—¿...que se quedará entre ellos? ¿Aquí, en Dol Blathanna? Puede ser. Si...
—¿Si qué?
—Si los humanos se muestran dignos de ello. Si el confín del mundo continúa siendo el confín del mundo. Si somos capaces de respetar las fronteras. Venga, basta de tanto hablar, muchachos. Es hora de dormir.
—Cierto. La medianoche se acerca, el fuego se marchita. Me quedaré un rato todavía, siempre me salen mejor las rimas junto a un fuego que se apaga. Y necesito un título para mi romance. Un título bonito.
—¿Quizás «El confín del mundo»?
—Demasiado banal —bufó el poeta—. Incluso si se trata de hecho del confín del mundo, hay que definir este lugar de otro modo. Una metáfora. Doy por hecho que sabes lo que es una metáfora, ¿eh, Geralt? Humm. Dejadme pensar... «Allá donde...» Joder. «Allá donde...»
—Buenas noches —dijo el diablo.
El brujo desató la camisa, despegó el lino mojado de su nuca. En la cueva hacía calor, mucho incluso. En el aire flotaba un vapor húmedo y pesado que goteaba sobre las musgosas peñas y las planchas de basalto de las paredes.
Alrededor todo eran plantas. Crecían en gavetas en el suelo, en cavidades rellenas de turba, en grandes cajones, dornajos y jardineras, se encaramaban por las paredes de piedra, apoyadas en andamios y varas de madera. Geralt las miró con interés, reconociendo algunas bastante raras, aquéllas que entraban dentro de la composición de los elixires y medicamentos de los brujos, filtros mágicos y pociones de hechicería. Había otras, todavía más extrañas, cuyas propiedades podía poco más que imaginarse. E incluso algunas que no conocía en absoluto y de las que jamás había oído hablar. Vio masas de nostrix de hojas estrelladas cubriendo las paredes de la cueva, compactas bolas de cabecivientos que sobresalían de enormes urnas, vástagos de arenarias llenos de bayas tan rojas como la sangre. Reconoció las jaspeadas y carnosas hojas de la escorocela, las ovaladas y amarillo—burdeos de la nomeintentes, y las oscuras agujas de la piloritka. Alcanzó a ver las moles de musgo de hojas pingadas de la sangripuesta, los bulbos brillantes del ojo de cuervo y los pétalos rayados como tigre de la orquídea ratonera.
En la parte más oscura de la cueva se percibían los abombados ejemplares de los hongos shytnacca, grises como una chimenea obstruida. No lejos crecía la sieyigrona, una hierba capaz de neutralizar cada toxina o veneno conocido. Saliendo de urnas empotradas profundamente en el suelo, unas escuálidas escobillas de un amarillo grisáceo traicionaban al ranog, una raíz de poderosas y universales virtudes medicinales.
El centro de la cueva lo ocupaban plantas acuáticas. Geralt vio cubas llenas de rogatka y pestañas de tortuga y estanques cubiertos de una densa piel de bajotierras, plantas útiles para proteger de los parásitos. Colecciones de vasos llenos de retorcidos rizomas de doblerejos alucinógenos, esbeltos kriptokores verde oscuro y ovillos de nematodos. Estaba también la fangosa y encenagada koryta, y había cultivos incontables de mohos, algas y líquenes pantanosos.
Nenneke, con las mangas del hábito de sacerdotisa recogidas, sacó de una cesta unas tijeras y un pequeño rastrillo de hueso y, sin una palabra, se puso a trabajar. Geralt se sentó en un banco entre dos columnas de luz que caían atravesando sendas placas de cristal en el techo de la caverna.
