En contraposición a las sacerdotisas y las druidas, a quienes no les gustaba aceptar muchachas feas o lisiadas, las hechiceras aceptaban a toda la que mostrara predisposición. Si una niña atravesaba la criba de los primeros años de aprendizaje, entraba en juego la magia: enderezando e igualando piernas, reparando huesos mal unidos, remendando labios leporinos, eliminando cicatrices, granos y las marcas de la viruela. La joven hechicera se volvía «atractiva» porque así lo exigía el prestigio de su profesión. El resultado era unas mujeres pseudohermosas con enojados y fríos ojos de feúchas. Unas feúchas que no eran capaces de olvidar su fealdad oculta tras una máscara mágica, oculta no para hacerlas más felices, sino para realzar el prestigio profesional.
No, Geralt no entendía a Chireadan. Sus ojos, ojos de brujo, registraban demasiadas peculiaridades.
—No, Chireadan —respondió a la pregunta—. No te lo niego. Te agradezco la advertencia. Pero lo único que me interesa aquí es Jaskier. Sufrió daño por mi causa, en mi presencia. No alcancé a salvarlo, no supe ayudarlo. Me sentaría en la cola de un escorpión con el culo al aire, si supiera que eso le iba a ayudar.
—De eso, sobre todo, te tienes que guardar —sonrió enigmático el elfo—. Porque Yennefer lo sabe y le gusta utilizar tal conocimiento. No confíes en ella, Geralt. Es peligrosa.
No respondió.
Arriba sonó una puerta. Yennefer apareció en lo alto de la escalera, apoyándose en la balaustrada de la galería.
—Brujo, ¿podrías venir un momento?
—Desde luego.
La hechicera apoyó la espalda en la puerta de uno de los pocos cuartos más o menos amueblados en el que habían metido al sufriente trovador. El brujo se acercó, mirando en silencio. Vio el hombro izquierdo de ella, un pelín más alto que el derecho. La nariz, un pelín demasiado larga. Los labios, un poco demasiado anchos. La barbilla, un poquito demasiado corta. Las cejas, demasiado irregulares. Los ojos...
Veía demasiadas peculiaridades. Completamente innecesario.
—¿Qué hay con Jaskier?
—¿Dudas de mis conocimientos?
Todavía dudaba. Tenía la figura de una veinteañera, aunque prefería no adivinar su verdadera edad. Se movía con gracia natural, sin afectación. No, no había manera de saber cómo había sido antes, lo que se le había corregido. Dejó de pensar en ello, no tenía sentido.
—Tu talentoso camarada se pondrá bien —dijo—. Recuperará sus capacidades vocales.
—Tienes mi más fervoroso agradecimiento.
Se sonrió.
—Vas a tener ocasión de demostrármelo.
—¿Puedo ver a Jaskier?
Calló durante un instante, mirándole con una sonrisa extraña, tamborileando con los dedos en el marco de la puerta.
—Por supuesto, entra.
El medallón en el cuello del brujo comenzó a vibrar con violencia, rítmicamente.
En el centro del suelo había una bola de cristal del tamaño de una sandía pequeña que ardía con luz lechosa. La bola marcaba el centro de una estrella de nueve puntas, trazada con precisión, cuyas puntas alcanzaban hasta las paredes y los rincones de la habitación. En la estrella había un pentagrama de color rojo. Los bordes del pentagrama estaban marcados con velas negras embutidas en candelabros de extrañas formas. Las velas negras ardían también en la cama sin cabecero sobre la que yacía, cubierto con pieles de carnero, Jaskier. El poeta respiraba con tranquilidad, no resollaba ya y no tosía, de su rostro había desaparecido el gesto de dolor, sustituido por una sonrisa idiota y llena de felicidad.
—Duerme —dijo Yennefer—. Y sueña.
Geralt miró los dibujos del suelo. Se podía percibir la magia escondida en ellos, pero sabía que se trataba de magia adormecida, sin desarrollar. Le hizo pensar en el leve murmullo de la respiración de un león dormido, pero que da idea de lo que podía ser el rugido del león.
