El Ultimo Narco: Chapo (17 page)

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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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Poco a poco

El helicóptero aterrizó en un claro a las faldas de la sierra y de él descendió el general Sandoval. Cuatro soldados ya habían desbrozado la zona y montaban guardia en el perímetro, con las armas apuntando hacia los árboles, escudriñando el terreno en busca de señales de movimiento. Esa mañana, apenas unas horas antes, un helicóptero había descubierto el sembradío de marihuana.

Se pensaba que en la zona no había narcotraficantes, pero uno nunca sabe. A veces, cuando los soldados llegaban a un sitio, gomeros y narcos huían y nunca se les volvía a ver. En otras ocasiones, cuando se detectaba un sembradío grande o un laboratorio de metanfetaminas, escapaban pero volvían unas horas después, armados hasta los dientes. No había margen para el error, especialmente cuando llegaba el general.

Sandoval se limpió el sudor de la frente mientras las plantas de marihuana ardían a sus espaldas. El humo se arremolinaba sobre los árboles y en el pequeño claro. Mientras veía a sus soldados destruir la parcela de marihuana de 3 mil 500 metros cuadrados, una canción retumbaba en un estéreo al otro lado de un lago cercano. Era un narcocorrido que ensalzaba las proezas del Chapo. El general y sus hombres conocían la casi inaudible letra.

«Es para que los demás estén alertas —dijo el general, riendo entre dientes—. Y para recordarnos que saben que estamos aquí».

Él y sus hombres reanudaron su trabajo. Quemaron el plantío de marihuana y reunieron las pruebas de la escena. Se llevarían todo lo que encontraran y lo entregarían a los investigadores federales. Los sembradores de la marihuana habían dejado regadas latas de cerveza, cigarros y bolsas de papas fritas al huir cuando los descubrieron desde un helicóptero. Una tienda improvisada, donde pasaban las noches, seguía en pie. En una esquina se apilaban camisas y suéteres.

Detrás de la tienda, el general descubrió unos zapatos y los levantó para examinar las suelas. Habían sido reparados recientemente; sería bueno que los investigadores hicieran una visita a los zapateros remendones de la cercana ciudad de Culiacán. Al examinar las latas de cerveza que un soldado había metido en una bolsa de plástico, sonrió. «¿Ven estas cervezas? No son de aquí. Aquí la gente toma la cerveza local. Debe ser fácil averiguar si alguien compró esta marca en grandes cantidades».

Quizá una de las pistas rindiera frutos. La meta no era atrapar a un grupo de trabajadores temporales de las plantaciones de marihuana, sino avanzar en el camino que conducía hasta sus jefes y, al final, al Chapo.

El general sabía que el camino sería largo y que este juego del gato y el ratón iba a ser lento y fatigoso, pero se sentía optimista. «Todos dicen que estamos perdiendo la guerra de las drogas, pero yo creo que no. Estamos ganando poco a poco».

El helicóptero se elevó gradualmente sobre las afueras de Culiacán. Abajo, amplias calles pobladas por talleres de reparación de autos y tienditas dejaron el lugar a un amasijo de casas de concreto de una sola planta y callejones. Los helicópteros nuevos que les habían dado a los hombres del general Sandoval les ayudaban en la batalla contra los narcos. Ahora los descubrimos desde arriba, dijo el general, en lugar de ir de puerta en puerta en patrullas o Humvees o, todavía peor, desplegar a los hombres en las calles para hacerlos salir de sus guaridas. Los helicópteros, parte del impulso del régimen de Calderón a la guerra contra las drogas, eran invaluables. «No podemos ganar sin ellos».

El laberinto de callejones de Culiacán en el que operan las «ratas» (como llaman los soldados a los narcos de niveles inferiores) es prácticamente impenetrable sin apoyo aéreo. Las calles polvosas y estrechas, con callejones traseros que desembocaban en innumerables casas de seguridad, eran el sitio perfecto para guarecerse para cualquier traficante o sicario que huyera de la policía. En cada esquina hay un informante. Por toda la ciudad taxistas, despachadores de gasolina y mecánicos en los talleres reciben pagos de los narcos para que no haya sorpresas. Si un sospechoso entra en la zona, los narcos lo saben. Si un extranjero aterriza en el aeropuerto de Culiacán, los narcos lo saben.

Por todo México, en las regiones infestadas de narcos, se llevan a cabo procedimientos similares. Ellos saben dónde estás.

El Ejército tiene campamentos por toda la sierra, pero la mayoría son todavía temporales; en cada ocasión, una docena de soldados levanta tiendas para dos o tres semanas. Por las mañanas, estos jóvenes soldados (que normalmente están acompañados por uno o dos oficiales de rango) escalan las abruptas pendientes en busca de sembradíos de amapola y marihuana. Los soldados casi siempre encuentran un plantío, pero el trabajo no es gratificante. De noche, el mismo grupo de soldados instala retenes en los caminos cercanos para aminorar el transporte de drogas y detener a quien porte armas.