La sacerdotisa murmuraba y ronroneaba en voz baja mientras introducía hábilmente las manos en la espesura de hojas y tallos, hacía chasquear las tijeras y llenaba la cesta de manojos de hierbas. Arreglaba también las varitas y los marcos que sujetaban las plantas, removía la tierra de vez en cuando con el rastrillo. A veces, murmurando con cólera, arrancaba tallitos resecos o podridos, los arrojaba a unos esportillos repletos de humus para disfrute de hongos y de otras plantas provistas de vainas y tortuosamente retorcidas, que el brujo no conocía. Ni siquiera estaba seguro de si se trataba de plantas: le parecía que los brillantes rizomas se movían ligeramente, tendiendo en dirección a las manos de la sacerdotisa unos plantones peludos.
Hacía calor. Mucho calor.
—¿Geralt?
—¿Sí? —Combatió la somnolencia que le amenazaba. Nenneke, jugueteando con las tijeras, le contemplaba desde detrás de unas plumosas hojas de espergularia.
—No te vayas todavía. Quédate. Unos cuantos días más.
—No, Nenneke. Es hora ya de que me ponga en camino.
—¿Qué te hace apresurarte? No tienes que preocuparte de Hereward. Y ese vagabundo de Jaskier bien se puede ir solo a romperse la crisma por ahí. Quédate, Geralt.
—No, Nenneke.
La sacerdotisa hizo chasquear las tijeras.
—¿Acaso tienes tanta prisa por irte del santuario porque tienes miedo de que ella te encuentre aquí?
—Sí —reconoció, no sin resistencia—. Lo has adivinado.
—No era una adivinanza muy difícil —murmuró—. Pero tranquilízate. Yennefer ya estuvo aquí. Hace dos meses. No volverá pronto porque discutimos. No, no por ti, ni siquiera preguntó por ti.
—¿No preguntó?
—Ahí te duele —se rió la sacerdotisa—. Eres egocéntrico como todo hombre. No hay nada peor que el desinterés, ¿no es cierto? ¿La indiferencia? Pero no, no te deprimas. Conozco demasiado bien a Yennefer. No preguntó por nada, pero miraba a todos lados, buscando huellas tuyas. Y estaba muy enfadada contigo, lo percibí.
—¿Por qué discutisteis?
—Por nada que a ti te interese.
—De cualquier modo, ya lo sé.
—No lo creo —afirmó con tranquilidad Nenneke, arreglando unas varitas—. Lo que sabes de ella es bastante superficial. Lo que ella sabe de ti, dicho sea entre paréntesis, también. Lo cual es típico de una relación como la que os une u os ha unido. Ambos no prestáis atención a nada, excepto a una valoración en extremo emocional de los resultados mientras ignoráis las causas.
—Estuvo aquí para intentar curarse —afirmó con frialdad—. Por eso os peleasteis, reconócelo.
—No reconozco nada.
El brujo se levantó, se enderezó bajo la luz de uno de los tragaluces.
—Permíteme un momento, Nenneke. Echa un vistazo a esto.
Abrió un bolsillo secreto en su cinturón, extrajo un pequeño bulto, un saquito en miniatura hecho de piel de cabra, derramó el contenido sobre una mano.
—Dos diamantes, un rubí, tres hermosos jades, una interesante ágata. —Nenneke sabía de todo—. ¿Cuánto te han costado?
—Dos mil quinientos ducados temerios. La paga por la estrige de Wyzima.
—Por un cuello desgarrado —se enojó la sacerdotisa—. Qué más da, cuestión de precio. Pero hiciste bien en invertir el dinero en estas piedras preciosas. Los ducados tienen hoy día una cotización muy baja y el precio de las piedras en Wyzima no es muy alto, demasiado cerca de las minas de los enanos en Mahakam. Si vendes estas piedras en Novigrado te darán por lo menos quinientas coronas novigradas y la corona está en este momento a seis ducados y medio, y subiendo.
—Me gustaría que lo aceptaras.
—¿En depósito?
—No. El jade puedes guardarlo para el santuario como, digamos, mi sacrificio a la diosa Melitele. Y el resto de las piedras son... para ella. Para Yennefer. Dáselas cuando vuelva por aquí, que con toda seguridad será pronto.
Nenneke le miró directamente a los ojos.