—¿Qué es eso, Yennefer?
—Una trampa.
—¿Para quién?
—Para ti, durante un momento. —La hechicera cerró la puerta con llave y la cogió en la mano. La llave desapareció.
—Así que estoy atrapado —dijo él con frialdad—. ¿Y ahora qué? ¿Vas a atentar contra mi virtud?
—No te lo tengas tan creído. —Yennefer se sentó a la orilla de la cama. Jaskier, todavía con una sonrisa de cretino, gimió bajito. Eran, fuera de toda duda, gemidos de placer.
—¿De qué va esto, Yennefer? Si se trata de un juego, no conozco las reglas.
—Te dije —comenzó— que siempre consigo lo que deseo. Y resulta que deseo algo que tiene Jaskier. Se lo quitaré y nos separaremos. No tengas miedo, no le pasará nada...
—Esa cosa rara que pusiste en el suelo —la cortó— sirve para convocar demonios. Allí donde se convocan demonios, siempre le pasa algo a alguien. No lo permitiré.
—...nadie le tocará ni un pelo de la cabeza —continuó la hechicera sin prestar atención a sus palabras—. Tendrá una voz aún más hermosa y estará muy contento, incluso feliz. Todos seremos felices. Y nos separaremos, sin pena, pero también sin trauma.
—Ay, Virginia —murmuró Jaskier sin abrir los ojos—. Hermosos son tus pechos, más delicados que plumas de cisne... Virginia...
—¿Ha perdido la razón? ¿Delira?
—Sueña —sonrió Yennefer—. Sus deseos se cumplen en el sueño. Le he sondeado el cerebro hasta el fondo. No había gran cosa. Unas cuantas guarrerías, algunos sueños, mucha poesía. Casi nada. El sello con el que estaba sellada la botella del genio. Sé que no lo tiene el trovador sino tú. Te lo pido.
—¿Para qué quieres ese sello?
—¿Cómo responder a tu pregunta? —La hechicera sonrió amenazadoramente—. Vamos a probar así: te importa una mierda, brujo. ¿Te satisface la respuesta?
—No —sonrió formando también una mueca terrible—. No me satisface. Pero no te atormentes con ello, Yennefer. No es fácil satisfacerme. Hasta ahora sólo lo han conseguido personas que están por encima de la media.
—Una pena. Te quedarás entonces sin satisfacer. Tú te lo pierdes. No hagas gestos que no pegan con tu tipo de belleza y de carnación. Por si no te has dado cuenta, acabas de comenzar a agradecerme lo que me debes. El sello es el primer plazo del precio por la voz del cantante.
—Por lo que veo, has dividido el precio en muchos plazos —dijo con frialdad—. Bien. Podría habérmelo esperado y me lo esperaba. Pero hagamos que esto sea un negocio honesto, Yennefer. Yo compré tu ayuda. Y yo la pago.
Ella torció los labios en una sonrisa, pero sus fríos ojos violetas no pestañearon.
—En cuanto a eso, brujo, no debes albergar ninguna duda.
—Yo —repitió—. Pero no Jaskier. Me lo llevo de aquí a un sitio más seguro. Una vez hecho esto, volveré y pagaré el segundo plazo y los demás. Porque en lo tocante al primero...
Se echó mano a un bolsillito secreto en el cinturón, sacó el sello de latón con la señal de la estrella y de la cruz partida.
—Ten, tómalo. No como un plazo. Acéptalo de un brujo, en prueba de agradecimiento por haberlo tratado, aunque por interés propio, mucho mejor de lo que lo hubiera hecho cualquiera de tus confrades. Acéptalo como prueba de buena voluntad que debiera convencerte de que, una vez me haya ocupado de la seguridad de mi amigo, volveré aquí a pagar. No distinguí el escorpión entre las flores, Yennefer. Estoy dispuesto a pagar por mi falta de atención.
—Bonito discurso. —La hechicera cruzó las manos sobre sus pechos—. Conmovedor y patético. Una pena que sea en vano. Jaskier me es necesario y se queda aquí.
