El Ultimo Narco: Chapo (16 page)

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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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El Ejército Mexicano intervino por primera vez en la guerra contra el narcotráfico en 1948, cuando el presidente Miguel Alemán lanzó una «gran campaña» para destruir sembradíos ilegales de marihuana y opio en todo el país. Sólo 400 soldados participaron en esa gran iniciativa. En la década de los sesenta se hizo otro intento, con apoyo adicional de Estados Unidos, que entregó aviones, helicópteros, jeeps y armas a México.

El único efecto real en el comercio de drogas fue que, a partir de entonces, los gomeros disimularían mejor sus plantaciones de marihuana y amapola. Durante el resto del siglo xx, el número máximo de soldados desplegados para erradicar drogas había sido de aproximadamente 10 mil, pero el comercio de narcóticos no hacía más que aumentar.

El Ejército había tenido algunos grandes triunfos; por ejemplo, la redada en el Rancho Búfalo de Chihuahua. Pero también habían resentido pérdidas importantes.

En 1996, un general llamado José Gutiérrez Rebollo asumió el cargo de zar contra las drogas del país. Como ex integrante de la Guardia Presidencial y comandante militar de acciones contundentes, el general Gutiérrez se había ganado toda una reputación antes de su nombramiento. Había ayudado a capturar al Güero Palma Salazar cuando el avión del narco hizo un aterrizaje forzoso en las montañas cercanas a Guadalajara. Con habilidad (y sigilo), el general Gutiérrez desplegó 200 soldados en torno a la casa en la que se ocultaba El Güero y lo arrestó a él y a 33 policías (que estaban en la nómina del Güero) sin disparar un solo tiro.

A los sesenta y dos años fue designado líder en la lucha de México contra las drogas. Al enterarse de la noticia, su contraparte estadounidense, el general Barry R. McCaffrey, anunció con optimismo que Gutiérrez tenía «una reputación pública de integridad absoluta. Es un líder fuerte, un hombre energético y enfocado».

Antes de que cumpliera seis meses en su puesto, el general Gutiérrez fue detenido en la ciudad de México. Fue condenado a setenta y un años de cárcel por tener vínculos con el cártel de Juárez.

La DEA y funcionarios de Washington como McCaffrey, se indignaron: habían entregado a Gutiérrez información esencial que condujo a la detención de ciertos traficantes y todo el tiempo, bajo sus narices, había estado en el bolsillo del cártel de Juárez.

Otros militares cayeron arrastrados por Gutiérrez Rebollo, pero las fuerzas armadas mexicanas se sostuvieron (como hasta ahora) como una de las instituciones del país que inspiran más confianza. Siempre se recurre a ellas en momentos de extrema necesidad (como en huracanes y otros desastres naturales), y siguen empeñadas en una guerra lenta y agotadora contra los cárteles de las drogas.

En el verano de 2008, el combate no daba señales de aminorar. Según la DEA, la cooperación entre Estados Unidos y México era mayor que nunca. Se entregaba información de inteligencia a personajes como el general Sandoval en Sinaloa, y ellos la aprovechaban para actuar.

En la pared que se extendía a la izquierda del general, un mapa de la región estaba claveteado de alfileres de varios colores, como una muñeca de vudú, pero esta muñeca no estaba muerta. Los alfileres rojos indicaban capturas importantes: sembradíos de amapola y marihuana, ranchos y pistas aéreas clandestinas. Los de color azul, verde y amarillo denotaban posibles objetivos que estaba pendiente atacar. Superaban con mucho a los rojos, y el general lo aceptaba.

«Tenemos mucho que hacer», murmuró, al tiempo que escudriñaba otra pila de documentos para recitar otra andanada de cifras.

El general Sandoval no era el primer militar de alto rango cuyo objetivo era El Chapo y el comercio de drogas en Sinaloa. En 2004, el Ejército atacó. Había recibido informes de que El Chapo y El Mayo acababan de celebrar una enorme fiesta en La Tuna y viajaban en un camión de vuelta a Tamazula, Durango. El viaje tomaría horas, por la condición de los caminos de terracería, y la Fuerza Aérea podría acorralarlos.

Ya con el hombre localizado, los helicópteros se abatieron sobre el rancho donde se creía que El Chapo y sus compadres habían hecho un alto en el camino. «¿Qué pasa?», gritó conmocionado El Chapo a sus guardaespaldas. Escaparon a pie.

Los hombres de la Fuerza Aérea bajaron de los helicópteros y rodearon a los trabajadores del rancho. Para cuando empezaron la búsqueda exhaustiva en el lugar, hacía mucho que El Chapo se había ido. Según fuentes de la policía entrevistadas por periodistas locales, la idea había sido nada más asustar al señor de las drogas, no detenerlo.

Luego, en noviembre de ese mismo año, alrededor de 200 soldados asaltaron otro rancho en las montañas al norte de La Tuna, después de haber oído su voz en un teléfono satelital que habían mantenido intervenido por meses.

