El abuelo segundo los dejó solos y tardó un rato en volver. El abuelo y Mimoun se miraron, y después fueron recorriendo con los ojos los relieves de las paredes encaladas.
Los minutos de espera debieron de hacerse eternos. Mimoun pensaba en lo que tendría que hacer si el abuelo segundo le decía que no, que no te quiero para mi hija.
Oyeron a una mujer que hacía un «iuiu» muy alto en algún lugar de la casa y Mimoun no se lo creía.
El abuelo segundo entró en la estancia y fue directamente a estrechar la mano del abuelo, sonriente. Acercó la mano hacia Mimoun, que aún tenía la vista clavada en la pared, y le dijo: felicidades.
ME VOY
Dios había escuchado a Mimoun, y no a su madre. Así había ido y nadie se lo podía creer. Nadie. De cómo pudo suceder que aquel hombre tranquilo regalase su hija a ese chico de tan sólo dieciséis años, nadie puede dar razón. Él mismo, si hubiera podido intuir el calvario que le esperaba a su hija junto a aquel joven que parecía tan inofensivo, lo habría echado a puntapiés de su casa.
Todo el asunto sólo puede explicarse si aceptamos que Dios escuchó más a Mimoun que a su madre. Y es que en cuanto salió de la boca del abuelo segundo la palabra felicidades ya comenzaron los problemas.
¿Cómo haría para pagar la ceremonia de compromiso, que ftiaron en seis meses? ¿Y los anillos? ¿Cómo pagarían la boda que se había de celebrar dos años más tarde, cuando madre ya fuera lo bastante mayor?
Nadie entendió que el padre de la futura novia, con lo reflexivo que solía ser para todo y con lo buen padre que era, no le hiciera ningún cuestionario a Mimoun sobre todos esos temas. Aún hoy, si alguien se lo pregunta, se encoge de hombros y pone cara de interrogante. No lo sé, me pareció buen chico.
Nadie ha dicho nunca lo contrario de él, todo el mundo ha estado siempre de acuerdo en que era buen chico y tenía buen corazón.
Por eso se pasó los siguientes seis meses en casa de su hermana mayor, ya casada, que vivía en la ciudad, trabajando de sol a sol y ayudando a llevar sacos de cemento arriba y abajo, baldosas y arena. Por primera vez en su vida, Mimoun decía que sí a todo y hacía lo que tocaba. Para ahorrarse el dinero del trayecto diario de casa a la ciudad y de la ciudad a casa decidió quedarse a vivir con la tía.
Así descansaron de él en el pueblo y él descansó del pueblo.
Estaba tan cansado que dejó de salir por las noches y de perseguir a las chicas por todas partes, e incluso llegó a rechazar la invitación de su cuñado de acompañarlo a casa de una amiga que se lo hacía por muy buen precio.
Te conviene salir más, Mimoun, le decía el marido de la tía, tú eres muy joven y tienes que divertirte. Pero Mimoun sólo pensaba en el dinero que debía reunir para el día de la ceremonia, en la ropa que debía vestir, en el anillo de compromiso y en toda la comida que tendrían que llevar. Un cordero, los pollos, etc. Ya tendría tiempo de pensar en el sexo; antes de nada tenía que conseguirla a ella. A las otras furcias las podría tener siempre que quisiera, pero ella no se le podía escapar. Sin saber cómo, estuvo seguro de que, si le fallaba, el padre de la novia era muy capaz de cambiarle la vida.
Así pues, cargaba y descargaba sin parar, se llenaba de polvo y sudaba, seguro de que ése no había de ser su destino, pero que bien podía serlo de modo temporal, sólo a corto plazo.
La abuela había bajado a la ciudad con Mimoun, debía de ser la segunda o tercera vez que iba en toda la vida. Sonreía mirándolo todo a su alrededor, el ajetreo incesante de los coches, los sobresaltos de las bocinas y los gritos de los vendedores ambulantes. Abría los ojos para captar todos los detalles de aquel batiburrillo de gente en movimiento y se hacía cruces de estar allí con su hijo, al que aún veía tan pequeño.
Mimoun la llevaba cogida de la mano, nervioso y contento por sentirla tan cerca, ahora que había tenido tiempo de echarla de menos y sabiendo que la extrañaría mucho más. Mira, hijo, decía ella todo el rato, y se quedaba plantada en medio de la acera, sin darse cuenta de que entorpecía el paso de los viandantes.
Antes de ir a comer a casa de la tía recorrieron todos los comercios de oro de delante del paseo marítimo. La abuela no había visto nunca tantas joyas juntas, todas puestas en los escaparates, amontonadas. Delgados brazaletes de siete en siete o más gruesos de tres en tres, eso era lo que se llevaba. Y cadenas de perlas negras con una moneda de oro al final o coranes hechos de oro que se abrían y cerraban como un auténtico libro. En todo ello tenían que ir pensando para dentro de dos años, para la boda, pero ahora era el momento de conseguir un buen anillo de compromiso.
