Michaud me mira, casi aterrorizado.
—¡Dios mío! —exclama.
A continuación, se pone a hojear el escrito. Jeanne le explica las causas de la crisis de Roy, pero el agente la escucha distraído. Lee algunas frases de cada página a una velocidad sorprendente.
Jeanne acaba por callarse, indecisa. Observamos a Michaud unos instantes y comento:
—De todas maneras, se lo voy a dejar. Así como el cuaderno de artículos. Los escritos del señor Roy le pertenecen a usted más que a nosotros.
Pero Michaud sigue sin escuchar. Continúa recorriendo el texto de forma febril. A medida que pasa las páginas, aparece la confusión en su rostro. Entonces va a la última y mira abajo, cada vez más desconcertado. Jeanne le pregunta:
—¿Algún problema, señor Michaud?
Por fin, levanta la cabeza, sus ojos parpadean detrás de las gafas, e inquiere:
—¿Dicen que escribió este texto cuando regresó a su casa?
—Por supuesto. Vio el asesinato de los niños y eso le dio la idea de…
El agente me interrumpe:
—¿A qué hora tuvo lugar la matanza?
Un poco sorprendido, me paro a pensar y respondo:
—Por la tarde, me parece… Sobre las cuatro.
—¿Y qué hora era cuando la policía fue a casa de Thomas?
Miro a Jeanne, confuso.
—Alrededor de la una de la mañana —responde mi compañera, igual de intrigada.
Michaud echa otro vistazo a la última página y luego nos mira a cada uno.
—Vamos, esto no es serio.
Lo suelta con un tono de evidencia casi chocante.
—¿Cómo dice?
—¿Creen que Thomas escribió setenta y tres páginas en menos de nueve horas?
Jeanne y yo nunca nos hemos parado a pensar en esta cuestión.
—¿Por qué? ¿Es imposible?
Michaud me mira como si yo fuera idiota. Añado:
—Sé que sería muy rápido, pero bajo el efecto de la pasión o la inspiración se puede escribir a gran velocidad, ¿no? Siete u ocho páginas por hora es muy posible, me parece. Después de todo, es un primer borrador.
—Escuche —explica Michaud con paciencia—, en primer lugar, nunca he conocido a un escritor que produjera setenta y tres páginas en un día, ni siquiera un borrador… En todo caso, si existe, yo no lo conozco… En segundo lugar, Tom escribe despacio, como mucho produce diez páginas al día, y sin revisar… Además, lo que tengo en mis manos no es un primer borrador. Las hojas que he leído al azar demuestran que es un texto trabajado, estructurado y riguroso, ¡sin incoherencias! Las últimas páginas parecen un poco más confusas, ¡pero son las únicas! ¡Un rápido vistazo es suficiente para darse cuenta!
Como para desafiarla, Michaud le tiende el escrito a Jeanne. Ella, al principio dubitativa, lo coge y lo hojea a su vez. Reflexiono un instante. Antes, el texto me ha parecido bastante bien redactado…
—Bueno, habría empezado a escribirlo antes, nada más. La escena de la matanza solo es un esbozo al final, luego…
—¿Lo ha leído? —me interrumpe de nuevo.
Empiezo a ponerme nervioso.
—Por encima, señor Michaud, como usted. He visto que trataba de un policía que se preparaba para matar a unos niños en…
—Entonces se habrá dado cuenta de que esta idea no sólo aparece al final. ¡Todo el texto se basa en ella! ¡Desde la primera página, la intención se menciona! Léala, por favor.
Jeanne comprende que se dirige a ella, vuelve a la primera hoja y lee en voz alta:
—«Ya está, será pronto. Debe matar. Y sabe que lo hará. Su trabajo de policía no le servirá de coartada. Tampoco podrá alegar legítima defensa. Su gesto será gratuito. Esta ausencia de sentido levantará un vendaval de horror que barrerá el país de un extremo a otro. Pero al horror le añadirá la abominación: matará a unos niños. Esto lo convertirá en un monstruo para siempre. Y es lo que más le excita…».
Jeanne parece un poco desconcertada. Michaud repite:
—¡Desde la primera página! Y si me fío de lo que he leído, ¡todas estas páginas describen el estado mental del policía obsesionado por esta idea! ¡Al empezar la novela, Thomas sabía de lo que hablaba!
—¡Pues ésta es la prueba de que escribió todas estas páginas después de la masacre de Archambeault! —insiste Jeanne.
—Pero ¡eso es imposible! ¡Hay demasiadas páginas! ¡Y están muy bien escritas! —replica el agente.
Jeanne, que hojea el texto, se muestra insegura.
—Tiene razón, Paul. Esto no parece un borrador o un primer esbozo…
Esta vez empiezo a sentir cólera.
—Señor Michaud, ¿qué intenta decirme?
—¡Le digo que Tom no escribió estas setenta y tres páginas entre las cuatro de la tarde y la una de la mañana! ¡Lo conozco lo bastante como para poder jurarlo!
