Geralt entró en la nada y el frío ahogó una risa que le hizo estremecerse.
El portal, rugiendo y revolviéndose como un huracán, lo expulsó con ímpetu, lo escupió con fuerza de un pulmón reventado. El brujo rodó por el suelo, jadeando, tomando aire con dificultad por su boca abierta.
El suelo temblaba. Al principio pensaba que él mismo temblaba después del viaje a través del desgarrador infierno del portal, pero pronto se dio cuenta de su error. Toda la casa vibraba, se sacudía, se agitaba.
Miró a su alrededor. No se encontraba en la habitacioncilla en la que por última vez había visto a Yennefer y Jaskier, sino en una gran sala general de la posada en obras de Errdil.
La vio. Estaba de rodillas entre unas mesas, inclinada sobre una bola mágica. La bola brillaba con un fuerte resplandor lácteo, volviendo rojos con su luz los dedos de la hechicera. El resplandor emitido por la bola creaba una imagen. Titilante, vacilante, pero clara. Geralt veía el cuartito con la estrella y el pentagrama pintados en el suelo, brillando ahora hasta el blanco candente. Vio las líneas de fuego que salían disparadas del pentagrama, multicolores, temblorosas, hacia arriba, más allá del techo, de donde provenía el tumulto rabioso del maligno djinn.
Yennefer lo vio, se incorporó y alzó la mano.
—¡No! —gritó—. ¡No hagas eso! ¡Quiero ayudarte!
—¿Ayudarme? —resopló—. ¿Tú?
—Sí.
—¿Pese a lo que te hice?
—Pese a ello.
—Interesante. Pero en el fondo no importa. No necesito tu ayuda. Largo de aquí ahora mismo.
—No.
—¡Largo de aquí! —gritó, haciendo un gesto ominoso—. ¡La cosa se está volviendo peligrosa! El asunto se está escapando a mi control, ¿entiendes? No puedo controlarlo, no entiendo por qué, pero el bellaco no se debilita. Lo atrapé cuando cumplió el tercer deseo del trovador, debiera estar ya dentro de la bola. ¡Pero no se debilita! ¡Joder, parece incluso como si se volviera cada vez más fuerte! Pero lo domaré, lo venceré...
—No lo vencerás, Yennefer. Te matará.
—No es tan fácil matarme...
Se interrumpió. Todo el techo de la posada se puso de pronto incandescente y brilló. La visión que arrojaba la bola se disolvió en una claridad lechosa. En el techo se dibujó un enorme cuadrado de fuego. La hechicera maldijo, alzó los brazos, de sus dedos saltaban chispas.
—¡Vete, Geralt!
—¿Qué sucede, Yennefer?
—Me ha localizado... —tartamudeó, enrojeciendo del esfuerzo—. Quiere llegar a mí. Está creando un portal propio para introducirse aquí. No puede cortar los lazos, pero podrá entrar a través del portal. No puedo... ¡No puedo detenerlo!
—Yennefer...
—¡No me distraigas! Tengo que concentrar... Geralt, debes huir. Te abriré mi portal para que huyas. Ten cuidado. Será un portal al azar, no tengo tiempo ni fuerzas para otro... No sé dónde aterrizarás... pero estarás seguro... Prepárate...
El gran portal en el techo brilló cegadoramente, se abrió y se deformó, el morro sin contornos que ya conocía el brujo fue apareciendo de la nada, chasqueando sus mandíbulas, aullando tanto que taladraba los oídos. Yennefer se adelantó, agitó las manos y gritó un maleficio. De sus manos se disparó un cúmulo de luz que cayó sobre el djinn como una red. El djinn gritó y expulsó de sí unas largas zarpas que dirigió, como si fueran cobras atacando, hacia la garganta de la hechicera. Yennefer no retrocedió.
Geralt se echó sobre ella, la apartó y la cubrió. El djinn, envuelto en luz mágica, salió del portal como el corcho de una botella, se echó sobre ellos abriendo la boca. El brujo apretó los dientes y lo golpeó con la Señal, sin efecto visible. Pero el genio no atacó. Se mantuvo colgado en el aire, justo por debajo del techo, se expandió hasta un tamaño considerable, miró con los ojos ciegos y desencajados a Geralt y gritó. En el grito había una especie de orden o mandato. No entendió cuál.