En estas montañas de Sinaloa, casi todos los soldados son jóvenes, poco habituados a los combates reales y librados a sus propios medios. El general Sandoval siente simpatía por sus hombres. Sabe qué difícil es pelear esta guerra en la tierra de uno, con mucha voluntad pero, a menudo, sin recursos.

En una ocasión declaró orgullosamente que la producción de marihuana había descendido notablemente. Minu tos más tarde admitió que no se debía a los esfuerzos de sus soldados, sino a que Sinaloa había pasado por un invierno muy seco. Gracias a Dios y al clima, dijo.

Muchos de los soldados que combaten en Sinaloa son del mismo estado y algunos incluso vienen de la sierra. Con frecuencia esto lleva a fugas de información y a traiciones de parte de los soldados. El Ejército hace esfuerzos por reasignar a los soldados periódicamente para evitar conflictos de intereses locales, pero esto ha causado dificultades: un soldado apenas está comenzando a conocer el territorio al que fue enviado, cuando lo mandan a otra parte del país.

Los soldados sufren, admite Sandoval. Los peligros de combatir a los narcos han cobrado su cuota. En algún momento todos, desde los soldados rasos hasta los oficiales, llevaban pasamontañas para ocultar su identidad, y no se permitía que nadie saliera de la base. Ni pensar siquiera en un poco de descanso el fin de semana, unas cervezas o un club de desnudistas para relajarse, o en un viaje para ir a ver a la esposa y los hijos. El riesgo de los secuestros era demasiado grande; nunca se terminaba el trabajo.

«Trabajamos los 365 días del año. Todos, desde los generales hasta las tropas, tenemos derecho a unas vacaciones», dijo el general Sandoval, quitándose los lentes y riendo de nuevo entre dientes.

Capítulo 8
L
A
G
UERRA

M
IENTRAS EL CHAPO
seguía encerrado en Puente Grande, los jefes de los cárteles del país se reunieron en Puerto Vallarta.

Sólo faltaron los hermanos Arellano Félix. Ellos eran el asunto principal del programa. Su sed de sangre causaba tantos estragos en Tijuana que era imposible que en el país se ignorara la situación. Los jefes de los otros cárteles concluyeron que si colaboraban, encontrarían el modo de controlar a los Arellano Félix, quizá incluso de expulsarlos de su plaza y proseguir con sus negocios.

El Mayo también tenía problemas personales con los chicos de Tijuana. Al parecer, Ramón aseguraba que El Mayo había dejado de pagar una deuda de 20 millones de dólares.

La situación del cártel de Juárez era otro problema apremiante.

En primer lugar, el general Gutiérrez Rebollo, el zar contra las drogas que tenía vínculos con Amado Carrillo Fuentes, había sido detenido. Pero no eso no fue nada en comparación con lo que pasó el 7 de marzo de 1997.

Carrillo Fuentes, el llamado Señor de los Cielos, famoso por meter cocaína en Estados Unidos a bordo de jets, siempre había tenido el cuidado de no llamar mucho la aten ción, pero tenía un talón de Aquiles: este narcotraficante era extremadamente vanidoso.

No es inusitado que los narcotraficantes de alto rango se sometan a operaciones de cirugía plástica. Se cree que El Chapo, El Mayo, El Azul y García Ábrego se han sometido a tratamientos para cambiar su aspecto. A veces, una modificación de los pómulos o una cirugía de nariz alteran un rostro lo suficiente para que las autoridades duden.

Pero Carrillo Fuentes sólo quería mejorar su apariencia. Quería verse algo más joven y también quería que le hicieran una liposucción. Se sometió al bisturí en un hotel de la ciudad de México. Un equipo de sus doctores practicaría la operación. Le dieron todos los sedantes necesarios.

En algún momento de la cirugía, Carrillo Fuentes despertó. «Denme un analgésico, ¡me duele!», gritó. Su médico de cabecera indicó que podría ser peligroso: ya estaba muy sedado y más analgésicos podían ser mortales. Pero los otros médicos cedieron. «¿Quién le va a decir a este jefe narco tan violento que no le van a dar un analgésico?», recuerda Michael Vigil, de la DEA.

En efecto, la medicina adicional fue demasiado y Carrillo Fuentes murió de un ataque cardiaco en la mesa de operaciones. «Básicamente, lo mató la vanidad».

Los Arellano Félix y el cártel del Golfo querían para ellos el feudo de Carrillo Fuentes, y cuando éste murió, invadieron la plaza de Ciudad Juárez. Esto preocupó al Mayo y sus contrapartes de Sinaloa, por no mencionar los operativos del cártel de Juárez. Nada de esto, ni la situación de Tijuana ni su apetencia por Ciudad Juárez, eran buenas para el negocio. El gobierno parecía estar haciendo más esfuerzos por acabar con la corrupción, y el dominio del PRI sobre México se veía más débil que nunca. El cambio estaba en el aire, y no necesariamente para bien, desde la perspectiva de los narcotraficantes.

Así, El Mayo formó con Rodolfo Carrillo Fuentes, hermano del Señor de los Cielos, una alianza que se conocería como «La Federación».

