—Nos vamos. Nosikamyk, echa a esos críos y coge al burro del ramal. ¿Dónde está mi sombrero?
La torre, construida con bloques de granito finamente labrado, coronada por los dientes de las almenas, se presentaba imponente, dominando sobre los destrozados tejados de las labranzas y las abombadas techumbres de paja de las pallozas.
—Ha hecho reforma, veo —dijo Geralt—. ¿Con hechizos u os obligó a trabajar?
—Con hechizos, principalmente.
—¿Cómo es, este Irion vuestro?
—De fiar. Ayuda a la gente. Pero huraño, solitario. Casi no sale de la torre.
Sobre las puertas, decoradas con rosetones de clara madera taraceada, colgaba una gigantesca aldaba con la forma de la cabeza de un pez aplastado de ojos saltones que sujetaba una rueda de latón con una boca dentada. Caldemeyn, se veía que ya bastante acostumbrado al uso del mecanismo, se acercó, se aclaró la voz y recitó:
—Saluda el alcalde Caldemeyn con un asunto para el Maestro Irion. Con él, saluda el brujo Geralt de Rivia, por el mismo asunto.
Durante un largo instante no sucedió nada, hasta que por fin la cabeza del pez abrió la dentada mandíbula y exhaló un par de nubecillas de vaho.
—El Maestro Irion no recibe. Idos, buena gente.
Caldemeyn se removió en el sitio, miró a Geralt. El brujo encogió los hombros. Nosikamyk, concentrado y serio, se rebuscaba en las narices.
—El Maestro Irion no recibe —repitió, metálica, la aldaba—. Idos, buena...
—No soy buena gente —interrumpió sonoramente Geralt—. Soy un brujo. Eso, sobre el asno, es una kikimora que maté muy cerca de la villa. La obligación de cada hechicero residente es cuidar de la seguridad de los alrededores. El Maestro Irion no tiene que honrarme con una entrevista, no tiene que recibirme, si tal es su voluntad. Pero que eche un vistazo a la kikimora y saque sus conclusiones. Nosikamyk, empuja la kikimora y arrójala aquí, junto a la misma puerta.
—Geralt —dijo en voz baja el alcalde—. Tú te vas a ir y yo tengo que...
—Vámonos, Caldemeyn. Nosikamyk, sácate el dedo de la nariz y haz lo que te he dicho.
—Esperad —dijo la aldaba con una voz completamente distinta—. Geralt, ¿eres tú de verdad?
El brujo blasfemó por lo bajo.
—Estoy perdiendo la paciencia. Sí, soy de verdad yo. ¿Y qué pasa porque sea yo de verdad?
—Acércate a la puerta —dijo la aldaba, echando un par de nubecillas de vaho—. Solo. Te dejaré entrar.
—¿Y qué hay de la kikimora?
—Que le den por saco. Quiero hablar contigo, Geralt. Sólo contigo. Perdonadme, alcalde.
—Y a mí qué más me da, Maestro Irion. —Caldemeyn se despidió con la mano—. Adiós, Geralt. Nos vemos luego. ¡Nosikamyk! ¡El monstruo al muladar!
—Como usted mande.
El brujo se acercó a las puertas taraceadas, que se abrieron sólo un poquito, lo suficiente para que se pudiera introducir con un cierto esfuerzo. Después de ello, se cerraron de inmediato, dejándolo en la oscuridad más completa.
—¡Eh! —llamó, sin ocultar su rabia.
—Ya voy —contestó una voz extrañamente familiar.
La impresión fue tan inesperada que el brujo se tambaleó y extendió una mano buscando apoyo. No lo encontró.
Un jardín florecía blanco y rosa, olía a lluvia. Un arco iris de muchos colores atravesaba el cielo, uniendo las copas de los árboles con una lejana cordillera de tonos celestes. La casita en mitad del jardín, pequeña y modesta, se ahogaba en macizos de malvas. Geralt miró a sus pies y se dio cuenta de que estaba hasta las rodillas en un campo de amapolas.