—¡Por aquí! —gritó Yennefer, saltando a un portal que había convocado en la pared delante de las escaleras. En comparación con el portal creado por el genio, el de la hechicera se veía pobre, humilde, casi provisional—. ¡Por aquí, Geralt! ¡Huye!
—¡Sólo los dos juntos!
Yennefer, alzando las manos en el aire, gritó un hechizo, las líneas multicolores que sujetaban al genio lanzaron chispas, temblaron. El genio giró como un tábano, tirando de los lazos, cortándolos. Lenta pero persistentemente se acercó a la hechicera. Yennefer no retrocedió.
El brujo se acercó de un salto, hábilmente le echó la zancadilla, la agarró por el cinturón con una mano, con la otra le aferró los cabellos a la altura de la nuca. Yennefer blasfemó horriblemente y le golpeó con el codo en el cuello. No la soltó. El penetrante olor a ozono que habían producido los encantamientos no lograba esconder su perfume a lila y grosella. Geralt evitó las piernas de la hechicera que estaban dando patadas a todos lados y saltó, conduciéndola directamente a la vacilante nada opalina del pequeño portal.
El portal que conducía a lo desconocido.
Volaron, estrechamente apretados. Cayeron sobre un pavimento de mármol, se deslizaron por él derribando un enorme candelabro y luego una mesa de la cual, con estruendo y revuelo, cayeron jarras de cristal, páteras con frutas y una gran vasija llena con hielo machacado, algas y ostras. Alguien gritó, alguien chilló.
Estaban en el mismo centro de una sala de baile, iluminada por candelabros. Caballeros ricamente vestidos y damas brillantes de joyas interrumpieron el baile y les miraron en un silencio estupefacto. Los músicos de la galería terminaron de tocar con una cacofonía que hería los oídos.
—¡Tú, cretino! —gritó Yennefer, intentando arañarle los ojos—. ¡Tú, idiota de mierda! ¡Me lo has impedido! ¡Ya casi lo tenía!
—¡Una mierda, lo tenías! —le respondió, sin ganas de broma—. ¡Te he salvado la vida, bruja idiota!
Ella resopló como un gato rabioso, sus manos lanzaban chispas. Geralt, volviendo el rostro, la cogió por ambas muñecas, después de lo cual comenzaron a revolcarse entre las ostras, las frutas caramelizadas y los pedazos de hielo.
—¿Tienen ustedes invitación? —les preguntó un gallardo individuo que llevaba una dorada cadena de chambelán al pecho, mirándoles desde arriba con un gesto altanero.
—¡Vete a tomar por culo, gilipollas! —gritó Yennefer, todavía intentando arañar los ojos de Geralt.
—Esto es un escándalo —dijo con énfasis el chambelán—. Verdaderamente, exageráis con eso de la teleportación. Me quejaré al Consejo de Hechiceros. Exijo...
Nadie jamás llegó a enterarse de qué es lo que exigía el chambelán. Yennefer se liberó de la tenaza de Geralt, con la mano abierta le dio al brujo en la oreja, le propinó una patada con todas sus fuerzas en la pantorrilla y saltó en el portal que estaba desapareciendo en la pared. Geralt se echó detrás de ella, con un movimiento ya practicado la agarró por los cabellos y el cinturón. Yennefer, también con mayor práctica, le golpeó con el codo. De la violencia del movimiento se rompió su vestido por el sobaco, dejando al descubierto un hermoso pecho de muchacha. Del desgarrado escote resbaló una ostra.
Cayeron ambos en la nada del portal. Geralt todavía alcanzó a escuchar las palabras del chambelán.
—¡Música! ¡Seguid tocando! No ha pasado nada. ¡Por favor, no se preocupen por este lamentable incidente!
El brujo estaba convencido de que con cada nuevo viaje por el portal crecía también el riesgo de accidente y no se equivocaba. Llegaron a su objetivo, la posada de Errdil, pero se materializaron justo debajo del techo. Cayeron aplastando la balaustrada de las escaleras, aterrizaron con gran estruendo encima de la mesa. La mesa no tenía derecho a aguantar eso y no lo aguantó.
