame. Ningún sacerdote, o quienquiera que sea, podrá alcanzarlo.

Suelta una risa carente de alegría, dolorosa, sin más.

Por fin, me marcho.

Cuando me dirijo a la consulta, veo a la señora Chagnon en el otro extremo del pasillo. Parece que no se ha movido de allí. Paso por delante de ella sin decir una palabra. Siento su mirada en mi espalda.

En el ascensor, me preparo para la tempestad que estallará cuando cruce la puerta de la consulta. ¡Y yo que creía que no nos daría ninguna sorpresa…!

¡Es peor! ¡Peor que antes!

Pero la tempestad no estalla de inmediato. Michaud está de pie, aún estupefacto, y Jeanne, sentada detrás de mi mesa, con el vientre más grande que nunca y cara de preocupación.

En silencio, nos miramos un rato los tres.

Pienso en la jubilación. Una jubilación que esperaba tranquila y serena.

Pienso en Hélène.

Una vez más, el agente literario rompe el silencio.

—¿Qué significa todo esto?

No se puede hacer una pregunta más concreta y más amplia a la vez.

—Significa, señor Michaud, que el señor Roy está más… afectado de lo que pensábamos.

—¿Afectado?

Reflexiona sobre esta palabra durante unos segundos. No parece satisfecho.

—¡Pero han… han oído lo que ha dicho! Si a esto añadimos lo que le conté el miércoles por la mañana, esto… esto empieza a…

—Me gustaría que nos dejara solos, a la doctora Marcoux y a mí.

—¿Qué?

—Me gustaría hablar con mi colega, en privado.

—¿De Thomas?

—No tengo que decirle de quién —replico con frialdad.

Estoy harto de Michaud. Jeanne no protesta, parece hallarse en otra parte.

El agente se siente ofendido.

—De todas maneras, cuando vuelva a verlo, me dirá si…

—No volverá a verlo. El señor Roy me ha dicho que no quiere más visitas. Tengo la intención de respetar sus deseos en este punto. Es por su interés.

Nueva cara de asombro del agente. Luego, el enfado.

—Está mintiendo…

—Ya es suficiente, señor Michaud. Seré cortés, pero quiero que se marche inmediatamente. Por favor.

Está ofuscado, pero lo ha comprendido. Camina hacia la puerta y, con un tono desesperado, me pregunta de pronto:

—Me tendrá al corriente, ¿verdad?

De nuevo, parece un niño. No se puede estar enfadado durante mucho tiempo con este hombre…

—Se lo prometo, señor Michaud.

Una especie de satisfacción triste ilumina su mirada. Añado:

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