—Geralt, sé razonable. Así no se debe, no podemos tocarlos si no han liado ninguna. Se defenderán, se verterá sangre. Son profesionales, me destrozarán a mi gente. Si se entera Audoen, pagaré con mi cabeza. Vale, voy a coger a la guardia, me voy al mercado, les tendré la vista encima...
—Eso no servirá de nada, Caldemeyn. Si la multitud entra ya en la plaza, no podrás conjurar el pánico ni la carnicería. Hay que neutralizarlos ahora, mientras la plaza está vacía.
—Eso es un abuso. No puedo permitirlo. Lo del medioelfo y Tridam puede ser un falso rumor. Puedes equivocarte, ¿y entonces qué? Audoen me despellejará vivo.
—¡Hay que elegir el mal menor!
—¡Geralt! ¡Te lo prohíbo! ¡Como alcalde, te lo prohíbo! ¡Suelta la espada! ¡Estate quieto!
Marilka gritaba tapándose la boca con sus manitas.
Civril, tapándose los ojos con las manos, miró al sol que surgía por entre los árboles. La plaza comenzaba a animarse, traqueteaban los carros y las carretas, los primeros vendedores ya habían llenado de mercancías los tenderetes. Golpeaba el martillo, cantaba el gallo, chillaban agudas las gaviotas.
—Parece que va a hacer un día precioso —dijo Quincena meditabundo. Civril le miró sesgadamente pero no dijo nada.
—¿Y los caballos, Tavik? —preguntó Nohorn, tirando de los guantes.
—Listos, ensillados. Civril, todavía hay pocos en la plaza.
—Habrá más.
—Convendría comer algo.
—Luego.
—Seguro. Tendrás luego tiempo. Y ganas.
—Mirad —dijo de pronto Quincena.
El brujo entró desde la calle principal y atravesó por entre los tenderetes. Se dirigía directamente hacia ellos.
—Ajá —dijo Civril—. Renfri tenía razón. Dame la ballesta, Nohorn.
Se enderezó, tensó la cuerda, sujetando el estribo con el pie. Con esmero colocó la flecha en la estría. El brujo seguía andando. Civril levantó la ballesta.
—¡Ni un paso más, brujo!
Geralt se detuvo. Apenas catorce pasos le separaban del grupo.
—¿Dónde está Renfri?
El mestizo deformó su hermoso rostro.
—Debajo de la torre, le está haciendo cierta proposición al hechicero. Sabía que vendrías aquí. Me pidió que te dijera dos cosas.
—Habla.
—La primera cosa es un refrán que dice: «Soy quien soy. Elige. O yo, o eso otro, menor». Al parecer tienes como que saber de qué va.
El brujo afirmó con la cabeza, luego alzó la mano, asiendo la empuñadura de la espada que sobresalía por su hombro derecho. La hoja brilló, describiendo un círculo por encima de su cabeza. Se dirigió hacia el grupo a paso ligero.
Civril adoptó una sonrisa terrible, cruel.
—Y qué le vamos a hacer. Ella también previó esto, brujo. Y ahora te daré la segunda cosa que me encargó darte. Justo entre los ojos.
El brujo se acercó. El semielfo alzó la ballesta hasta sus mejillas. Se hizo el silencio.
La cuerda resonó. El brujo dio un mandoble con la espada, se oyó un prolongado gemido de metal golpeado, la flecha voló hacia lo alto cabreteando, cayó seca sobre el tejado, retumbó en un canalón. El brujo siguió avanzando.
—La ha parado... —gimió Quincena—. La ha parado en el aire...
—Todos a una —ordenó Civril. Silbaron las espadas al salir de sus vainas, el grupo se apretó hombro con hombro, las hojas erizadas.
El brujo aceleró el paso, su andar, de extraordinaria ligereza y fluidez, se convirtió en carrera, no directamente hacia el collar de espinas de las espadas del grupo, sino de lado, rodeándoles con espirales cada vez más cerradas.
Tavik no aguantó, se lanzó hacia él, reduciendo la distancia. Detrás de él saltaron los gemelos.