—Pero las escribió en ese lapso de tiempo. Es imposible que fuera de otra forma, ¿lo comprende? ¡Imposible! ¿Cómo se habría podido inspirar en un hecho real antes de que sucediera?
—¡Eso es lo que yo le pregunto! —protesta Michaud.
Un pesado silencio invade la habitación. Los tres nos miramos. No decimos nada.
Esto no encaja. No encaja en absoluto. Algo da vueltas en mi cabeza, algo chirría. Una cosa que no comprendo. Una intención, una idea. Un ligero vértigo se apodera de mí.
Después de un desagradable minuto de silencio, Jeanne propone al fin, muy tranquila:
—Señor Michaud, cuando alguien está en plena crisis psicótica, algunas de sus facultades pueden incrementarse de forma considerable. La fuerza física, por ejemplo. Incluso la velocidad de ejecución.
El agente la observa sin comprender. Yo veo perfectamente a dónde quiere llegar Jeanne y siento un alivio tan bienhechor como excesivo. ¿Qué he temido exactamente en este corto silencio? ¿Una duda? ¿Una fisura en el orden lógico de las cosas?
—Durante la crisis, todo debía de ir muy, muy deprisa en la cabeza del señor Roy —explica Jeanne—. Roy tenía una necesidad irrefrenable de escribir esta historia. Su delirio, si me permite utilizar esta expresión, debió de multiplicar su imaginación por diez; incluso es probable que escribiera con sus facultades alteradas, que apenas se diera cuenta de lo que hacía. El alcohol y la droga pueden tener efectos similares. ¿Cuántos artistas han sido capaces de crear a una velocidad meteórica mientras se encontraban con sus facultades alteradas? William Burroughs se hallaba tan perdido en las nubes de la droga que no recuerda haber escrito una sola línea de
El almuerzo desnudo
…
Michaud hace un gesto poco convencido. Mi compañera añade:
—Balzac, por ejemplo, escribió
Papá Goriot
en sólo tres días. Y es una obra maestra de la literatura francesa…
—Balzac no estaba loco ni drogado, me parece… —protesta tímidamente Michaud.
—La cuestión no reside ahí…
—¡Aunque la cuestión resida en cualquier otra parte, no me harán creer que Tom escribió este texto en tan poco tiempo!
Al final, intervengo:
—Que usted lo crea o no en realidad no tiene importancia, señor Michaud. La lógica no necesita de su aprobación. Es la única explicación y punto.
Por la mirada que me lanza Jeanne, comprendo que he estado un poco seco, pero qué le vamos a hacer. Empezaba a exasperarme de verdad con sus dudas y sus teorías sobre la relativa rapidez de los escritores… De todas maneras, la explicación de Jeanne es más que satisfactoria.
Michaud opta por guardar silencio, aunque no parece muy conforme. Me pongo de pie y en un tono educado añado:
—Entonces, señor Michaud, se puede llevar el texto inédito y el cuaderno de artículos. Nosotros le tendremos al corriente.
Con cara de enfado, el hombre deja el texto sobre sus rodillas, coge el cuaderno de artículos y se pone a hojearlos también. Dirijo una mirada impaciente a Jeanne, quien con un gesto me indica que me tranquilice. El agente se detiene en una página y la examina despacio.
—Miren este artículo…
Vuelve el cuaderno en dirección a nosotros: «Una mujer ahoga a sus bebés en la piscina». Michaud habla del artículo con una sonrisa amarga.
—Esto tiene fecha de 1988. ¡Me acuerdo de que Tom me había dicho que pensaba escribir una escena de este tipo en su siguiente novela!
—Es verdad, aparece en su libro
Noche secreta
—confirma Jeanne—. Es una escena horrible.
—Era la fiesta de mi cuarenta y dos cumpleaños —evoca Michaud con voz lejana—. Le pregunté qué escandalosa novela me preparaba esta vez. Al principio, no quería decírmelo, pero ¡me lo debía por mi cumpleaños! A regañadientes, me habló de una idea para una escena: una mujer que ahoga a sus hijos. Me gustó mucho.
Se ríe, más triste que nunca.
—¡Joder! Y pensar que se le ocurrió al leer el periódico… Ni siquiera lo relacioné…
Me controlo para no suspirar. Un poco más impaciente, le digo:
—Señor Michaud, si es tan amable…
—Sí, por supuesto…
Se apresura a cerrar el cuaderno, pero de repente suspende su gesto y vuelve al artículo con el ceño fruncido.
—Hay algo que no encaja…
—¿El qué? —pregunta Jeanne.
Michaud estudia de nuevo el recorte mientras se acaricia despacio el mentón.
—No sé, pero… me parece que algo no encaja…
Estoy más que harto.
—Señor Michaud…
—Sí, sí…
Desiste de hacer ningún comentario y, con el cuaderno y el escrito bajo el brazo, se marcha al fin.
Jeanne me mira en silencio. Veo algo en sus ojos… Una especie de incertidumbre que me recuerda su visita del sábado pasado…
—¿Qué sucede, Jeanne?