—Venga, acércate, Geralt —sonó una voz—. Estoy delante de la casa.
Entró en el jardín atravesando los árboles. Percibió un movimiento a su izquierda, miró. Una muchacha de cabellos claros, completamente desnuda, surgió de una fila de arbustos llevando una cesta llena de manzanas. El brujo se prometió a sí mismo no asombrarse más.
—Por fin. Bienvenido, brujo.
—¡Stregobor! —se asombró Geralt.
El brujo se había encontrado en su vida a ladrones que parecían concejales, a concejales que parecían abueletes normales y corrientes, a meretrices que parecían princesas, a princesas que parecían vacas preñadas y a reyes que parecían ladrones. Pero Stregobor siempre se veía justo tal y como según todos los estereotipos y todas las imágenes tenía que verse un hechicero. Era alto, delgado, cargado de hombros, tenía unas grandes cejas grises muy pobladas y una larga y curvada nariz. Para colmo vestía una túnica negra que arrastraba hasta el suelo, con unas mangas increíblemente anchas, y en la mano aferraba una larguísima varita con una bola de cristal en la punta. Ninguno de los hechiceros a los que Geralt conocía tenía el aspecto de Stregobor. Lo más raro era que Stregobor era de verdad un hechicero.
Se sentaron en el zaguán rodeado de malvas, en sillones de mimbre, junto a una pequeña mesa de mármol blanco. La rubia desnuda con la cesta de manzanas se acercó, sonrió, se dio la vuelta y volvió al jardín, moviendo las caderas.
—¿Eso es también una ilusión? —preguntó Geralt al contemplar los balanceos.
—También. Como todo aquí. Pero se trata, querido mío, de una ilusión de primera clase. Las flores tienen perfume, las manzanas se pueden comer, las avispas te pueden picar, y a ella —el hechicero señaló a la rubia— te la puedes...
—Puede que luego.
—Mejor. ¿Qué haces, Geralt? ¿Todavía te afanas en matar por dinero a los representantes de especies en peligro de extinción? ¿Cuánto te dieron por la kikimora? Seguro que nada, si no, no hubieras venido aquí. Y pensar que hay gente que no cree en el destino. A menos que supieras algo de mí. ¿Lo sabías?
—No, no lo sabía. Éste es el último lugar donde se me hubiera ocurrido buscarte. Si la memoria no me falla, antes vivías en Kovir, en una torre parecida.
—Mucho ha cambiado desde entonces.
—Por lo menos tu nombre. Al parecer ahora eres el Maestro Irion.
—Así se llamaba el autor de esta torre, falleció hace como doscientos años. Me figuré que era apropiado honrarlo de algún modo al ocupar su lugar. Oficio aquí de residente. La mayor parte de los vecinos se ganan la vida con el mar y, como sabes, mi especialidad, además de las ilusiones, es el tiempo. A veces acallo una tormenta, a veces la provoco, a veces atraigo hacia la playa gracias al viento del oeste grandes bancos de bacalao y de merluza. Se puede vivir. Quiero decir —añadió lóbrego—, se podía vivir.
—¿Por qué «se podía»? ¿Por qué te cambiaste el nombre?
—El destino tiene muchos rostros. Puede ser hermoso en el exterior y horrible por dentro. Ha extendido hacia mí sus garras ensangrentadas...
—No has cambiado en nada, Stregobor —se enojó Geralt—. Chocheas, al tiempo que haces momios de sabio y de importante. ¿No sabes hablar con normalidad?
—Sé —suspiró el nigromante—. Si esto te alegra, puedo hacerlo. Llegué aquí huyendo de un ser monstruoso que me quiere asesinar. La huida no me ha servido de nada, me ha encontrado. Según todas las probabilidades intentará matarme mañana, como muy tarde pasado.
—Ajá —dijo impasible el brujo—. Ahora entiendo.