Yennefer se encontraba debajo en el momento de la caída. Estaba seguro de que había perdido el sentido. Se equivocaba.
Le aporreó con los nudillos en el ojo y le escupió directamente a la cara un manojo de insultos de los que no se avergonzaría un enano sepulturero, y los enanos sepultureros eran famosos por sus increíbles insultos. Los anatemas iban acompañados por rabiosos y desordenados golpes, lanzados a ciegas, donde caían. Geralt la agarró por las manos y, al intentar evitar los golpes en la frente, apretó el rostro en el escote de la hechicera, que olía a lila, grosella y ostras.
—¡Suéltame! —gritó, pataleando como un potro—. ¡Idiota, tonto, payaso! ¡Suéltame, te digo! ¡Los lazos van a estallar, tengo que reforzarlos o el djinn se escapará!
No respondió, aunque tenía ganas. La agarró aún más fuerte, intentando aplastarla contra el suelo. Yennefer maldijo horrorosamente, forcejeó y le golpeó con todas sus fuerzas con la rodilla entre las piernas. Antes de que él alcanzara a respirar, ella se soltó y pronunció un hechizo. Sintió como una monstruosa fuerza lo levantaba del suelo y lo empujaba por toda la longitud de la sala y luego, con un ímpetu que cortaba el aliento, lo arrojó contra una cómoda de dos puertas labradas y la hizo pedazos minuciosamente.
—¿Qué pasa ahí? —Jaskier, pegado al muro, sacó el cuello, intentando atravesar el chaparrón con la mirada—. ¿Qué pasa ahí, decidme, por todos los diablos?
—¡Se están pegando! —gritó uno de los curiosos viandantes, saltando de la ventana de la posada como si se hubiera quemado. Sus andrajosos compañeros también echaron a correr, pisando el barro con los pies descalzos—. ¡El hechicero y la bruja se están pegando!
—¿Se están pegando? —se extrañó Neville—. ¡Ellos se pegan y este asqueroso demonio destruye mi ciudad! ¡Miradlo, otra vez ha tirado una chimenea! ¡Y desbarata los ladrillos! ¡Eh, vecinos! ¡Corred para allá! ¡Dioses, menos mal que está lloviendo, si no tendríamos un incendio de la leche!
—Esto no va a durar mucho más —dijo sombrío el capellán Krepp—. La luz mágica está debilitándose, los lazos van a estallar. ¡Don Neville! ¡Ordenad a la gente que retroceda! ¡Allí se va a desencadenar ahora un infierno! ¡De esta casa no van a quedar más que las astillas! Don Errdil, ¿de qué os reís? Al fin y al cabo es vuestra casa. ¿Qué es lo que os divierte tanto?
—¡Esta ruina tiene un seguro de un buen montón de perras!
—¿La póliza incluye accidentes mágicos y sobrenaturales?
—Por supuesto.
—Juicioso, señor elfo. Muy juicioso. Os felicito. ¡Eh, vecinos, cubríos! ¡A quien le guste la vida que no se acerque más!
Desde el interior del hogar de Errdil se escuchó un ensordecedor estruendo, relucieron truenos. La muchedumbre retrocedió, escondiéndose detrás de los pilares de la plaza.
—¿Por qué Geralt se metió ahí? —gimió Jaskier—. ¿Por qué cojones? ¿Por qué se empeñó en salvar a esa hechicera? Voto al diablo, ¿por qué? ¿Chireadan, lo entiendes tú?
El elfo sonrió con tristeza.
—Lo entiendo, Jaskier —afirmó—. Lo entiendo.
Geralt esquivó un nuevo rayo de fuego naranja disparado por los dedos de la hechicera. Estaba visiblemente cansada: los rayos eran débiles y lentos, y los evitó sin mayor esfuerzo.
—¡Yennefer! —gritó—. ¡Cálmate! ¡Entiende por fin lo que te quiero decir! No conseguirás...