—Él ya ha estado cerca de eso que pretendes atraer aquí. —Geralt señaló a los dibujos en el suelo—. Cuando termines tu obra y atraigas aquí al genio, pese a tus promesas, Jaskier sufrirá con toda seguridad, puede que más aún que antes. Porque al fin y al cabo lo que te interesa es el ser de la botella. ¿No? ¿Piensas controlarlo, obligarlo a que te sirva? No tienes que responder, sé que no me importa una mierda. Y haz lo que quieras, convoca aquí incluso a diez demonios. Pero sin Jaskier. Si hieres a Jaskier, esto no será un negocio honesto, Yennefer y no tienes derecho a exigir un pago por ello. No te permitiré...
Se detuvo.
—Me interesaba cuándo lo ibas a sentir —se rió a grandes carcajadas la hechicera.
Geralt tensó los músculos, se esforzó con toda su voluntad, apretando las mandíbulas hasta que le dolieron. No sirvió de nada. Estaba como paralizado, como una estatua de piedra, como un poste clavado en la tierra. No podía mover ni siquiera el dedo en la bota.
—Sabía que eres capaz de detener un hechizo lanzado directamente —dijo Yennefer—. Sabía también que antes de hacer nada, ibas a intentar imponerte con tu elocuencia. Tú hablabas y el hechizo colgado sobre ti actuaba y poco a poco te envolvía. Ahora sólo puedes hablar. Pero ya no tienes que imponerte. Sé que eres elocuente. Más esfuerzos en este sentido destruirán el efecto.
—Chireadan... —dijo con dificultad, aún intentando luchar con la parálisis mágica—. Chireadan se dará cuenta de que intentas algo. Se dará cuenta pronto, sospechará en cualquier momento, porque no confía en ti, Yennefer. No confiaba en ti desde el principio...
La hechicera agitó una mano en un amplio gesto. Las paredes de la habitación se disolvieron y tomaron una estructura y un color gris sucio. Desaparecieron las puertas, desaparecieron las ventanas, desaparecieron incluso las polvorientas cortinas y los cuadros cagados por las moscas en las paredes.
—¿Y qué pasa porque Chireadan se dé cuenta? —se enfadó con malignidad—. ¿Irá a por ayuda? A través de mi barrera no cruza nadie. Pero Chireadan no irá a ningún sitio, ni intentará nada contra mí. Nada. Está bajo mi hechizo. No, no se trata de nigromancia, no he hecho nada. Química orgánica común y corriente. Se ha enamorado de mí, el idiota. ¿No lo sabías? Incluso pensaba retar a Beau a un duelo, ¿te das cuenta? Elfo, y celoso. Esto se da pocas veces. Geralt, no escogí esta casa sin motivo.
—Beau Berrant, Chireadan, Errdil, Jaskier. Efectivamente, vas a tu objetivo por el camino más directo. Pero de mí no te vas a servir, Yennefer.
—Me serviré, me serviré. —La hechicera se levantó de la cama, se acercó, evitando cuidadosamente los símbolos y señales trazados en el suelo—. Te dije que me debes algo por la recuperación del poeta. Se trata de una tontería, un servicio de nada. Después de lo que planeo hacer aquí, me iré inmediatamente de Rinde, y tengo todavía en este pueblo ciertas... cuentas pendientes de pago, llamémoslo así. Les prometí algo a algunas personas de aquí y yo siempre cumplo lo que prometo. Puesto que, sin embargo, yo sola no soy capaz, tú cumplirás esas promesas por mí.
Luchó, luchó con todas sus fuerzas. En vano.
—No te canses, brujo —se sonrió con malicia—. No sirve de nada. Tienes una voluntad de hierro y bastante resistencia a la magia, pero conmigo y mis maleficios no te puedes comparar. Y no hagas comedia delante de mí. No intentes fascinarme con tu dura y orgullosa masculinidad. Tú sólo eres duro y orgulloso con respecto a ti. Para salvar a tu amigo hubieras hecho todo por mí, incluso sin hechizos, hubieras pagado cualquier precio, hubieras lamido mis botas. Y puede que algo más, si hubiera deseado algún inesperado entretenimiento.