—¡No os separéis! —gritó Civril doblando la cabeza, perdiendo al brujo de su campo de visión. Maldijo, saltó hacia un lado viendo que el grupo se disgregaba completamente y daba vueltas entre los tenderetes en un loco cortejo.
Tavik fue el primero. Todavía un segundo antes iba persiguiendo al brujo, ahora de pronto percibió que éste se le acercaba por el lado izquierdo, corriendo en dirección contraria. Intentó frenarse pero el brujo se deslizó a su lado antes de que tuviera tiempo de levantar la espada. Tavik sintió un fuerte golpe por encima de las caderas. Se retorció y advirtió que caía. Ya de rodillas contempló asombrado sus caderas y comenzó a gritar.
Los gemelos atacaron al mismo tiempo a la negra y sucia forma que se arrastraba hacia ellos, se movieron el uno hacia el otro, chocaron sus hombros, perdiendo durante un segundo el ritmo. Fue suficiente. Vyr, herido a todo lo largo del pecho, se dobló en dos, con la cabeza agachada todavía alcanzó a dar un par de pasos y se estrelló contra un puesto de verduras. Nimir recibió un tajo en la sien, giró en el mismo sitio y se derrumbó sobre la reguera, pesado, inerte.
La plaza empezó a agitarse, los vendedores huían, resonaron los tenderetes que se derrumbaban, se alzaron humo y gritos. Tavik intentó levantarse otra vez apoyándose en las manos temblorosas, cayó.
—¡Por la izquierda, Quincena! —gritó Nohorn, corriendo en semicírculo para asaltar al brujo por detrás.
Quincena se dio la vuelta muy deprisa. Pero no lo suficiente. Recibió un tajo en la barriga, aguantó, se dobló para golpear, entonces recibió un segundo tajo a un lado del cuello, justo por debajo de la oreja. Rígido, dio cuatro tambaleantes pasos y se derrumbó sobre un carro lleno de pescado. El carro echó a rodar. Quincena se deslizó sobre el pavimento plateado de escamas.
Civril y Nohorn golpearon al mismo tiempo desde dos direcciones, el elfo con un enérgico tajo desde arriba, Nohorn apoyado en la rodilla, con un golpe bajo y plano. Los dos fueron parados, dos chirridos metálicos unidos en uno. Civril saltó, dio un paso en falso, se mantuvo en pie apoyándose en el parapeto de madera de un puestecillo. Nohorn se tiró y le hizo sombra una espada sostenida perpendicularmente. Rechazó el golpe, con tanta fuerza que le echó para atrás, tuvo que blasfemar. Al incorporarse, hizo una parada, demasiado lento. Recibió un tajo en el rostro, en perfecta simetría con la vieja cicatriz.
Civril se impulsó con la espalda en el tenderete, saltó sobre Nohorn cuando éste caía, atacó en media vuelta, con las dos manos, no acertó, saltó inmediatamente. No sintió el impacto, se le doblaron las rodillas justo cuando, después de una parada, forzó la finta pasando a un nuevo ataque. La espada se le cayó de la mano cortada desde el interior, por encima del codo. Cayó de hinojos, agitó la cabeza, quería levantarse, no pudo. Descansó la cabeza sobre las rodillas, así murió, en un charco rojo, entre coles desparramadas, entre rosquillas y peces.
Renfri entró en la plaza.
Se acercó lenta, a paso leve, felino, evitando carros y puestos. La multitud, que en las callejas y junto a los muros de las casas zumbaba como un enjambre de abejas, se quedó muda. Geralt estaba de pie, inmóvil, con la espada en la mano bajada. La muchacha se acercó hasta estar a diez pasos, se detuvo. Vio que debajo de la camisa llevaba una cota de malla, corta, que apenas cubría sus caderas.
—Hiciste tu elección —afirmó—. ¿Estás seguro que fue correcta?
—No habrá aquí un segundo Tridam —dijo Geralt con énfasis.
—No lo hubiera habido. Stregobor se rió de mí. Dijo que puedo matar a todo Blaviken y añadir unas cuantas aldeas de los alrededores si quiero, pero que él no saldrá de la torre. Y no permitirá entrar a nadie, incluyéndote a ti. ¿Por qué me miras de ese modo? Sí, te engañé. Toda la vida he estado engañando cuando ha sido necesario, ¿por qué iba a hacer una excepción contigo?