Se les escapó por diez minutos. En el rancho encontraron computadoras portátiles con fotos nuevas del jefe narcotraficante: ahora llevaba bigote y pesaba unos diez kilos más que cuando estuvo en la cárcel. Encontraron otras pruebas de que había estado ahí. Furiosos de haber estado tan cerca, los soldados prendieron fuego a dos vehículos y destrozaron el rancho.

Los funcionarios culparon de la huida del Chapo a la red de informantes de la zona, pero los críticos del gobierno tomaron los fracasos como demostración de que nadie hacía ningún esfuerzo verdadero por atraparlo. Los escépticos decían que todo era pura fórmula.

«La única explicación es [que] le avisaron. Las mismas personas que se suponía que tenían que capturarlo son las que lo ayudan», dijo Fernando Guzmán Pérez-Peláez, el congresista que encabezaba un Comité de Seguridad Nacional.

La obsesión de Eddy

El antecesor del general Sandoval, el general Rolando Eugenio Hidalgo Eddy, asumió la jefatura de la novena zona militar en los últimos días del régimen del presidente Vicente Fox, humillado por la fuga del Chapo. Por eso, cuando en enero de 2006 llegó a Culiacán, el general Hidalgo Eddy (o simplemente «Eddy», como acabaron por decirle los lugareños) juró abatir al responsable de su vergüenza.

El general Eddy también era un veterano, nacido en 1945, y de mucho atrás se le consideraba un hombre de acción y de medidas enérgicas. Algunos decían que era imprudente; un colega lo describió como «superfluo en sus decisiones, frívolo, [un hombre] que no analiza las consecuencias de sus órdenes».

A veces, esas decisiones eran las correctas. Por ejemplo, había colaborado en la dirección del equipo de inteligencia militar que incursionó en el Rancho Búfalo en Chihuahua, en cooperación con el agente de la DEA, Kiki Camarena. Sus hombres descubrieron también que miembros del Ejército Mexicano resguardaban la plantación de mil hectáreas de marihuana.

Pero como la mayoría de los generales mexicanos, Eddy también padecía su dosis de rumores negativos e infundados: se decía que cuando estuvo destacado en el norte, en el estado de Coahuila, se había reunido con Carrillo Fuentes. El general lo negó, pero la sentencia del general Gutiérrez por el mismo motivo no contribuyó precisamente a estimular la confianza de la opinión pública.

Por eso, en Sinaloa, con la fuga de Puente Grande pendiendo sobre la cabeza de su gobierno y con las sombras de las dudas que se habían arrojado sobre su lealtad en el pasado, el general Eddy tenía que atrapar al Chapo. En público, llegó a jurar que lo atraparía.

En los primeros meses bajo su mando, capturaron docenas de aviones y grandes cantidades de opio y marihuana. Los soldados de Eddy también allanaron y decomisaron propiedades de Víctor Emilio Cazares Gastélum y su her mana, Blanca Margarita Cazares Salazar, alias «La Emperatriz», una de las supuestas lavanderas de dinero del Chapo. Fue la primera acción importante del gobierno mexicano (en colaboración con el Departamento de justicia de Estados Unidos y la DEA) contra las operaciones financieras de los cárteles mexicanos.

Por primera vez en décadas, la sierra era también un objetivo serio. Las tropas de Eddy registraron exhaustivamente pueblos montañeses y cerraron pistas de aterrizaje, escandalizando a los lugareños, que los acusaron de hostigarlos. Las tropas irrumpieron en poblados del municipio de Badiraguato. Atacaron los paraísos de narcos de Santiago de los Caballeros y La Tuna, sin mencionar varias poblaciones del vecino estado de Durango, donde El Chapo tenía más guaridas.

La base militar de Badiraguato, que había quedado abandonada cuando los soldados fueron despachados a combatir a los rebeldes zapatistas alzados en el sur del país en la segunda mitad de la década de los noventa, se abrió de nuevo, y la presencia de los soldados atrajo rápidamente la ira local. Los habitantes se quejaron de que, en lugar de enviar apoyo para programas de desarrollo de la economía, el gobierno mandaba soldados.

Más alterados estaban centenas de vecinos de Badiraguato y de las poblaciones duranguenses de Tamazula, Topia y Canelas —que formaban parte del feudo del Chapo—. Redactaron y firmaron una petición que enviaron al Presidente y a la comisión local de Derechos Humanos.

«Con la promesa de capturar al Chapo Guzmán —se leía en la carta—, Hidalgo Eddy desató por completo el terror entre las familias del estado de Sinaloa. Infringió la constitución política de México, violó los derechos humanos de los sinaloenses, ignoró descaradamente al gobierno estatal elegido de manera legítima y el poder de jueces y magistrados, y realizó allanamientos todos los días sin órdenes de un juez competente, robando joyas y vehículos con el pretexto de encontrar (…) al Chapo Guzmán».

También se acusaba a Eddy de complicidad con Los Zetas, los pistoleros a sueldo del cártel del Golfo.