La abuela se debió de ftiar en alguno de esos coronados por pequeñas piedrecitas, todas unidas y todas falsas, claro, y querría el más voluminoso, que se notara quién era su familia en los dedos de aquella chica a la que conocía tan poco. Mimoun no paraba de decir no, madre, éste no, ése tampoco, o dónde vas a parar con eso.
Pero la abuela no lo contrarió demasiado, contenta de que finalmente hubiera trabajado tanto para cumplir su objetivo. Seis meses sin Mimoun habían sido seis meses de tranquilidad. Incluso había ganado peso, y el ambiente que se respiraba en casa era más distendido, como si costara menos esfuerzo dejar ir una sonrisa o una carcajada.
Nadie lo decía en voz alta, pero casi todo el mundo se sentía aliviado por la ausencia del hijo mayor. El abuelo no tenía de quién quejarse, las hermanas mayores no sufrían por cualquier nimiedad y las pequeñas habían ganado libertad, y el rival número dos quizá vivió un poco más tranquilo.
Y la abuela podía estar orgullosa de él por primera vez en su vida. Iba hasta el patio de la vecina a charlar mientras tomaban el té de media tarde y no podía evitar repetir, gracias a Dios, que ha devuelto la razón a mi hijo. Creo que esta muchachita debe de estar bendecida y que seguro que cambiará a ese pobre desgraciado, que lo único que se ha llevado en esta vida han sido sobresaltos. No se acordaba de los suyos, de tan dentro que los escondía. Se ha acabado el sufrimiento, se convencía. Cuando tenga a su mujer con él será feliz y ya no hará más locuras.
La vecina-cuñada decía que sí y se lamentaba de que Mimoun no hubiera elegido por esposa a alguna de sus hijas. Ya sabes cómo son los jóvenes de ahora, sólo quieren ir a la suya y hacer lo que les parece, debía de argumentar la abuela. Ya somos bastante familia tú y yo, ¿no crees?
No quedaba mucho para el día de la ceremonia de compromiso, y Mimoun estaba decidido a escoger el mejor anillo que encontrasen. Al final se pusieron de acuerdo y escogieron uno con tres piedrecitas, una junto a otra, todas de diferentes tonos verdosos, y la abuela había dicho, qué bonito.
Yendo hacia casa de la tía, Mimoun le dijo a su madre: me voy, madre, no puedo quedarme más aquí. Y ella se rió porque no lo entendía, ¿dónde quieres ir? Me voy al extranjero, a trabajar hasta que llegue el día de la boda. Me marcho al día siguiente del compromiso. A la abuela la sonrisa se le quebró allí mismo. ¿Qué tenía que hacer su hijo en un país extranjero?
POR UN NUDO DE DEDOS CON DEDOS
Aún debía de pensar en ello cuando entró en el piso de la tía y se descalzó para entrar en la estancia, cuando su hija la abrazaba y decía bienvenidos, bienvenidos, pasad dentro, qué alegría teneros aquí.
Pensaría en eso tan extraño que decía Mimoun de marcharse a otro país cuando mojaba el pan en el estofado de ternera y conversaba con la suegra sobre el compromiso y todo lo demás.
El día de la ceremonia hacía un viento de esos que agobian tanto y una llovizna imprecisa que molestaba todo el rato. Hacia media mañana ya estaban todos preparados encima de los burros, las alforjas bien llenas de los alimentos que iban a ofrecer a la que sería su nueva familia, el cordero atado con una cuerda a uno de los animales. Mimoun se había sentado con las dos piernas a un lado y tiraba de las riendas de vez en cuando para guiar a su mula. La lluvia indecisa se le metía por los huesos y se decía no podré no podré, no podré con todo esto. Pero el animal que lo cargaba no por eso se detenía y pronto llegaron frente a la casa, donde los recibieron entonando «iuius» de alegría y bienvenida.
Los hicieron entrar como la otra vez y al descargar toda la comida exclamaron un «no hacía falta que os molestarais» de los que se acostumbran a decir en estas ocasiones. Después de la eterna sucesión de platos de la comida, el abuelo segundo dijo ya es la hora y sacó a Mimoun al patio con todos los hombres que venían con él.
En la otra parte del patio se encontraban todas las mujeres, tapándose con la mano o con un borde del vestido en los labios para no ser vistas por hombres aún desconocidos. Entre ellas estaba madre, con un caftán blanco blanco, cubriendo su piel morena. Con un cinturón trenzado que le ceñía la cintura, delgadísima de tanto trajinar por la casa, con la mirada clavada en el suelo, según suelen contar las versiones oficiales, aunque cuando Mimoun está bebido puede llegar a dar alguna otra.
La debió de ver, debió de temblar, y tembló más todavía al tenerla cerca, aunque las mujeres cantaran, aunque todo los envolviese, no dejaba de ser un encuentro íntimo, el primero, expuesto públicamente.
El abuelo dijo al abuelo segundo que menudas modernidades, que en nuestros tiempos eso de verse y ponerse el anillo habi-ía sido impensable, que ellos hasta que no la tenían en casa no sabían qué cara tenía su mujer.