—Vete de aquí, Renfri.
Se rió.
—No, Geralt. —Tomó la espada, rápida y hábilmente.
—Renfri.
—No, Geralt, tú realizaste tu elección. Ahora es mi turno.
Con un movimiento seco arrancó la falda de sus caderas, la hizo girar en el aire, enredando el material en torno a su antebrazo derecho. Geralt retrocedió, alzó el brazo, formando la Señal con los dedos. Renfri se rió de nuevo, breve y roncamente.
—No servirá de nada, peloblanco. Eso no funciona conmigo. Sólo la espada.
—Renfri —repitió—. Vete. Si cruzamos las armas yo... ya no... podré...
—Lo sé —dijo—. Pero yo... Tampoco puedo hacer otra cosa. Somos lo que somos. Tú y yo.
Se movió hacia él con un paso ligero, cimbreante. En la mano derecha, extendida, dirigida hacia un lado, brillaba la espada, con la izquierda arrastraba la falda por el suelo. Geralt retrocedió dos pasos.
Saltó, maniobró con la mano izquierda, la falda se agitó en el aire, siguiéndola a ella, cubriendo de sombra la espada, ésta relumbró en un corto y áspero golpe. Geralt saltó, la tela ni siquiera le rozó, y la hoja de Renfri se deslizó a lo largo de una parada oblicua. Respondió mecánicamente con el centro del filo, unió las dos espadas en un breve molinete, intentando hacerle perder su arma. Eso fue un error. Repelió su hoja y de inmediato, con las rodillas flexionadas y cimbreando las caderas golpeó, apuntando al rostro. Apenas pudo parar este ataque, saltó para evitar la tela de la falda que le caía encima. Giró en una pirueta, evitando la hoja que brillaba en golpes relampagueantes, saltó de nuevo. Ella le cayó encima, le lanzó la falda directa a los ojos, atacó en un tajo llano, de cerca, en media vuelta. Él se zafó del golpe dándose la vuelta casi pegado a ella. Ella conocía esta maniobra. Se volvió junto con él y, de cerca, tanto que podía sentir su aliento, le recorrió el pecho con la espada. El dolor le mordió pero no quebró el ritmo. Se dio la vuelta otra vez, en dirección contraria, rechazó la espada que volaba hacia su sien, hizo una rápida finta y contraatacó. Renfri saltó, se preparó para un golpe desde arriba. Geralt hizo una genuflexión, la atacó repentinamente desde abajo, con la misma punta de la espada, a través del muslo descubierto y de la ingle.
No gritó. Cayendo de rodillas hacia un costado soltó la espada, aferró con las dos manos el muslo herido. Por entre los dedos la sangre se extendió en clara corriente sobre el cinturón ornamentado, sobre las botas de piel de alce, sobre el sucio pavimento. La multitud apiñada en las callejuelas se removió y gritó.
Geralt envainó la espada.
—No te vayas... —gimió, haciéndose un ovillo.
No respondió.
—Tengo... frío...
No respondió. Renfri gimió de nuevo, enroscándose aún más. Impetuosas corrientes de sangre iban llenando los huecos entre las piedras.
—Geralt... abrázame...
No respondió.
Volvió la cabeza y quedó inmóvil, con la mejilla sobre el empedrado. Un estilete de hoja muy estrecha, hasta entonces escondido debajo del cuerpo, relució en sus dedos muertos.
Al cabo de un rato que parecía una eternidad, el brujo alzó la cabeza ante el ruido del bastón de Stregobor sobre el pavimento. El hechicero se acercó con presteza, evitando los cadáveres.
—Vaya carnicería —resolló—. Lo vi, Geralt, lo vi todo en el cristal...
Se acercó, se inclinó. Con su larga túnica arrastrando por el suelo, apoyado en su vara, parecía viejo, muy viejo.
—No se puede creer —agitó la cabeza—. Córvida completamente muerta.
Geralt no respondió.
—Venga, Geralt. —El hechicero se enderezó—. Ve a por un carro. Nos la llevamos a la torre. Hay que diseccionarla.