Penetraron en Tijuana. El Mayo ordenó una serie de asesinatos de alto perfil, incluyendo la muerte del jefe de la policía de Tijuana, Alfredo de la Torre.

Los hermanos Arellano Félix no estaban entusiasmados ante esta invasión. Un domingo silencioso y apacible a comienzos de febrero de 2002, Ramón, el más impetuoso del clan de Los Arellano Félix, llegó a Mazatlán con una misión: iba a matar al Mayo.

Durante cinco días, Ramón y sus hombres recorrieron en un Volkswagen sedán las calles de la húmeda población en las costas del Pacífico haciendo preguntas y aprovechando todos sus contactos para encontrar a su objetivo, sin suerte. Era el territorio del Mayo y no sería fácil encontrarlo.

El quinto día, Ramón se estacionó en la Zona Dorada, cerca de un hotel importante. Un grupo de policías se aproximaron al vehículo; uno pidió identificaciones. Muchos policías de Mazatlán estaban en la nómina del Mayo. Unos eran simplemente corruptos; otros, eran asesinos.

Ramón y sus hombres emprendieron la huida a pie, pero los policías los detuvieron. Uno de ellos, al parecer un agente federal, mostró su placa. Sacaron rápidamente las armas y se enzarzaron en un tiroteo. Uno de los hombres de Ramón huyó al hotel. Los policías lo atraparon y lo arrastraron afuera. Abatieron a otro de los hombres.

Ramón Arellano Félix recibió varios balazos. El jefe del cártel de Tijuana murió quince minutos después, de camino al hospital. Se había sometido a varios procedimientos quirúrgicos para cambiar de aspecto y viajaba con el nombre de Jorge Pérez López, pero las pruebas de ADN demostraron que era hermano de Benjamín.

En Estados Unidos se dijo que El Mayo había atraído a Arellano Félix a su territorio y había pagado a los policías para que lo mataran. Por su parte, el gobierno mexicano seguía negando la participación del Mayo. Nunca fue acusado.

El Mayo y El Chapo no se apoderaron de Tijuana, pero gracias a la muerte de Ramón, el cártel ya no volvió a ser tan poderoso. Apenas un mes después del tiroteo de Ramón, Benjamín fue capturado en Puebla, sin que se disparara un solo tiro.

La PGR declaró triunfante que el cártel de Tijuana estaba «totalmente desmembrado». A lo largo de la década, continuarían los golpes contra los rivales del Mayo y El Chapo.

Entre tanto, El Mayo llamaba la atención de la DEA.

Sobre los hombros del Chapo

Ismael El Mayo Zambada García nació en El Álamo, Sinaloa, el primero de enero de 1948. Como El Padrino y luego El Chapo, mantuvo un perfil bajo durante su ascenso entre las filas del tráfico de drogas en Sinaloa. De joven había sido agricultor y fue pistolero en Ciudad Juárez. El Mayo fue siempre un oportunista. «Aprendió pronto cómo enganchar su vagón a organizaciones más grandes y eso le abrió puertas», dijo un funcionario mexicano. Muy calculador, esperó a que llegara su turno de acceder al poder.

Cuando El Padrino le dio a él y al Chapo su venia para que dirigieran el cártel de Sinaloa, ya pasaba de los cuarenta años, era maduro y tenía pensamiento estratégico. Sabía que la corrupción era una clave para el éxito del nego cio y asignó a los hermanos Beltrán Leyva la tarea específica de comprar a las personas correctas (llegó a decirse que El Mayo compró al presidente Ernesto Zedillo a finales de la década de los noventa, pero nunca se demostró).

Cuando quedó a cargo, El Mayo nunca mató por placer. Según los agentes de la DEA que lo seguían, siempre era por motivos de negocio. Era implacable, y tenía un estilo frío y calculador. A diferencia de los hermanos Arellano Félix, que se dejaban arrastrar por sus emociones, El Mayo planeaba al detalle sus asesinatos. Como El Chapo, tenía un jefe de seguridad diestro, Gustavo Inzuna Inzunza, alias «El Macho Prieto». Era a la vez calculador y temerario, y se hizo famoso por enfrentarse con las fuerzas federales, a las que mantenía a raya con bazucas.

El Mayo aprendió de los mejores, pues era el enlace con los colombianos. Mientras que muchos narcos mexicanos —incluido El Chapo— sólo querían inundar con drogas el mercado estadounidense, El Mayo entendía los fundamentos económicos de la oferta y la demanda. Sabía que si aparecía demasiado producto en las calles estadounidenses sin que se controlara la distribución, el precio caería y terminarían ganando menos. Este razonamiento lo llevó a expandir los cárteles mexicanos dentro de las fronteras estadounidenses.

Al año, El Chapo y El Mayo, pasaban alrededor de mil kilos de cocaína con un valor de venta estimado de 17 millones de dólares únicamente en la región de Nueva York. A Chicago transportaban cocaína por 30 millones de dólares. Hasta los agentes de la DEA admitían que no era más que una pequeña parte de los cargamentos.

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