Y así fue como Mimoun tocó por primera vez a madre, o al menos ésa es la versión oficial de ambos. La tocó todo él tembloroso ante hombres y mujeres a los que conocía de toda la vida y ante hombres y mujeres a los que no conocía de nada. Cuando le puso el anillo en el dedo se debió de estremecer y debió de tener la certeza, ahora sí, de que empezaba a crear vínculos.
UNA MALETA DE RELUCIENTES HEBILLAS
Mimoun había hecho cola delante de la oficina toda lamañana, desde primera hora, como le habían recomendado. Había dormido en casa de su hermana y se había levantado más temprano que ninguno de los que después esperarían con él para hacerse el pasaporte.
El funcionario llegó tarde, caminando como si fuera de paseo, sin ni siquiera mirar a toda la gente que lo esperaba. Llevaba esa especie de bigote que suelen llevar los funcionarios, como de morsa, y masticaba un palillo que movía de un lado a otro de la boca. ¿Qué se tenía que mondar a esas horas de la mañana? ¿El desayuno?
Al cabo de una hora de esperar en cuclillas, el hombre morsa abrió la puerta de su despacho y dio un bostezo antes de decir quién es el primero. Miró la partida de nacimiento de Mimoun, ya amarillenta de tan guardada que la tenían, y empezó a leer. O sea que de Beni Sidel, ¿no?
¿Dónde demonios está eso? ¡Malditos rifeños! Mimoun no entendió el insulto, no por la falta de comprensión del ára…: be, que había ido puliendo durante su estancia en la ciudad, sino porque no entendía qué le habían hecho los rifeños a ese desgraciado. Hijos de puta, vosotros, debía de pensar Mimoun, pero no dijo nada.
No puedo hacerte el pasaporte hasta que tengas dieciocho años, no es legal. A Mimoun le costaba imaginarse a aquel tipo preocupándose por la legalidad de las cosas. ¿Es legal que seas un gandul malparido? Vuelve dentro de un par de años, guapo, a ver si has crecido lo suficiente para poder marcharte del país.
Mimoun se fue sin tan siquiera poder insultar al funcionario, y a punto de clavarle un puñetazo al primer mendigo que pasó por allí. Al cabo de un buen rato se encontró con su cuñado, que le dijo, hombre, ¿es que no sabes cómo funcionan estas cosas? ¿Y tú quieres ir por el mundo y no sabes ni cómo va tu país? Ese cabronazo sólo quería la propina que le corresponde, le tienes que pagar algo y él te hará el pasaporte aunque seas un niño de pecho. ¿No ves que este país funciona así?
Mimoun tuvo que volver a casa sin el pasaporte y le dijo a la abuela: debo irme, madre, debo irme. ¿Dónde quieres ir, hijo? ¿No ves que atravesar el mar es muy peligroso, que puedes morir en el intento y que no serías el primero? A la abuela siempre le había dado miedo el mar, fuese como fuese. Tanta agua junta no puede ser buena, decía. El agua, para beber, no para ir por encima.
Mimoun le dijo, madre, necesito dinero para irme, me lo he gastado todo en la ceremonia, y ella decía, ¿y de dónde quieres que lo saque yo? Lo necesito, ¿lo entiendes?, tengo que ir a trabajar dos años, y volveré para comprarme mi propio camión. Después ya no tendrás que sufrir más por mí, madre. La abuela probablemente pensó que todo aquello sólo era el principio del sufrimiento y fue a hablar con su marido. Ya es un hombre, le dijo, que tome sus propias decisiones. Pero movía la cabeza de un lado a otro pensando qué maldita idea se le habría metido ahora entre ceja y ceja. No se lo imaginaba con los españoles, aguantando todo lo que le dijeran, los insultos, como solían hacer con los moros. No se lo imaginaba sometido a un jefe español que le mandase todo el rato lo que tenía que hacer y cómo lo tenía que hacer, ni siquiera dos años.
Es un hombre, que haga lo que quiera, decía, pero era para no tener que sufrir otro episodio parecido al de la tortuga, o puede que peor.
A la abuela sólo se le ocurrió una solución para financiar el viaje de su hijo. Sin que el abuelo se enterase, había sacado de entre las mantas bien dobladas y guardadas encima del estante del fondo de su habitación uno de sus brazaletes de oro. Lo había envuelto en un pañuelo de esos del abuelo ribeteados de azul y se lo había dado a su cuñada-vecina, que iba a la ciudad casi cada semana. Le dijo en voz baja, a ver cuánto puedes sacar y que no lo sepa nadie, por Dios, que nadie se entere de que vendo parte de mi dote.
La vecina-cuñada le devolvió bastante dinero, dinero que la abuela le dio a Mimoun. Él le besó la frente y le dijo no te arrepentirás, madre, te compraré tantos brazaletes cuando vuelva que no tendrás suficientes brazos para lucirlos. Lo había prometido. Estoy convencido de que esto irá bien, madre. Y lo estaba, estaba convencido de que ése era el destino que le tocaba vivir. Se estremecía de emoción al pensar que se deshacía el destino que le había tocado hasta entonces, el pequeño, mísero e injusto destino que le perseguía desde su nacimiento.
Mimoun se fue a la ciudad para comprar el pasaporte, el billete de barco y una maleta, pues no quería ir a reco rrer mundo con un hatillo.