—Yo no lo haría en tu lugar. Créeme, la harás enfadarse aún más, si esto es posible. Deja todo tal y como está, porque no estás en posición de cambiar ni de mejorar nada. Huyendo de ella te comportaste... digamos que de una forma no especialmente digna de un hombre adulto. Intentando borrar tu propia culpa con alhajas, te comportas como un hombre demasiado maduro, hasta pasado, diría yo. La verdad es que no sé qué tipo de hombre soporto menos.
—Era demasiado opresiva —murmuró, volviendo el rostro—. No podía soportarlo. Me trataba como a...
—Basta —dijo con sequedad—. No me llores en el regazo. No soy tu madre, ¿cuántas veces tendré que decirlo? Tampoco tengo intención de ser tu confidente. Me importa un pimiento cómo te trató y menos todavía me importa cómo la trataste tú a ella. Y no tengo ni la más mínima intención de hacer de celestina ni de entregarle esas estúpidas piedras. Si quieres hacer el tonto, hazlo sin mi intercesión.
—No me has entendido. No pienso andar rogándole ni comprarla. Sin embargo, le debo algo y el tratamiento que ella pretende es al parecer muy caro. Quiero ayudarle, eso es todo.
—Eres más tonto de lo que pensaba. —Nenneke soltó la cesta en el suelo—. ¿Un tratamiento caro? ¿Ayudar? Geralt, para ella tus piedrecillas son minucias que no valen un escupitajo. ¿Sabes acaso lo que Yennefer puede cobrar por hacerle desaparecer el embarazo a una gran dama?
—Eso, en concreto, lo sé. Y también que por el tratamiento de la infertilidad cobra incluso más. Lástima que no se pueda ayudar a sí misma. Por eso busca ayuda en otros lados, como, por ejemplo, contigo.
—Nadie le puede ayudar a ella. Es absolutamente imposible. Es una hechicera. Como la mayoría de los magos, tiene las gónadas atrofiadas, por completo insuficientes, y esto no es recuperable. Jamás podrá tener un niño.
—No todas las hechiceras son estériles. Algo sé sobre ello y tú también.
—También. —Nenneke entrecerró los ojos—. Lo sé.
—No puede ser una regla aquello para lo que hay excepciones. Por favor, no me cuentes ahora banales mentiras sobre excepciones que confirman las reglas. Cuéntame algo sobre las excepciones en sí.
—Sobre las excepciones —respondió con frialdad— se puede decir solamente una cosa. Que las hay. Y no más. Y Yennefer... Por desgracia, ella no es una excepción. Al menos no en cuanto a la esterilidad de la que hablamos. Porque en otros aspectos sería difícil hallar mayor excepción que ella.
—Los hechiceros —Geralt no tomó en cuenta ni su frialdad ni sus alusiones— han conseguido ya resucitar a los muertos. Conozco casos bien documentados. Y la resurrección de los muertos es bastante más difícil que la reparación de la atrofia de miembros u órganos, me parece a mí.
—Mal te parece. Porque yo no conozco ni un solo caso documentado del éxito de una reparación de atrofias o de una regeneración de glándulas endocrinas. Geralt, basta ya, esto comienza a recordar a una consulta. Tú no tienes ni idea de medicina y yo sí. Y si te digo que Yennefer pagó por ciertas capacidades el precio de perder otras, entonces esto es así.
—Si es tan evidente, no entiendo por qué ella todavía intenta...
—Tú entiendes poco —le interrumpió la sacerdotisa—. Poquísimo. Deja de preocuparte por las aflicciones de Yennefer y piensa en las propias. También tu organismo fue sometido a cambios que son irreversibles. La forma de proceder de Yennefer te extraña, pero, ¿qué dices de ti mismo? Para ti también tendría que ser evidente que nunca serás un ser humano, y sin embargo todo el tiempo intentas serlo. Cometiendo errores humanos. Errores que un brujo no debería cometer.