Está a punto de decir algo, pero se contiene, incómoda. Sé que le gustaría hablar, que siente unas ganas locas de confiarme lo que la preocupa. Sin embargo, de repente, esboza una sonrisa artificial, de una falsedad espantosa, y me suelta:
—Nada… Nada en absoluto. Oye, tengo que irme. He quedado con Marc en el centro…
Me da un beso. Yo no digo nada, me limito a observarla con atención. Pero ella evita mi mirada. Y se marcha.
Me siento en el sillón, terriblemente inquieto. Lo que tanto temía ha sucedido: la duda se ha instalado en Jeanne. Me lo ha querido ocultar hace un momento, pero la conozco demasiado bien. Ella empieza a considerar toda esta historia…, digamos que «anormal». Quiere luchar contra esta impresión, lo veo perfectamente, pero la duda es cada vez más fuerte.
Muevo la cabeza.
«¿Y tú? —me pregunta una vocecita—. ¿No tienes ninguna duda?».
No. Ninguna.
«Tal vez aquí esté la respuesta que llevas tanto tiempo buscando… Tal vez se encuentre en esta dirección «anormal»…».
No, imposible. Aquí no puede haber ninguna respuesta, ninguna.
Levanto la cabeza. Veo la puerta de mi consulta y, justo al lado, la del armario. Las estudio con atención. Sin saber por qué, de pronto me parecen fascinantes. Estas dos puertas cerradas, una al lado de la otra…
¿Qué me pasa ahora?
Llevo unos minutos perdido en mi absurda contemplación cuando suena el teléfono. Vuelvo ligeramente la cabeza hacia el aparato. Suena por segunda vez.
Entonces tengo la férrea convicción de que esta llamada está relacionada con Roy. Además, todos los acontecimientos recientes parecen girar alrededor de él… Sin embargo, esta vez va a ser más importante. Más fuerte. Más impactante.
Un tercer timbrazo. Miro el aparato con tanta atención que se me nubla la vista.
¿Y si no fuera demasiado tarde para mí? ¿Y si en Roy estuviera realmente la respuesta a toda mi vida? ¿Un nuevo punto de vista? ¿Un paso hacia delante?
Pero ¿y si, al contrario, con él la pesadilla se volviera aún más profunda, aún más opaca?
Cuarto timbrazo.
Boisvert justo antes de reventarse los ojos…
«¿Qué ve usted?».
Casi a mi pesar, alargo la mano hacia el teléfono. Y, mientras pego el auricular a la oreja, comprendo que Goulet no tenía razón: nada ha terminado.
—¿Dígame?
Mi voz es neutra, como si se me hubiera borrado definitivamente toda entonación.
—¿Doctor Lacasse?
Es Nicole, la enfermera jefe. Tiene la voz alterada.
—Se trata del señor Roy, doctor…
Un corto silencio. Creo que mi respiración invade el universo. Por fin, Nicole suelta la bomba:
—Ha hablado…
Las dos puertas
Te acercas cada vez más al altar. Delante, se encuentra el cura calvo. Sus ojos fulgurantes están fijos en ti. Te detienes frente a los escalones que conducen al púlpito. Esperas. Sabes por qué estás aquí, no es la primera vez.
Y, sin embargo, querrías huir.
Detrás de ti, sigues oyendo los ruidos, los gritos y las súplicas…
Por encima de ti, la sonrisa del cura se estira. Irónica. Cruel.
—Quisiste escapar de mí.
Conoces su voz. Como siempre, te encanta. Como siempre, te horroriza. Como siempre.
Él separa los brazos.
—Sabes bien que es inútil. Que nunca podrás escapar de mí.
Querrías cerrar los ojos. No puedes. De todas maneras, esto no te impediría ver.
El cura se ríe con sarcasmo. Y repite en un tono cortante
:
—Nunca.
N
O cojo el ascensor, tengo demasiada prisa para esperar. Bajo la escalera corriendo y, a mitad de los escalones, me paro en seco, fulminado por un dolor que me taladra la caja torácica. Contraigo los dedos sobre el pecho mientras hago una mueca de dolor. Alarmado, me apoyo contra la pared y empiezo a respirar profundamente.
El corazón… Joder, es el corazón… Calmarme, tengo que calmarme…
Pasan los minutos y, gradualmente, el dolor disminuye. Abro al fin unos ojos llorosos. Estoy empapado en sudor.
¡Señor! ¡Sólo unos escalones a la carrera y casi me da un infarto! ¿En tan baja forma estoy?
Pero ¿cómo me he puesto tan nervioso? Con asombro, me doy cuenta de que no he sentido tanta excitación desde hace varios años… ¿Será el caso Roy más importante de lo que quiero creer?
Espero aún unos instantes, el tiempo de calmarme del todo, y continúo el descenso a paso normal. De mi terrible dolor en el pecho sólo persisten unos ecos lejanos.
Llego al Núcleo. Mientras me dirijo con rapidez hacia la habitación de Roy, Nicole, pisándome los talones, me explica:
—Lo ha oído Sandra. Entró para apagar la tele y entonces él dijo: «Tengo frío».
—¿Tengo frío? ¿Es todo lo que ha dicho?