No terminó. De las manos de la hechicera saltaron unos delgados relámpagos rojos que lo alcanzaron en muchos sitios y lo envolvieron esmeradamente. La ropa siseó y comenzó a echar humo.
—¿No lo conseguiré? —gruñó, de pie a su lado—. Ahora verás de lo que soy capaz. Basta con que te tumbes y no molestes más.
—¡Quítame esto! —gritó, retorciéndose y estirando la tela de araña ígnea—. ¡Que me quemo, coño!
—Tiéndete y no te muevas —le recomendó, respirando con dificultad—. Eso arde sólo cuando te mueves... No puedo dedicarte más tiempo, brujo. Nos hemos divertido un rato pero lo bueno, si breve... Tengo que ocuparme del djinn, porque se me va a escapar...
—¿Escapar? —bramó—. ¡Tú eres quien tiene que escapar! Ese djinn... Yennefer, escúchame con atención. Tengo que confesarte algo. Tengo que decirte la verdad. Te asombrarás.
El djinn se retorció en sus ligaduras, dio una vuelta, tiró de los lazos que lo sujetaban y derribó la torreta de la casa de Beau Berrant.
—¡Pero cómo berrea! —Jaskier se tocó inconscientemente la garganta—. ¡Que monstruosos berridos! ¡Parece cómo si estuviera rabioso de la leche!
—Porque lo está —dijo el capellán Krepp.
Chireadan le lanzó una rápida mirada.
—¿Qué?
—Está rabioso —repitió Krepp—. Y no me extraña. Yo también lo estaría si hubiera tenido que cumplir al pie de la letra el primer deseo que, sin saberlo, expresó el brujo...
—¿Cómo? —gritó Jaskier—. ¿Geralt? ¿Un deseo?
—Él tenía en la mano el sello que aprisionaba al genio. El genio cumple sus deseos. Por eso la hechicera no puede subyugar al djinn. Pero el brujo no debe decírselo a ella, incluso si ya se dado cuenta. No debe decírselo.
—Su puta madre —murmuró Chireadan—. Comienzo a entender. El carnicero en la mazmorra... Reventó...
—Ése fue el segundo deseo del brujo. Le queda sólo uno. El último. ¡Pero, por los dioses, no debe confesárselo a Yennefer!
Estaba de pie, inmóvil, inclinada sobre él, sin desviar su atención al djinn que se revolvía en sus ligaduras sobre el tejado de la posada. El edificio se estremecía, del techo caían cal y astillas, los muebles se arrastraban por el suelo con movimientos espasmódicos.
—Así que es eso —susurró—. Mis felicitaciones. Has conseguido engañarme. No era Jaskier, sino tú. ¡Por eso el djinn lucha de tal modo! Pero aún no he perdido, Geralt. No me valoras, no valoras mi fuerza. De momento os tengo a los dos en la sartén, al djinn y a ti. ¿Tienes todavía un deseo? Pídelo ahora. Liberarás al djinn y entonces lo meteré en la botella.
—Ya no tienes suficientes fuerzas, Yennefer.
—No sabes las fuerzas que tengo. ¡Tu deseo, Geralt!
—No, Yennefer. No puedo... Puede que el djinn lo otorgue pero a ti no te perdonará. Cuando esté libre, te matará, se vengará de ti... No te dará tiempo a atraparlo y no te dará tiempo a defenderte. Estás agotada, apenas te tienes en pie. Morirás, Yennefer.
—¡Ése es mi riesgo! —gritó con rabia—. ¿A ti que te importa? ¡Piensa mejor en lo que el djinn te puede dar a ti! ¡Todavía tienes un deseo! ¡Puedes pedir lo que quieras! ¡Aprovecha tu oportunidad! ¡Aprovéchala, brujo! ¡Puedes tener todo! ¡Todo!
—¿Morirán los dos? —aulló Jaskier—. ¿Cómo puede ser? Don Krepp, o como os llaméis... ¿Por qué? Si el brujo... ¿Por qué Geralt, su puta y reputa madre, no huye? ¿Por qué? ¿Qué lo detiene allí? ¿Por qué no abandona a su suerte a esa jodida bruja y no huye? ¡Si él sabe que no tiene sentido!