Callaba. Yennefer estaba delante de él, sonriendo y jugueteando con la estrella de obsidiana cuajada de brillantes que portaba en la cinta del cuello.
—Ya en la habitación de Beau —siguió—, después de cambiar unas pocas palabras, supe cómo eras. Y supe en qué moneda iba a pedirte que me pagaras. Mis cuentas pendientes en Rinde las podría haber satisfecho cualquiera, incluso Chireadan. Pero lo harás tú porque tienes que pagar. Por tu orgullo falso, por tu mirada fría, por tus ojos que perseguían cada minucia, por tu faz pétrea, por tu tono sarcástico. Por atreverte a pensar que puedes estar cara a cara con Yennefer de Vengerberg y considerarla una arrogante egoísta, una maligna bruja, y al mismo tiempo mirar con los ojos desencajados sus enjabonados pechos. ¡Paga, Geralt de Rivia!
Lo agarró con las dos manos por los cabellos y lo besó violentamente en la boca, bebió de ella como un vampiro. El medallón en el cuello del brujo vibró; Geralt tenía la sensación de que la cadena se encogía y apretaba como el músculo del corazón. En su cabeza algo estalló, los oídos comenzaron a hacer un ruido terrible. Dejó de ver los ojos violetas de la hechicera, cayó en la oscuridad.
Se arrodilló. Yennefer le hablaba suavemente, con una dulce voz.
—¿Te acordarás?
—Sí, señora.
Aquélla era su propia voz.
—Ve entonces y cumple mis órdenes.
—Como mande, señora.
—Puedes besarme la mano.
—Gracias, señora.
Sintió que se acercaba a ella de rodillas. En la cabeza le zumbaban diez mil abejas. Su mano olía a lilas y grosellas. Lilas y grosellas... Lilas y grosellas... Un relámpago. Oscuridad.
Balaustrada, escaleras. El rostro de Chireadan.
—¡Geralt! ¿Qué te pasa? ¿A dónde vas?
—Tengo... —Su propia voz—. Tengo que ir...
—¡Por los dioses! ¡Mirad sus ojos!
El rostro de Vratimir, alterado por el espanto. El rostro de Errdil. Y la voz de Chireadan.
—¡No! ¡Errdil, no! ¡No le toquéis, ni le intentéis detener! ¡Apártate, Errdil! ¡Quítate del paso!
Olor de lilas y grosellas. Lilas y grosellas...
Puerta. Explosión de sol. Calor. Bochorno. Olor de lilas y grosellas. Habrá tormenta, pensó.
Y fue aquél el último de sus pensamientos conscientes.
Oscuridad. Olor...
¿Olor? No, hedor. Hedor a orina, a paja podrida y harapos húmedos. Hedor a teas humeantes cerradas en huecos en las paredes de bloques irregulares. Las teas arrojaban sombras sobre el suelo cubierto de paja...
Sombras de rejas.
El brujo blasfemó.
—Por fin. —Sintió cómo alguien lo levantaba y le apoyaba la espalda contra el húmedo muro—. Ya me estaba empezando a preocupar por qué tardabas tanto en recuperar la consciencia.
—¿Chireadan? ¿Dónde...? Mierda, me va a estallar la cabeza... ¿Dónde estamos?
—¿Y a ti qué te parece?
Geralt volvió la cabeza, miró a su alrededor. En la pared de enfrente estaban sentadas tres harapientas figuras. Las veía con dificultad, estaban acurrucados en el lugar más alejado de la luz de las teas, en casi total oscuridad. Junto a la verja que los separaba del corredor iluminado había algo en cuclillas que solamente en apariencia era un montón de trapos. En realidad se trataba de un escuálido vejete con la nariz como el pico de una cigüeña. La longitud de los retorcidos cabellos y el estado de sus ropas atestiguaban que no estaba allí sólo desde el día anterior.