Las autoridades desecharon la carta como estratagema propagandística del Chapo. Los lugareños de Badiraguato y Tamazula niegan que hayan sido presionados o pagados para firmar la carta, pero en el pasado ya se habían usado estas tácticas y se volverían a usar en el futuro.

Poco hicieron las quejas para detener al general Eddy. Después de nueve meses en el puesto, hizo lo que ningún otro militar había hecho en Sinaloa: persiguió a la familia de un narco importante. Eddy ordenó que se emprendiera un operativo contra el rancho de María Consuelo Loera Pérez, la madre del Chapo. Les habían informado que El Chapo la había visitado en La Tuna, pero cuando llegaron no lo encontraron. Tampoco hallaron pruebas de actividades ilícitas, pero aun así, según los lugareños, destruyeron completamente el rancho.

Poco después, los soldados del general Eddy detuvieron a Luis Alberto Cano Zepeda, primo del Chapo, cuando aterrizaba un avión ligero en una de las pistas aéreas de la sierra, que por lo general las autoridades desconocen.

El Chapo estaba furioso. Un grupo de sus hombres fue a los cuarteles de la novena zona militar de Culiacán y arrojó un cadáver: el de un informante que había avisado a los militares del paradero del Chapo. Sus asesinos dejaron una nota, en la que advertían a Eddy que se replegara. A pesar de la amenaza (y a otras en las semanas siguientes), el general no se disuadió.

En octubre, Eddy recibió información confiable de inte ligencia de que El Chapo se encontraba en Sinaloa de Leyva, al norte, en las faldas de la sierra. Envió un contingente de soldados a atacar el pueblo. Tres helicópteros los respaldaban; pero cuando los soldados llegaron, El Chapo había huido. Alguien del mismo equipo de Eddy había filtrado la noticia del ataque.

Lo mismo se repitió durante el mando del general Eddy. En la sierra, en varias ocasiones pareció que sus hombres tenían acorralado al Chapo, pero en todos los casos el señor de las drogas escapó.

La determinación del Chapo —o, cuando menos, su red— fue más firme que la de Eddy, y a fin de cuentas el general perdió. Cuando se fue, los periódicos locales hablaron menos de la llegada del general Sandoval y más bien subrayaron que Eddy no había cumplido sus metas. En un encabezado se leía: «Ganó El Chapo, terminó la guerra y el general Hidalgo Eddy se fue».

Eddy viviría obsesionado por su fracaso. Más adelante, uno de sus guardias fue detenido por haber filtrado información al Chapo. El guardia conocía cada movimiento de Eddy y casi cada decisión suya.

Para el general Sandoval, la lucha apenas comenzaba. Aunque en ocasiones desestimaba la agitación que consumía a la región —«Sinaloa no está en guerra», insistía ante los periodistas—, no pensaba retroceder y hacerse el muerto.

Su estrategia, sin embargo, era un tanto diferente a la de Eddy. Para empezar, quiso mejorar la cooperación con el gobierno, que antes faltaba, y trató de sortear la burocracia. «Cada vez que encontramos o hacemos algo, viene un supervisor a supervisar al que nos enviaron para supervisarnos», dijo cuando reunía pruebas en un sembradío de marihuana incautado. «Los narcotraficantes (…) saben enseguida que encontramos algo».

Como su antecesor, el general Sandoval persiguió a los familiares del Chapo que estuvieran implicados en actividades ilegales. Pero también iría tras de sus subalternos, su estructura de apoyo, las raíces del sistema del narco. Sus hombres confiscarían cientos de vehículos que pensaban podían estar siendo usados por narcos y establecerían retenes por todo Culiacán con la esperanza de reducir al mínimo la circulación de drogas y armas. Patrullarían las calles día y noche. Desbaratarían la red del narcotráfico; en la sierra, los retenes y las incursiones sorpresivas estrecharían el nudo alrededor del cuello de los narcos.

Esta era la propuesta completa inicial del presidente Felipe Calderón contra los narcos: sacudir verdaderamente las cosas, librar la guerra que El Chapo había empezado. En esta guerra, quienquiera que fuera atrapado en un plantillo o sembradío de drogas, sería arrestado. Siempre que fuera posible, se obtendría información de ellos. Sería arrestado todo aquel que circulara con drogas. Sería arrestado todo aquel que pasara con papeles falsos por un retén.

La estrategia del general Sandoval tenía sus opositores. En una ocasión lanzaron una granada a las barracas de Navolato, a unos 32 kilómetros de la capital del estado. No hubo heridos, pero el general estaba furioso. Envió cientos de soldados a las calles y desplegó varios helicópteros para revisar la ciudad. También hizo una visita al alcalde de Navolato para exigirle un informe sobre el ataque con la granada. Fue el primero de los encontronazos que tuvo Sandoval con las autoridades locales. El Ejército no era muy bienvenido en estos rumbos; los soldados y su general no siempre confiaban en los habitantes.

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