Él se apoyó en la pared de la cueva, se limpió el sudor de las cejas.
—No contestas —afirmó Nenneke, sonriéndose ligeramente—. No me extraña. No se discute fácilmente con la voz de la razón. Estás enfermo, Geralt. Eres un minusválido. Reaccionas mal a los elixires. Tienes la respiración acelerada, la acomodación del ojo es demasiado lenta, tus reflejos también. No te salen ni las Señales más sencillas. ¿Y tú quieres ponerte en camino? Lo que tienes que hacer es ponerte en tratamiento. Es necesaria una terapia. Y antes de ella un trance.
—¿Por ello me enviaste a Iola? ¿Como parte de la terapia? ¿Para facilitar el trance?
—¡Eres tonto!
—Pero no hasta ese punto.
Nenneke se dio la vuelta, introdujo la mano entre unos tallos carnosos desconocidos para el brujo.
—Bien, como quieras —habló con mayor libertad—. Sí, te la envié. Como parte de la terapia. Y por cierto que funcionó. Al día siguiente reaccionaste mejor. Estabas más tranquilo. Aparte de eso, Iola también necesitaba terapia. No te enfades.
—No me enfado con la terapia ni con Iola.
—¿Pero sí con la voz de la razón que estás escuchando?
No respondió.
—El trance es necesario —repitió Nenneke, midiendo con la mirada su jardín cavernario—. Iola está dispuesta. Ha establecido contacto físico y psíquico contigo. Si quieres irte, lo haremos esta noche.
—No. No quiero. Entiende, Nenneke, que en el trance Iola puede comenzar a ver. A profetizar, a leer el futuro.
—Justo de eso se trata.
—Justo. Y yo no quiero conocer el futuro. ¿Cómo podría hacer lo que hago si lo conociera? Y de todos modos, yo ya lo conozco.
—¿Estás seguro?
No respondió.
—Bueno, de acuerdo —suspiró—. Vámonos. Ah, ¿Geralt? No quiero ser indiscreta, pero cuéntame... Cuéntame cómo os conocisteis. Tú y Yennefer. ¿Cómo comenzó?
El brujo sonrió.
—Comenzó con que Jaskier y yo no teníamos nada para el desayuno y decidimos pescar.
—¿He de entender que en vez de un pez pescaste a Yennefer?
—Te contaré cómo fue. Pero mejor después de la cena, porque me ha entrado un poco de hambre.
—Vamos pues. Ya tengo todo lo que necesitaba.
El brujo se dirigió a la salida, paseó otra vez la vista por la caverna-invernadero.
—¿Nenneke?
—¿Ajá?
—La mitad de lo que tienes aquí son plantas que no crecen ya en ningún otro lugar del mundo. No me equivoco, ¿verdad?
—No te equivocas. Más de la mitad.
—¿Cómo explicas eso?
—Si te digo que por voluntad de la diosa Melitele, seguro que no te basta.
—Seguro que no.
—Me lo imaginaba. —Nenneke se sonrió—. Sabes, Geralt, nuestro hermoso sol todavía alumbra. Pero ya no como antes. Si quieres, léete un libro. Pero si no quieres perder tiempo en ello, puede que te satisfaga la explicación de que el cristal de que está hecho el techo actúa como un filtro. Elimina las radiaciones mortales de las que cada vez hay más en la luz del sol. Por eso crecen aquí plantas que ya no verás crecer en su estado natural en ningún otro lugar del mundo.
—Comprendo —afirmó con la cabeza el brujo—. ¿Y nosotros, Nenneke? ¿Qué nos pasará? El sol también luce sobre nosotros. ¿Acaso no debiéramos nosotros también escondernos debajo de un tejado parecido?
—De hecho debiéramos hacerlo —suspiró la sacerdotisa—. Pero...
—¿Pero qué?
—Pero ya es demasiado tarde.
El siluro sacó al aire su cabeza y sus bigotes, tiró con fuerza, salpicó, removió el agua, su blanco vientre destelló al sol.