—Me da la sensación de que la muerte que me amenaza no causa en ti la más mínima impresión.
—Stregobor —dijo Geralt—, así es el mundo. Mucho se aprende viajando. Dos campesinos se matan entre sí por un campo al que mañana pisotean los caballos de los destacamentos de dos condes que se quieren degollar el uno al otro. A lo largo de los caminos se balancean de los árboles los ahorcados, en los bosques los ladrones les cortan las gargantas a los mercaderes. En las ciudades te tropiezas cada dos pasos con cadáveres tendidos en las regueras. En los palacios se apuñalan con estiletes y en los banquetes cada dos por tres alguien cae debajo de la mesa, lívido a causa del veneno. Ya me he acostumbrado. Por eso, ¿por qué tendría que afectarme una amenaza de muerte, y para colmo que te amenaza a ti?
—Para colmo que me amenaza a mí —repitió con sarcasmo Stregobor—. Y yo que te tenía por un amigo. Contaba con tu ayuda.
—Nuestro último encuentro —dijo Geralt— tuvo lugar en el palacio del rey Idi en Kovir. Acudí a que me pagaran por haber acabado con un amfisbén que aterrorizaba los alrededores. Por entonces tú y tu compadre Zavist, a cuál mejor, me llamasteis charlatán, máquina de matar sin cerebro y, si no recuerdo mal, carroñero. Como resultado, Idi no sólo no me pagó ni un real, sino que además me dio doce horas para irme de Kovir, y como tenía la clepsidra rota, por poco no lo cuento. Y ahora me dices que te ayude. Me dices que te persigue un monstruo. ¿De qué tienes miedo, Stregobor? Si te ataca, le dices que te gustan los monstruos, que los proteges y que cuidas de que ningún brujo carroñero les moleste. Y si el monstruo te destripa y te devora, será un monstruo muy desagradecido.
El hechicero se mantenía en silencio, con la cabeza vuelta. Geralt sonrió.
—No te pongas hecho una fiera, mago. Cuéntame lo que te amenaza. Veremos lo que se puede hacer.
—¿Has oído hablar de la Maldición del Sol Negro?
—Claro que he oído. Sólo que bajo el nombre de la Manía del Loco Eltibaldo. Así se llamaba el mago que comenzó la persecución durante la que mataron o encerraron en la cárcel a decenas de muchachas de nobles familias, incluso de la realeza. Según él estaban algo así como poseídas por demonios, malditas, contaminadas por el Sol Negro, como llamáis en vuestra pomposa jerga a un eclipse común y corriente.
—Eltibaldo, que en absoluto estaba loco, descifró las inscripciones de los menhires de Dauk y de las lápidas de las necrópolis de Wozgor, analizó las leyendas y las tradiciones de los bobolakos. Todas hablaban del eclipse en un modo que dejaba lugar a pocas dudas. El Sol Negro tenía que anunciar la pronta venida de Lilit, adorada aún en Oriente bajo el nombre de Niya, y el holocausto de la raza humana. El camino para Lilit habían de prepararlo «sesenta bestias de oro coronadas, que con ríos de sangre los valles llenarán».
—Sandeces —dijo el brujo—. Y para colmo ni siquiera rima. Toda profecía decente tiene que rimar. Lo que de verdad querían Eltibaldo y el Consejo de Hechiceros es del dominio público. Utilizasteis los delirios de un loco para fortalecer vuestro poder. Para deshacer alianzas, romper coaliciones, meter la zarpa en las dinastías, en pocas palabras, para tirar más fuerte de las cuerdas que sujetan a las marionetas con corona. Y tú aquí me echas una perorata sobre unas profecías que le darían vergüenza a un viejo de los de la feria.
—Se pueden tener reservas en torno a la teoría de Eltibaldo, a la interpretación de las profecías. Pero no hay forma de negar el hecho de la aparición de terribles mutaciones entre las muchachas nacidas a poco del eclipse.
—¿Por qué no se va a poder poner en duda? He oído hablar de algo completamente distinto.