Miró al brujo, sin esperar respuesta se inclinó sobre el cuerpo.
Alguien a quien el brujo no conocía echó mano a la espada, la desenvainó muy rápidamente.
—Tócale un pelo, hechicero —dijo alguien a quien el brujo no conocía—. Tócale sólo un pelo, y tu cabeza volará al suelo.
—¿Qué te pasa, Geralt? ¿Te has vuelto loco? ¡Estás herido, tienes un shock! La disección es el único modo de confirmar...
—¡No la toques!
Stregobor, viendo la espada en alto, saltó, agitando el bastón.
—¡Está bien! —gritó—. ¡Como quieras! ¡Pero nunca lo sabrás! ¡Nunca tendrás esa seguridad! Nunca, ¿me escuchas, brujo?
—Largo.
—Como quieras. —El hechicero se dio la vuelta, golpeó con el bastón en el empedrado—. Me vuelvo a Kovir, no pienso estar ni un sólo día más en este agujero. Vente conmigo, no te quedes aquí. Esta gente no sabe nada, sólo han visto cómo matabas. Y tú matas de una forma horrible, Geralt. ¿Qué, vienes?
Geralt no respondió, ni siquiera le miraba. Envainó la espada. Stregobor encogió los hombros, se fue a paso vivo, golpeteando rítmicamente con el bastón.
De la multitud surgió una piedra, resonó sobre el pavimento. Luego otra, volando casi hasta los hombros de Geralt. El brujo se enderezó, unió ambas manos, hizo con ellas un gesto muy rápido. La multitud comenzó a susurrar, las piedras volaron cada vez con más densidad, pero la Señal las desviaba hacia los lados, evitando el objetivo que estaba protegido por una coraza invisible.
—¡Basta! —gritó Caldemeyn—. ¡Se acabó, la madre que os parió!
La multitud murmuró como olas de la marea, pero las piedras dejaron de volar. El brujo estaba de pie, inmóvil.
El alcalde se acercó a él.
—¿Esto —dijo, señalando con un amplio gesto a los cuerpos inmóviles esparcidos por la plaza— es todo? ¿Así se ve ese mal menor que elegiste? ¿Ya has hecho todo lo que creías necesario?
—Sí —contestó Geralt, con lentitud, al cabo.
—¿Tu herida es seria?
—No.
—Entonces lárgate de aquí.
—Sí —dijo el brujo. Estuvo de pie aún un segundo, evitando los ojos del alcalde. Luego se dio la vuelta despacio, muy despacio.
—Geralt.
El brujo le miró.
—No vuelvas aquí nunca —dijo Caldemeyn—. Nunca.
—Hablemos, Iola.
Necesito esta charla. Dicen que el silencio es oro. Puede. No sé si vale tanto. En cualquier caso, tiene su precio. Hay que pagar por ello.
A ti te es más fácil, sí, no lo niegues. Al fin y al cabo, tú callas por elección propia, con tu silencio ofreces un sacrificio a tu diosa. No creo en Melitele, no creo tampoco en la existencia de otros dioses, pero valoro tu sacrificio, lo valoro y además respeto tus creencias. Porque tu sacrificio y ofrecimiento, el precio de tu silencio, hacen de ti una persona mejor, más valiosa. O al menos pueden llegar a hacerlo. Mi incredulidad no puede nada. Carece de poder alguno.
¿Preguntas que en qué creo entonces?
Creo en la espada.
Como ves, llevo dos. Todos los brujos llevan dos espadas. Algunos malintencionados afirman que la de plata es para los monstruos y la de acero para los seres humanos. Eso es falso, por supuesto. Hay monstruos a los que sólo se puede dominar con la espada de plata, pero los hay también para los que el acero es mortal. No, Iola, no todo el hierro, sólo aquél que procede de un meteorito. ¿Preguntas qué es un meteorito? Es una estrella fugaz. Seguro que has visto más de una vez una estrella fugaz, una breve y brillante estela en el firmamento nocturno. Al verla, pedirías seguro algún deseo, puede que para ti significara una prueba más de la existencia de los dioses. Para mí un meteorito es tan sólo un pedazo de metal que al caer se estrella contra la tierra. Un metal del que se puede hacer una espada.