—Estuve presente en la disección de una de ellas —dijo el brujo—. Geralt, lo que descubrimos en el interior del cráneo y de la médula no se puede describir claramente. Una especie de esponja roja. Los órganos internos estaban mezclados, algunos faltaban por completo. Todo cubierto de cerdas móviles, hilachas de color azul rosáceo. Un corazón con seis ventrículos. Dos casi atrofiados, pero es igual. ¿Qué dices a esto?
—He visto personas que en vez de manos tenían garras de águilas, personas con colmillos de lobo. Personas con articulaciones de más, con órganos de más y pensamientos de más. Todo era resultado de vuestros devaneos con la magia.
—Viste distintas mutaciones, dices. —El nigromante alzó la cabeza—. ¿Y cuántas de ellas te cargaste por dinero, siguiendo tu vocación de brujo? ¿Qué? Porque se pueden tener colmillos de lobo y quedarse en alardear de ellos delante de las putas de la taberna, y se puede tener al mismo tiempo naturaleza de lobo y atacar niños. Y justo así era en este caso de las muchachas nacidas después del eclipse. En ellas se pudo reconocer una tendencia irracional a la crueldad, a la agresión, a explosiones irresponsables de rabia y también un temperamento irascible.
—En cada hembra se puede encontrar algo parecido —se mofó Geralt—. ¿Y qué me estás desbarrando aquí? Preguntas que cuántos mutantes he matado, ¿por qué no te interesa a cuántos he desencantado, a cuántos les liberé de su maldición? Yo, vuestro odiado brujo. ¿Y qué es lo que vosotros habéis hecho, poderosos nigromantes?
—Se utilizaron las magias más altas. Tanto las nuestras como las de las sacerdotisas de distintos santuarios. Todos los intentos terminaron con la muerte de las muchachas.
—Esto atestigua vuestro fracaso, no el de las muchachas. Y así tenemos los primeros cadáveres. ¿He de entender que sólo esos fueron diseccionados?
—No sólo. No me mires así, sabes de sobra que hubo más muertos. Al principio se decidió eliminar a todas. Retiramos dos... docenas. A todas se las diseccionó. Una fue viviseccionada.
—¿Y vosotros, hideputas, os atrevéis a criticar a los brujos? Eh, Stregobor, llegará el día en que los seres humanos se hagan más juiciosos y os arranquen la piel.
—No creo que tal día llegue pronto —dijo el hechicero con aspereza—. No olvides que actuábamos en defensa de los humanos. Esas mutantes hubieran ahogado en sangre al país entero.
—Eso decís vosotros, los magos, y levantáis la nariz hasta el techo, más allá del nimbo de vuestra infalibilidad. Y, si ya estamos en ello, ¿no querrás afirmar que en vuestra caza de las supuestas mutantes no os equivocasteis ni una sola vez?
—Sea como quieras —dijo Stregobor al cabo de un largo rato de silencio—. Te seré sincero, aunque no debiera, por mero interés propio. Nos equivocamos. Y más de una vez. Su selección era bastante difícil. Por ello dejamos de... retirarlas y comenzamos a aislarlas.
—Vuestras famosas torres —suspiró el brujo.
—Nuestras torres. Sin embargo, esto fue un nuevo error. Las menospreciamos y un montón de ellas se nos escaparon. Entre los príncipes, especialmente entre los más jóvenes, aquéllos que no tenían nada que hacer, se impuso la estúpida moda de liberar bellezas prisioneras. La mayor parte, por suerte, se rompió la nuca.
—Por lo que sé, las que estaban encerradas en las torres morían muy pronto. Se dice que gracias a vuestra ayuda.
—Mentira. Es cierto, sin embargo, que mostraban apatía, rechazaban la comida... Lo que es más, poco antes de la muerte revelaban el don de la profecía. Otra prueba de la mutación.
—Como prueba no es de las más convincentes. ¿No tienes otras?